LOS VIERNES DEL CHICO
Durante el primero de los tres lustros que
Carlos Monsiváis dirigió o “coordinó” el suplemento cultural “La Cultura en México” de Siempre!, de 1972 a 1977 (cuando se funda
Unomásuno, y poco antes Proceso), ofreció una publicación
exageradamente política y muy poco cultural.
No
dejaban de concurrir, para cubrir las apariencias, algunos poemas, algunos
ensayos, algunas traducciones literarias. Pero todos sabíamos, y se
evidenciaba, que en esa época la principal función del suplemento era la de
propiciar y divulgar el pensamiento político de la izquierda mexicana. Ese
suplemento llegó a ser el sitio fundamental de las discusiones y protestas
izquierdistas.
Con
absoluta injusticia, algunos enemigos de la izquierda de entonces, encabezados
por Octavio Paz, calificaron a ese suplemento de rojo y hasta de “estalinista”.
No lo era. Jamás aparecieron en sus páginas opiniones que defendieran el poder
soviético, aunque hubo cupo para algunos trotskistas.
Por
lo demás, la izquierda mexicana no se caracterizaba como prosoviética, salvo el
Partido Comunista, el cual no formaba parte importante del suplemento (ni de
cosa alguna: su secrecía le servía sobre todo para disimular lo minúsculo e
insignificante de su presencia). Se trataba de muchas izquierdas nacionalistas,
antigubernamentales, estudiantiles, culturales, obreristas, campesinistas,
indigenistas y populistas.
Algunas
destacaban. Había quienes revisaban, con frecuencia desde los poco rojos
cubículos de El Colegio de México, y desde los algo más encendidos de la UNAM , la trayectoria de la Revolución Mexicana.
Fue una obsesión de aquellos años rescribir y reinterpretar la Revolución Mexicana ,
semejante a la posterior sobre la democracia.
Otros
profesores y escritores, apoyados especialmente en las experiencias de la
izquierda italiana y lo que se denominaría “eurocomunismo”, buscaban a toda
costa reformar el “socialismo real” y llegar a un “socialismo democrático”.
Los
más se ocupaban de la crítica de la local violencia gubernamental (represiones
ordenadas por el poder público; matanzas de campesinos, obreros y estudiantes;
desaparecidos políticos) y de la embrollada trama de demagogia, autoritarismo e
insensatez de la administración de Luis Echeverría. Luego, del cesarismo
petrolero de López Portillo.
Finalmente,
como era natural en un suplemento que había elegido como público privilegiado a
los estudiantes universitarios, se discutía mucho las secuelas del movimiento
de 1968 y el sindicalismo universitario. De ahí se pasó a la que, en mi
opinión, fue la fase política más importante y entusiasta de nuestra
publicación: el apoyo al sindicalismo independiente, especialmente al que se
congregaba alrededor de Rafael Galván. Raúl Trejo Delarbre destacó en esta
tarea. José Woldenberg recuerda esas atmósferas y luchas en sus Memorias de la izquierda.
Por
lo demás, el propio Monsiváis aparecía abiertamente como enemigo del
estalinismo, del sovietismo y del despotismo de Fidel Castro. Carlos Pereyra y
Rolando Cordera encabezaron a su lado el ala política del suplemento. A partir
de la fundación de Proceso y de Unomásuno, que retomaron con mayores
alcances esas tareas ideológicas, fue moderándose paulatinamente aquel carácter
tan político, y quedó más espacio para la cultura, especialmente para la
literatura.
ENTRE LITERATOS TE VEAS
Monsiváis es una persona olvidadiza, o ha
tenido la mala suerte de reunir en su torno a mucha gente olvidadiza. Sus
recuerdos del suplemento casi nunca coinciden con los de quienes colaboramos
con él cinco, diez o quince años. Varios han contradicho públicamente sus
afirmaciones. Hay por ahí algún problema de deficiencia o de manipulación de la
memoria.
Yo
no estaba interesado ni preparado para participar en esas hazañas políticas,
salvo como editor y corrector de galeras, y como lector. No me corresponde
hablar de tales aventuras ideológicas. Me preparaba y me interesaba mucho, en
cambio, en la literatura, esa trastienda del suplemento que resultaría a final
de cuentas bastante afortunada (la mayoría de los escritores que se iniciaron
ahí ha producido obra abundante de diversa importancia) y, a la vez,
desastrosa: con la única excepción del diplomático de carrera José María Pérez
Gay, todos los literatos de “La
Cultura en México” terminamos mal esa aventura. Desde el
primer año ocurrieron pleitos encendidos entre los literatos, y así se siguió
en esa cuesta de abrojos hasta 1987.
Nunca
supe por qué Monsiváis decidió rodearse, en lo político, de autores
experimentados, ya profesores universitarios y hasta doctores, de renombre e
influencia nacionales, y en cambio convocar para lo literario a puros jóvenes
escasamente conocidos o de plano novatos (incluso de 20 ó 21 años, edad a la
que yo ingresé buscando... ¡la poesía!)
Lo natural habría sido acudir a escritores famosos de su propia
generación, como Zaid, Pacheco, José Agustín.
Decía
que quería “echar a perder suplementos para formar nuevos escritores”; sonaba
bonito y se lo creíamos: ahora me suena a un vals. Sospecho que no deseaba
rivales, compañeros de su nivel, sino discípulos dóciles. Lo que resultó triste
para todos: demasiado inexpertos, los jóvenes o novicios literarios convocados
nos lo tomábamos todo muy, pero muy a pecho; nos apasionábamos totalmente; y de
tal pasión a las grandes broncas internas hasta por fruslerías no había sino un
paso.
Nos
sentíamos a ratos manipulados o engañados y lanzábamos grandes gritos de
guerra. Aguilar Mora continúa gritando, iracundo. Renunciábamos y nos
apartábamos dos o tres veces por semana, aunque también dos o tres veces por
semana retornábamos, tras la flauta de Hamelin de los telefonazos de Monsiváis.
A veces hasta nos cantaba al teléfono “Estrellita” para disiparnos el mal
humor.
En
cambio el ala política, donde ocurrían discusiones profundas —conoció incluso
amenazas de muerte por su condena de la violencia “ultra” o guerrillera—, se
mantenía en relativa paz interior. Eran hombres (algo precozmente) maduros. Si
Monsiváis reunió jóvenes literatos para ahorrarse las confrontaciones que temía
entre autores de su edad, su experiencia y su prestigio, obtuvo el resultado
opuesto: pleitos y pleitos. Parecía disfrutarlos.
Los
muchachos también salimos perdiendo: gastamos demasiada pólvora juvenil en los
infiernillos de disputas y rencores de pandilla. Ojalá cada quien se hubiera
dedicado a avanzar solitariamente en lo propio, y santa paz. Desde mediados de
los ochentas he seguido tan apacible ideal, que diría Quevedo:
Retirado
en la paz de estos desiertos,
con
pocos, pero doctos libros juntos,
vivo
en conversación con los difuntos
y
escucho con los ojos a los muertos.
Si
no siempre entendidos, siempre abiertos,
o
enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y
en músicos callados contrapuntos
al
sueño de la vida hablan despiertos...
Sea
como fuere, el ala literaria del suplemento siempre se distinguió, precisