Las tripas del
padre Panchito
Por José
Joaquín Blanco
1
La señora Elvira se ve
pequeña, flaca y sólida. Parece menos vieja de lo que es; en realidad, tiene
una salud y una fuerza asombrosas, que oculta bajo una bata gastada, acolchonada,
para que le compadezcan su soledad y su vejez. Sin embargo, la frescura de su
piel, bastante tersa todavía, y su energía incesante la delatan.
Sucede que se ha quedado sola en un caserón lleno de
muebles, adornos y trastes viejos que de tan cuidados y pulidos hasta se ven
finos. No siempre lo son. Pero dan cierta impresión de museo que asombra a los
jóvenes. A la señora Elvira le gusta engañarlos, y señala sus objetos curiosos
casi con desdén como baratijas heredadas o compradas por aquí o por allá “el
año de Maricastaña”, pero como sugiriendo que a lo mejor no todos son tan
baratijas.
Se levanta casi de madrugada a asear todo el caserón, de un
extremo a otro, aunque le han recomendado que cancele cuartos —cuatro
recámaras, sala, comedor, cocina, alacena—, o que cubra con mantas algunos
muebles que no usa, como sus grandes sillones, la consola de los años treinta y
el piano. No quiere. Y cuida escrupulosamente su jardín, su gallinero, su gran
patio enlosado lleno de macetas blancas con espejitos.
No acepta criadas de planta que la ayuden. Nomás la
enchinchan. La lavandera va los viernes en la mañana, y un chamaquito bien
recomendado la ayuda en las tareas más difíciles (como acomodar la leña, podar
los nogales, acomodar las bugambilias, cargar los bultos de alimento para las
gallinas, acercarle al zaguán el tambo de la basura) de tarde en tarde, después
de la escuela.
Se pasa todo el día limpiando, para las escasas visitas que
recibe, más o menos de su edad, pero acompañadas de una prole estupefacta que
todo lo curiosea. Damas de la
Cruz Roja , de las cofradías, de los clubs de cocina y
bordado, “leonas” y rotarias, y sus amigas de toda la vida.
Todos sus hijos, casados y con vástagos, viven en ciudades
distintas y lejanas, donde han conseguido los empleos que no hay en Tulancingo.
La llaman con frecuencia por teléfono, le escriben, le mandan dinero más que
suficiente para sus gastos —¡hasta tiene sus inversiones en el banco, de lo que
ahorra!—, pero sólo pueden visitarla cada uno o dos años: entonces ve su jardín
jubiloso de nietos. A ella no le gusta viajar a esas ciudades, por no dejar la
casa sola.
De todos sus hijos, más o menos prósperos y honorables, sólo
le salió torcida Chabela, dice, porque, primero, no pudo tener hijos, y luego
se le divorció.
—¡Pues vente a vivir conmigo, mija!
—Mamá, cómo crees; aquí en Matehuala me va bien con mi
mercería. Capaz que en Tulancingo me muero de hambre. Todo mundo tira un muro y
convierte una recámara en una tiendita. Y ahí están sentados todo el santo día
en sus tienditas sin vender nada, ocupados en papar moscas.
—Donde come una comen dos, y sirve que me acompañas, mija;
porque cualquier día me voy a morir y ni quién se entere hasta que salga la
peste por las ventanas.
—Ay mamá, no te pongas patética.
—Tú nomás quieres seguir de divorciada para darle vuelo a la
hilacha, mija.
—¡Cómo crees, a mi edad! Y además me paso todos los días,
incluyendo sábados y domingos, en la mercería. Ya ves que en ocasiones se vende
más los fines de semana.
Total, como hasta por teléfono se peleaban, Chabela dejó de
llamarla y de escribirle. Sólo por navidad, cumpleaños y 10 de mayo. Y con
puras vaguedades y monosílabos. Hace años que no se ven.
Su hermana Carmela, en cambio, vendió todo y se fue a vivir
a un departamentito en Naucalpan, para estar cerca de su hijo mayor y de sus
nietos.
De pronto, esta tarde, que va llegando Chabela llena de
regalos, y acompañada de un señor gordo y mudo.
—¡Ay mija, me hubieras avisado para hacerte siquiera unos
mixiotitos de conejo! No tengo nada qué ofrecerles. Ya sabes que me la vivo a
conchas con nata y café con leche.
—Ni te preocupes, mamá. De lo que traigo antojo es de los
tamales de allá por la iglesia de los Ángeles. Voy a comprar unos antes de que
oscurezca. ¿La Avenida
21 de Marzo sigue llena de baches?
—Está peor.
El señor se ofrece a acompañarla.
—No, por favor, Danny —el gordo mudo se llama Danny—, hazle
un poco de compañía a mamá. No tardo nada.
Pero el gordo, mudo. “Sí, muchas gracias; no, muchas gracias”.
La señora Elvira, tan platicadora, no le saca una palabra más. Debe hacer ella
toda la conversación.
2
—De veras que en Tulancingo
ya nadie respeta nada, ni a los bancos —dice la señora Elvira—. ¿No asaltaron
Bancomer en agosto como si fuera película de vaqueros? Nunca habían asaltado
aquí un banco. ¡Uh, qué tremolina! Hasta pasó en la televisión. Se alcanzaba a
ver parte de la floresta, aunque acorrientada con tanto vendedor ambulante, y
esos plásticos de colores tan chillantes que usan para sus puestos...
El gordo, mudo.
—Yo digo: ¿qué diablos hacemos aquí, si hay igual de asaltos
y robos y atrocidad y media que en Pachuca o en México? Mejor irnos de plano a
la capital, por lo menos habrá más cines y cosas en qué distraerse, no que en
nuestros cines puras películas de balazos y de encueradas, de plano para
albañiles. Y si ya nos toca en México la de malas de un susto, o de que nos
mediomaten, o de que nos maten de veras, pues lo mismo puede ocurrir aquí, ¿no?
En febrero no hubo sólo tiros, sino ráfagas de ametralladora, dicen. ¿Para qué
querrán ametralladoras en Tulancingo? Ni modo que para robar barbacoa.
Danny no tiene idea alguna al respecto.
—Yo no me voy a México con mi hermana Carmela por lo de la
casa. Ella vive muy a gusto en Naucalpan, pero en un huevito de departamento, y
cuando me viene a visitar dice que en México ésta sería casa de ricos. ¿Ya vio
el jardín? —Danny no muestra ganas de pararse del sofá—. Ni modo de llevármela.
Y está tan vieja. Si la pudiera vender, no me darían por ella ni lo que cuesta
el huevito de mi hermana en Naucalpan. Así que me quedo en Tulancingo: que
nomás al mercado, que a misa, que al chisme. Los envidiosos de Pachuca nos
dicen Tulanchismes.
Seguramente Danny ya se sabe el chiste, porque ni siquiera
sonríe. A la señora Elvira empieza a parecerle misterioso.
—Nada de eso se veía en mi juventud. Ya le decían ciudad
pero resultaba más bien un pueblito, unas cuantas cuadras decentes alrededor de
catedral y eso era todo. Luego puros cerros, llanos, rancherías y milpas. Sin
embargo, mi papá afirmaba que a Tollanzinco lo distinguía su prosapia. Así, su
“prosapia”. Murió hace treinta años. ¿Y creerá usted que desde entonces no he
tenido humor de ir a buscar la palabra al diccionario?
El mudo no da señas de entender la palabra prosapia.
—Que desde mucho antes de los aztecas. Significa “la pequeña
Tula”, y contaba papá que por aquí pasaron los toltecas antes de ir a fundar la
gran Tula; o a lo mejor después, cuando se acabó la gran Tula. Pero el doctor
Garduño, que ya lo conocerá usted y verá que es un diablo de bromista, me dijo
el otro día, en la reunión de las damas de la Cruz Roja : “pequeña
Tula” equivale a “pequeña ciudad”. O sea que siempre nos dijeron pinche
pueblito.
Tampoco por el lado de la historia la señora Elvira consigue
nada. Intenta el turismo.
—Tulancingo tiene sus atracciones turísticas, no crea usted
que no. Los boy scouts las mantienen vivas. Y no nada más las ruinas de
Huapalcalco, odiadas por todas las mujeres de Tulancingo, porque cuando alguna
anda un día algo crecida o altanera no falta la comadre que rumore: “¡Mírala!
¡Se siente la reina de Huapalcalco!”, que es como decirle a una cien veces
india. Y a todas nos han llamado alguna vez “la reina de Huapalcalco”... ¿Ya le
mostró Chabela la catedral? No es tan
vieja como parece, pero tiene muertos de muina a los de Pachuca desde hace
siglo y medio. Por entonces creo que ni había Pachuca; en todo caso, una
ranchería. ¿Ya sabe usted lo que en pócar significa la jugada Pachuca?: ¡cuando
le salen puras cartas que no sirven para nada! En eso si resultó famosa. Esa
jugada es célebre hasta en Las Vegas...
—Antes de Juárez —prosigue, ya como un sermón— a quien se le
ocurrió inventar el Estado de Hidalgo, la gran población de la zona era indiscutiblemente
Tulancingo. Toda la riqueza de la región, de partes de Veracruz, de Puebla, del
Estado de México, se concentraba aquí. ¡Y había verdaderos palacios que
asombraban hasta a los europeos, como el de la familia Adalid! Lo contó una
marquesa española con bombo y platillo... Por eso establecieron aquí la
catedral y al señor obispo y no en Pachuca. Unos dicen que el obispado está en
Tulancingo, y no en Pachuca, porque es anterior a la creación del estado y de
su dizque capital. Además, por esas épocas todavía no llegaban los ingleses a
establecer sus minas en Pachuca, ni esa torre tan fea con su reloj, siempre
descompuesto: que dizque “el Big Ben del Nuevo Mundo”, como la denomina en
broma el doctor Garduño, quien fue gran amigo de mi marido toda la vida. Estuvo
a su lado durante sus últimas horas, haciéndole chistes para distraerlo,
mientras le aplicaba el suero y el oxígeno; aunque creo que mi pobre Isidro ya
ni lo entendía, pero escuchaba su voz. Y como que se reía, o eso era lo que yo
me figuraba: la gente pone caras muy raras cuando se muere. Eran un par de
guasones... Papá decía que el malvado de Juárez quiso castigar a Tulancingo por
católico, por “mocho” como diría el Benemérito, porque en realidad a nosotros
nos tocaba el privilegio de ser la capital. En Pachuca, en cambio, Juárez
estableció su club de masones. Ya nadie se acuerda de los masones hoy en día, y
sí de que la catedral y el señor obispo están aquí.
El mudo acepta finalmente un anís.
—La otra “efeméride”, también palabreja de mi papá, fue la
victoria de Vicente Guerrero sobre Nicolás Bravo en las épocas de la Independencia. El
malvado doctor Garduño explica que así de apocada es la gente de Tulancingo que
se puso el nombre del derrotado, nomás porque era mocho. Pero fue el gobierno
el que nos puso Tulancingo de Bravo; nosotros somos Tulancingo a secas. “La
ilustre cuna del ínclito luchador El Santo y del no menos edificante
Gabriel Vargas, autor de La familia Burrón”, bromeó Isidro, mi esposo...
Cuando se juntaban los jueves a cenar y a jugar dominó o baraja, a veces en su
casa, a veces en la nuestra, el doctor Garduño y mi marido se dedicaban a
burlarse de Tulancingo, nomás para escandalizarnos a las esposas. Creo que con
el tiempo a Claudia, su mujer, que en paz descanse, y a mí se nos pegó su
travesura. Tuvieron otros amigos de dominó y de baraja, pero no les duraban
mucho. Hay gente simplona que se escandaliza con cualquier bromita. Decían que
Isidro y el doctor, aunque excelentes personas, pecaban a ratos de
“irreverentes”. “Aquí la gente siempre ha estado, por sistema, de parte de los
enemigos de la patria, afirmaban, y apoyamos a Maximiliano”. Se conserva la
casa donde se hospedó, que no es ninguna maravilla, pero no deje de visitarla:
queda aquí a la vuelta. Por eso nos ven feo los de Pachuca y hasta los de
Ixmiquilpan. Que por mochos... Sea como fuere, la gran batalla “hidalguense” de
la Independencia
se libró en Tulancingo. Hasta hay láminas de eso en los libros de historia.
Pero no se ve en ellas, ni me han dicho nunca, dónde ocurrió exactamente. Me
imagino que en el cerro, y que luego bajaron al cuartel. Todavía me acuerdo del
gran cuartel amarillo que estaba junto a la catedral, como vigilándola... Desde
catedral se oían a media misa los clarinetazos, las palabrotas, las marchas.
Pero los soldados también iban a misa los domingos, de uniforme y todo, cuando
venían a visitarlos sus familias. ¡Y los viera usted tan devotos, y que
depositaban sus buenas limosnas!
3
Mientras habla, como el
mudo también parece sordo, la señora Elvira de plano se pone a contemplar los
retratos de sus padres, de su marido, de sus hijos y nietos, en una especie de
relicarios plateados de tamaños diversos que pueblan una pequeña mesa redonda
con mantel de encaje, y se sirve otro anís. “Sólo a Chabela se le puede ocurrir
pescar a este gordo sin remedio.”
—A mi papá le tocó ver a Madero, cuando pasó en su gira
electoral por el nuevo ferrocarril. Lo fue a vitorear porque se trataba de un
prócer, aunque los curas decían que era un diablo, que le hacía al espiritismo
y había ganado la revolución a través de puros médiums. Pero luego los médiums
lo abandonaron, se pasaron al bando contrario... “Hay que andarse con cuidado
con los médiums”, concluyó mi marido. No me tocó ver eso, por supuesto, pero sí
la persecución cristera. Aunque no hubo batallas cristeras por aquí, ni
siquiera escaramuzas. De cualquier modo se armó un gran escándalo social y
cerraron las escuelas religiosas, que eran nomás dos, feas y chiquitas. Y todos
los días, muy lavaditos y con nuestros cuadernos, docenas y docenas de chamacos
íbamos a misa y a tomar clases clandestinas con curas y monjas a casas
particulares, a las ocho en punto de la mañana. Para despistar al gobierno,
poníamos cara de ir a la tienda. “Nomás de argüenderas, dice el doctor Garduño;
si hasta los hijos del presidente municipal de entonces iban ‘a escondidas’ a
esas casas.” Ah qué el doctor Garduño, ya se lo presentaré a usted. A sus años
sigue enamorando a las enfermeras.
Danny se ha vaciado el anís sobre la corbata. Por mudo, la
señora Elvira lo castiga y no se levanta a ofrecerle una servilleta. Nomás se
la señala con la mano.
—Era una ciudad fresca y ventosa, con casas bajas de muros
gruesos y balcones bajos, de fierro. Todas las casas que conocí en mi infancia
tenían patio, jardín y hasta huerta y gallinero. Había unas cuantas fábricas de
ropa y mucho comercio. La leche se distribuía en burros, como la leña.
Buenísima la leche de Tulancingo, hasta la fecha. Fíjese qué curioso: durante
el día muchas casas dejaban el portón abierto, o tenían un cordón para jalarlo,
abrir y ya, sin molestar a los dueños con que vinieran a recibirla a una. Todo
el mundo entraba a las casas de todo el mundo como si cualquier cosa. Nada más
gritábamos para avisar: “¿Comadrita, dónde está usted?” “¡Manuelita, buenas
tardes!” Y nadie robaba nada. Sin
embargo, en la noche, toda la gente atrancaba los zaguanes con grandes vigas y
hasta barras de fierro, como en espera de bandoleros. Dice el doctor Garduño
que sólo les teníamos miedo a los fantasmas. Y que aquí deben darse en mata,
porque prefieren los pueblos de mochos para andar espantando a la gente a
medianoche; que los pueblos mochos son el Acapulco de las ánimas en pena.
¡Milagro! El gordo se levanta, no sin esfuerzos, y llena su
copita de anís. La señora Elvira desconfía por sistema de la gente callada: “No
sabe una a qué atenerse con ella”.
—Aquí pues casi nunca pasaba nada. Muy temprano, cuando iba
yo a la escuela, a misa, o a comprar tamales, me encontraba con muchos
borrachos harapientos: se quitaban caballerosamente el sombrero de paja hecho
trizas y me decían: “¡Dios la lleve con bien, niña!”; y se iban corriendo para
que no los atraparan los policías. Tulancingo contaría entonces, allá por los
años cuarenta, con unos tres gendarmes. Conformaban toda la fuerza pública del
municipio. Se dedicaban a pescar a unos cuantos borrachos mañaneros para
hacerlos barrer las calles principales. No se tenían que esforzar mucho, porque
no correteaban a los que todavía pudieran caminar, aunque fuera a tropezones;
simplemente despertaban a los que se habían quedado dormidos en la banqueta,
que eran bastantes. Luego, los tres gendarmes dizque dirigían el tráfico. ¡Qué
va! Lo complicaban más...
El mudo parece interesarse más en todos los adornos, cuadros
y muebles de la sala que en el relato. “Si quiere saber algo de ellos, que se
tome el trabajo de preguntar, ¡nada más eso me falta!”, piensa la señora
Elvira.
—Por entonces todo Tulancingo olía feo, a puro pulque. Había
pulquerías en todas partes, hasta en el centro. A veces la gente decente
clamaba contra el vicio, pero luego se quejaba de que las clausuraran, porque
mucha gente decente era dueña de pulquerías, incluso de las disfrazadas de
tiendas de abarrotes, que daban servicio a escondidas durante toda la
madrugada. Los gritos y cantos rancheros de los borrachos parecían, en efecto,
aullidos de fantasmas. ¡El Acapulco de las ánimas en pena! Además, los
borrachos no eran del mero Tulancingo, sino campesinos de los ranchos de las
afueras, y ¿qué iban a hacer los pobres si les daban las diez de la noche aquí,
ya bastante achispados? Entonces no había peseras, ni tantos caminos de
terracería. Sólo los camiones que pasaban de México rumbo a Tuxpan, que además
no admitían borrachos. Ni modo que se fueran caminando o en burro por llanos y
cerros hasta sus ranchos, en plena oscuridad: seguían bebiendo, tristones, sin
desórdenes, hasta que clareara. Al menos
no los dejaban entrar con machetes a las pulquerías, y en esas épocas sólo dos
o tres ricachones poseían pistolas... ¿Le gusta el piano? Yo creo que ya ni
sirve. Hace como veinte años que nadie lo toca.
—Es muy antiguo —dice Danny.
—El Palacio Municipal, de masones, lo mismo estuvieran de
parte de Don Porfirio que de Madero o de Calles y Cárdenas, no se levantó en la
plaza central, floresta como le decimos aquí, aunque ahora hay más flores en mi
casa que en toda la floresta, para no estar cerca de los curas de catedral,
sino a dos cuadras, en la calle Hidalgo. Hace poco lo demolieron, y
construyeron otro en las afueras de la ciudad. Así está bien. Entre más lejos,
mejor. Tenía unas oficinitas para pagar contribuciones y una cárcel con rejas
de palo. A eso se reducía todo el mentado “palacio”. Tampoco los presos eran
del mero Tulancingo, sino de los ranchos. Gente amolada que se había robado un
becerro o apuñalado a un compadre durante una bebedera. A los peligrosos los
mandaban a Pachuca. Muchas veces estaba vacía, y era cuando tocaba a los
borrachos barrer las calles; otras, sobre todo durante las fiestas de
septiembre y diciembre, llenísima. Claro que el presidente municipal nomás
cobraba y cobraba contribuciones a todo el mundo, hasta por respirar, pero no
gastaba ni en un plato de frijoles al día para los presos. Correspondía a la Cofradía de San Miguel
conseguirles zapatos que bolear o remendar, sillas de mimbre qué zurcir o como
se diga; en fin, cualquier trabajillo para que se ganaran unos pesos. A veces,
nomás para fastidiar al presidente municipal, el señor obispo les mandaba a
algún seminarista con una canastota de tacos y una bandeja de chiles jalapeños
en escabeche. El domingo siguiente respondía el presidente municipal, en anónimas
notas furiosas de Claridad. El
periódico de los trabajadores, contra los “tartufos oscurantistas” que vivían
entre puro oro, vestían oro, y nomás regalaban tacos de tripas a los presos, y
sólo una vez al siglo... Eso es un Ecce Homo, o así lo llamaban entonces. Todas
las casas viejas tienen uno. Se ve chistosa la cabeza sola, ¿no?, como
degollada. Con sus ojos tan lindos, tan azules, y la corona de espinas, y las
lágrimas de cristal. Pero fíjese que un día me distraje y rompí el capelo, que
era francés y de tiempos de don Porfirio. Me fui a México a buscar uno, y ya no
encontré capelos de esos en ninguna cristalería. Se me ocurrió ponerle una
pecera al revés. Ni se nota, ¿verdad?
—Parece muy antiguo —dice Danny.
—Una ciudad bonita, tranquila, verde. Muy barata. En parte
porque no teníamos idea de los lujos y nos conformábamos con cosillas que
hacíamos en familia o entre conocidos. Mi prima Lulú me confeccionaba los
vestidos, por ejemplo, y le quedaban muy bien, según los figurines de la
revista La familia. En bodas, santos, cumpleaños, quinceaños y fiestas de fin
de cursos tenía la sociedad tulancinguense ocasiones de sobra para bailar y
divertirse. Existían desde luego varios ricos y estirados, los dueños de los
ranchos, las fábricas y los grandes comercios, pero ya para entonces había
carretera, la que pasa por Pachuca, y vivían en la capital la mayor parte del
mes... ¡En el candil ni se fije! Ni siquiera está conectado. Ya no hay foquitos
de esa medida. Eran alemanes, del año de maricastaña.
—Es muy bonito, señora —dice Danny.
4
—Será que fui una chica
distraída, o boba, pero no me enteré de que pasara nada en Tulancingo hasta que
me casé. Mi Isidro se dedicaba a hacer quesos: él fundó la marca “La Princesa ”, que cuando
enviudé se la traspasé al licenciado Zapata, un señor muy culto que hasta daba
clases de francés, pero le convino más dedicarse a los quesos. Entonces
ocurrieron dos noticias de escándalo, que incluso se publicaron en la capital:
la llegada de los protestantes y el asesinato del padre Panchito. Los Testigos
de Jehová se colaron poco a poco, casi sin que la ciudad se diera cuenta.
Convencieron a gente muy pobre de las afueras: los adoctrinaron, los vistieron
como agentes de funeraria, y los mandaron a predicar como profesores a las
calles más adineradas. Tocaban muy mustios la puerta y decían: “Les traemos un
mensaje del Señor”. Eran muy sermoneadores y pedantes, y dizque nos querían
enseñar la Biblia ,
como si no nos pasáramos la vida entera de misa en misa. Si algo abunda en Tulancingo
son los rosarios, las novenas, los sermones y los evangelios. Pero el caso es
que casi nunca habían terminado siquiera la primaria ni sabían hablar con
corrección. En cambio nuestros curas ya ve que se las dan de eminencias:
teólogos, filósofos y no sé cuántas cosas más. Primero nos burlábamos mucho de
los Testigos. Les decíamos que antes de hablar de Cafarnaum se aprendieran las
tablas de multiplicar. Pero de repente, en las seis iglesias católicas de
Tulancingo, al mismo tiempo, se nos puso en alerta. Se trataba de una invasión
sajona-protestante en contra de México y de la Virgen de Guadalupe. No
sólo eran herejes, sino traidores a la patria. A la salida de misa, los curas
nos regalaban calcomanías con la imagen de la Virgen de Guadalupe y el letrero “Somos católicos
y no admitimos propaganda contra nuestra Santa Religión”, para pegarlas en
puertas y ventanas. Hasta en los parabrisas de los coches. A los Testigos les
azotábamos la puerta en las narices, y ni se inmutaban: supongo que cada azotón
de puerta les ganaba indulgencias para el cielo, o como las llamen en su
religión. Los curas decían que se trataba de una invasión en forma, que lo
mismo ocurría en todas las ciudades del país. Que los Estados Unidos querían
comprarnos por un plato de lentejas, con todo y la Virgen de Guadalupe. Nos
sentimos patriotas. Mirábamos feo a los Testigos. Los niños de la escuela de
monjas Fray Pedro de Gante los correteaban a pedradas. Hubo unos cuantos
descalabrados. Entonces los Testigos fueron a quejarse a Pachuca, y ¡claro!, en
Pachuca les dieron toda la razón: Tulancingo era un antro de mochos salvajes: y
se nos advirtió que “toda ofensa o trasgresión a la Libertad de Cultos sería
firmemente castigada por la autoridad, conforme a la Ley ”. Así lo publicó Claridad. El periódico de los trabajadores. En realidad, a mí me caían más
gordos los políticos de Pachuca que los Testigos, y más Pachuca que los Estados
Unidos, sobre todo entonces, cuando compramos televisión y veíamos caricaturas.
Los curas nos prohibían muchas películas, telenovelas y radioteatros por
inmorales, pero no las caricaturas, aunque también fueran de protestantes. Yo
me imaginaba que los Estados Unidos eran el país de las caricaturas. Puro Gato
Félix en Nueva York... El caso es que los Testigos se ensoberbecieron con el
apoyo pachuqueño y de la CROM ,
y compraron una casa en plena floresta, frente a catedral, para levantar su
templo. La estatua de Juárez en mitad de la floresta, de cara también a
catedral, como vigilándola, era todo lo que Tulancingo podía tolerar de
“libertad de cultos”. Las cofradías y las escuelas particulares organizaron una
manifestación callejera contra la construcción de ese templo “invasor”. Toda
una verbena. Nunca se había visto una manifestación, como no fueran los
desfiles escolares del 16 de septiembre y algunas mascaradas en carnaval, pero
decentes, a medio día: un simple cortejo de carros alegóricos con pierrots y
colombinas. Quizás San José, que tiene su capillita junto a catedral, nos hizo
el milagro de sembrarle alguna neurona a las autoridades de Pachuca, y
sospecharon que dos templos antagónicos tan cercanos en plena floresta
propiciarían muchos pleitos los domingos, o algo así. Cedieron los Testigos y
levantaron su templo, muy chiquito por cierto, a cuadra y media de ahí...
¿Usted no es Testigo de Jehová, verdad? Digo, porque no quisiera ofenderlo.
—No, señora, también soy católico.
—¡Me quita un peso de encima! Tenía usted una cara tan seria
que dije ¡ya metí la pata!
—No se preocupe, señora, ¿y ese reloj, también es antiguo?
—Antiquísimo, ¡y funciona! Le doy cuerda todos los días.
5
—El otro gran escándalo
corrió como pólvora un mediodía de sábado. ¡Habían asesinado al padre Panchito!
Nadie quería en Tulancingo a ese sacerdote viejo, chimuelo, paupérrimo. Su
sotana parecía más verde que negra, de lo usada, y con sus parchecitos. “¿Cómo
es que el señor obispo no le manda hacer otra sotana? Si todos los días luce
traje nuevo y tiene tres coches”, decían las chismosas. Pero las beatas
respondían: “Le da mucho dinero, pero el padre Panchito es así, avaro y
fodongo. Se lo guarda. Y nunca se baña.” “No me confieso con él, me dijo mi
amiga Clara, porque tiene un aliento a infierno y apesta a sudor de meses. ¿Has
visto que se atreve a consagrar la hostia con las manos puercas, con unas
uñotas bien negras?” El padre Panchito tenía una capillita muy vieja, dizque
colonial, que más bien parecía troje abandonada de película del Charro Negro,
lejísimos, más allá de las milpas, en una ranchería llamada Santa Anita de los
Quelites. Servía como cura de los campesinos de ese rumbo. Pero vivía en el
centro de la ciudad, con su prima Flora: nadie podría decir cuál de los dos era
más viejo (aunque él, desde luego, le llevaba unos veinte años), más feo, más
sucio y más tacaño. Una se encontraba regateando a Flora en el mercado por un
solo rábano, por tres ramitas de perejil, por un jitomatito medio podrido.
“¿Cómo te voy a comprar por kilo, marchanta, le decía a la india, si nomás
guiso para el padre Panchito y para mí, que comemos con templanza?” Hasta las
marchantas la despreciaban y le regalaban las hierbas más ajadas, más
revolcadas que tuvieran por ahí, nomás para que no les siguiera ahuyentando a
la clientela. Yo la escuché alegar con una de ellas: “¿Cómo me quieres vender
en diez centavos este ramo de epazote; si nomás lo arrancaste del cerro y ya?
Que sean cinco y te va bien”... Parecen figuritas de porcelana, ¿no? Dan esa
impresión por el cristal de la vitrina. Pero son de migajón laqueado. Hubo un
tiempo en que todas las mujeres de Tulancingo tomábamos clases de arte en
migajón. Las azucenas me salían chulísimas.
—Muy bonitas, señora —dice Danny.
“La gente que no conversa, una de dos: o no piensa nada o
tiene puros malos pensamientos”, reflexionó la señora Elvira.
—Flora había pecado, y cuando ya estaba más que madura.
Quién sabe cómo lo logró. Pagó su culpa en vida, lo que dicen se toma muy en
cuenta para descontarle castigos en el purgatorio: quedó abandonada y casi se
muere en el parto. La acogió su primo el padre Panchito, con una niña muy
güerita, monona, pero algo bizca. La niña creció en la soledad con que se
castigaba en Tulancingo a los hijos naturales. Había malhablados que sugerían
que el padre Panchito se emborrachaba a escondidas, a solas como buen
maniático, con el vino de consagrar; y que una noche... “pues a la prima se le
arrima”, como dicen, ¿no? Pero la niña era muy güerita, y tanto Flora como el
padre Panchito muy prietos. Seguro el papá fue uno de esos rancheros güeros que
a veces vienen de Ixmiquilpan, dizque descienden de ingleses. A lo mejor se fue
a confesar todo borracho a la capilla, y ahí se aprovechó Flora. La niña salió
a la madre. Se fugó antes de cumplir los quince años. Era marisabidilla, por la
disciplina que le imponía su tío: contaba con su primaria, su buena caligrafía,
sus nociones de taquigrafía y mecanografía. Todo lo que se necesitaba entonces
para ser secretaria o dependiente en un establecimiento chico. Que se había ido
a Tuxpan; que no, que a México; que no, que a Pachuca; que no: que hasta
Tamaulipas había ido a dar. Yo tenía ya a todos mis hijos cuando ocurrió el
crimen. Dispuse de dos fuentes de información: Claridad. El periódico de los trabajadores, insinuaba que el avaro
padre Panchito había escondido un dineral de limosnas y de los ingresos de sus
servicios religiosos en su casa, además de múltiples joyas y libros viejos que
un antiguo obispo le había dejado en custodia, cuando huyó en la época
cristera. En su casita, o enterrado en la capillita, ocultaba ese tesoro. La
niña, decían, lo había descubierto y muchos años después se lo había contado
todo a un amasio. Y que regresó entonces la mujer con el amasio, dizque para
presentárselo a su mamá y a su tío, pues se pensaban casar. En la casa, dicen,
amarraron y amordazaron a Flora. Y dieron tormento al padre en plena capilla,
una noche, hasta que falleció. Excavaron silenciosamente toda la casa y toda la
capilla sin que nadie se diera cuenta. Eso sería un miércoles o jueves. El
doctor Garduño opina que Flora murió infartada con su esparadrapo y enredada en
mecates. El padre Panchito quedó descuartizado a machetazos como santo mártir,
sobre el propio altar. Lo descubrieron sus feligreses cuando el domingo
encontraron la capilla cerrada. Esperaron y esperaron hasta que les entró la curiosidad
y se treparon a observar por las ventanas. ¡Y qué espectáculo! Pero los curas y
las beatas no se creyeron el cuento masón: se trataba de una conjura contra la Iglesia. Acusaron
a los Testigos y a los campesinos borrachos de los alrededores, que como
seguían siendo algo indios, pues a lo mejor les quedaba algo del culto al
diablo y de los sacrificios humanos. La autoridad municipal fue “salomónica”,
como diría el doctor Garduño. Ordenó la búsqueda de la sobrina, aunque nadie la
hubiese visto en veinte años, ni a su acompañante. Pero había otro detalle,
añadió mi marido, haciéndose el detective: el trabajo de excavación requería
muchas manos de hombre. La autoridad trabajó pues en dos frentes. Se publicó
por todo el país, ¡como si se pudiera reconocer a una mujer madura en una
imagen de angelito!, la foto de la niña medio bizca en su primera comunión:
“¡ASESINÓ A SU PROPIA MADRE Y A SU TÍO SACERDOTE!”; con su nombre completo y
algunos viejos documentos que sacaron del Colegio Plancarte, la escuela católica
para niñas, donde lucía por cierto una caligrafía envidiable en composiciones
devotas sobre las apariciones de Fátima. Y les arrancó a palos una larguísima
confesión, de veras horripilante, a media docena de campesinos, todos ellos
malvivientes y con antecedentes de peleoneros. Nunca apareció la mujer. Y
después de unos años, el gobierno de Pachuca se aburrió de estar “manteniendo”
a los presos y los puso en libertad.
Danny reprime bostezos y mira su reloj de pulsera. “¡Qué mal
educado!, piensa la señora Elvira: Bien podía mirar disimuladamente el reloj
antiguo que dizque tanto le gusta.”
—¡Pero diga algo por Dios, buen hombre! ¡Parece que los
ratones le comieron la lengua! Hasta me da pena estar yo sola de platicadora...
¿O prefiere que prenda la tele?
—De ninguna manera, señora. Me interesa muchísimo todo lo
que usted dice. Pero así soy yo, callado, ¿qué se le va a hacer?
—Pues hablar.
—Es que no se me ocurre nada, señora.
—Sírvase otro anisito, a ver si así.
6
—Si bien al principio el
clero local se puso de luto y abundaron las misas por el alma del mártir,
víctima quizás de algún secreto importante comunicado en confesión, poco
después mostró incomodidad y fastidio hacia el padre Panchito, quien
ciertamente no constituía ninguna figura edificante del sacerdocio. Se supo que
era medio maníaco, aunque no loco; digo, de los de atar. Todo lo hacía mal y en
desorden, de modo que nunca lo aceptaron en buenas parroquias. Bilioso. Y con
medio mundo terminaba de pleito. Un antiguo obispo, por caridad, lo mandó a esa
capillita abandonada, donde no desentonaría entre los pobres rancheritos.
“Acaso tuvo algún intercambio de insultos con un loco o un matón”, piensa el
doctor Garduño. Porque le digo que el padre Panchito era muy corajudo y
malhablado con los pobres, aunque muy callado frente a la gente decente
(¡zámpate esa!). Que Dios lo guarde en su seno. Ahí no terminó el asunto. De
repente todo Tulancingo se enteró de que poseía un tesoro colonial: una capilla
de origen franciscano, la que digo yo troje abandonada de película del Charro
Negro. No había sido muy saqueada porque nada tenía de valor, salvo seis
candeleros, el crucifijo, la custodia y el cáliz, todos de metal barato apenas
sobredorado, que luego aparecieron en Tepito. ¡Pero la capillita dizque
resultaba todo un tesoro histórico! Se formaron varias cofradías para
defenderla. Nuestra defensa consistió en hacer muchas juntas; y luego, todas
las mujeres en bola, pálidas y temblorosas, armadas de rosarios de Roma, con
astillitas de la cruz de Cristo, por si nos encontrábamos a un salteador, en
darnos de vez en cuando una vueltecita a media tarde por Santa Anita de los
Quelites. Aprovechábamos el viaje, desde luego, para comprar quelites frescos
casi regalados. La capilla estaba cerrada con cadenas y candado desde la muerte
del padre Panchito, y sus ventanas clausuradas con tablones. Al obispado no le
importaba recuperarla: le salía más barato levantar una iglesia moderna en
cualquier otra parte. El gobierno mandó unos arqueólogos que rastrearon unos
cimientos, unos tepalcates. Luego ocurrió un temblor, y la iglesita por fin se
vino abajo de una buena vez. Ahí acabó todo el cuento. Durante unos años
algunos aventureros anduvieron rastreando a escondidas entre los escombros, a
ver si de veras había joyas eclesiásticas ocultas. Luego se construyó la
moderna carretera, que pasa por ahí, y algún listo, quién sabe cómo, se hizo de
ese terreno y edificó encima un enorme restorán para traileros. Se llama “Las
tripas de don Panchito”, para que no se diga que en Tulancingo no hay sentido
del humor; y su menudo se ha vuelto tan famoso que en ese tramo siempre se ve
una larga cola de tráilers estacionados. Se lo recomiendo. Mi pobre estómago ya
no soporta esas suculencias. ¡Pero la barbacoa no, ésa nomás en el mercado!
Dicen que “Las tripas de don Panchito” vende la barbacoa que le sobró a “El
Becerro de Oro” el día anterior... Esto es todo lo que recuerdo de Tulancingo.
Ahora mis amigas me cuentan más cosas ocurridas en un solo día, que todas las
que conservo en la memoria. Y hasta afirman que exagero, que fantaseo; que con
eso de que ya estoy tan vieja, ya chocheo... ¡Cómo tarda la ingrata de Chabela!
¡Ya son las ocho y media! ¿No quiere un cafecito con leche?
Danny lo acepta.
Mientras prepara en la cocina el café con leche, de repente
le entran a la señora Elvira unos temores, unos trasudores, unos escalofríos.
Se ve tan anciana y en acolchonada bata vieja como intenta aparecer. Y sola, de
noche, con un hombre desconocido y raro, en una casa enorme y llena de
antigüedades. Siente que Danny no es mudo ni se llama Danny. Que nomás se hace
el mudo para dejar pasar el tiempo mientras ella habla y habla, y entonces ¡dar
el golpe! Que la ve como el asesino
debió haber mirado a Flora y al padre Panchito tantos años atrás.
¿Chabela se habría vuelto loca, o desnaturalizada, como para
traérselo? ¿De veras creería el mudo que ella era una vieja avara, y que tenía
en el patio o en el jardín, en los altos del ropero o en los colchones, algún
tesoro oculto?
Se ve por un momento amordazada y amarrada en su cama,
mientras Chabela, el acompañante y sus cómplices desbarajustan toda su casa, en
busca del tesoro. Esconde un cuchillote de cocina debajo de la bata, por si las
dudas. Se le hace un nudo en la garganta y le tiembla la mano al servir las
tazas de café con leche.
Casi se le cae la jarra del espanto al escuchar de pronto el
estrépito. Es Chabela, quien regresa ruidosamente acompañada de varias señoras,
sus antiguas amigas: a todas quiere presentarles a su futuro esposo: “un
quiropráctico de lo más distinguido en Matehuala”. Carga tamales como para todo
un ejército.
—¡A ver! ¡El novio! ¡El novio! ¡No sabe usted el estuche de
monerías que se ganó con Chabela! —gritan todas.
—Lo sé, lo sé —dijo Danny sopeando su café con leche—, ¡es
una santa! ¡Si vieran cómo la quieren mis hijos!
El gordo Danny era viudo y no se daba abasto, el muy
enmudecido, con la educación de dos hijos chiquitos.
—¡Ya le dicen “mamá”! —confiesa Danny a la señora Elvira.
—Pues me los tienen que traer pronto, antes de que me muera
y ni quién se entere hasta que salga la peste por las ventanas... Ah, y para
entonces que ya estén acostumbrados a decirme “abuelita” —dice la señora
Elvira, y corre a la cocina por platos y a deshacerse de su cuchillote
escondido.
Se burla de sí misma: “Ahora sí que estás bien chocha,
Elvi”. Pero, a la vez, siente que quien le susurra esa frase en el alma es el
guasón de su marido Isidro. ¿Se escucharán esa noche por todo Tulancingo carcajadas
de algún ánima en pena? “¡Nomás te oigo reír, y pongo tu retrato de cabeza”,
amenaza mentalmente al finado. “¡Y no le vayas con el chisme al doctor Garduño,
cuando esté dormido!”.
La señora Elvira sospecha que el difunto le cuenta cosas en
sueños a su amigote, pues el doctor Garduño siempre sabe, misteriosamente, si
ella toma o deja de tomar adecuadamente las medicinas; o si le echa sal a su
comida, lo que tiene prohibidísimo, al igual que el anís, las conchas con nata,
el café con leche, la manteca, los tamales, la carne de cerdo y un montón de
manjares más.
Empieza pues la tamalada. A todas las señoras les parece de
lo más normal que la viejita llore un poco por la emoción de ver a su hija
nuevamente segura y encarrilada. ¡Y tener nuevos nietos, aunque políticos! Ya cuenta con ocho legítimos. Ahora serán
diez.
Chabela olvida todo rencor por los regaños telefónicos y le
planta un besote a su mamá en plena mejilla.
—Ay, Chabela, tú siempre de melcochosa.
Como todas las invitadas hablan a la vez, ninguna se fija en
que Danny es un gordo aburrido y mudo. De cualquier manera, piensa la señora
Elvira, un distinguido quiropráctico de Matehuala representa un razonable
partido para una mujer estéril, divorciada y entrada en años. “¡Pobre Chabela!
Ojalá ahora sí sea feliz y no se pase sola, ella y su alma, el resto de sus
días.”
—En Tulancingo no hay muchos quiroprácticos —propone
hábilmente la señora Elvira—; y con nuestras relaciones, le conseguiríamos
pronto harta clientela... ¡Y ya ve que en esta casa sobra espacio para todos!
Horas después, cuando se retira a dormir, mira con severidad
el retrato de su marido en su marquito de plata, sobre la mesita redonda con
mantel de encaje: “¡El Acapulco de las ánimas en pena...!” Yo nomás te digo,
Isidro...”
No hay comentarios:
Publicar un comentario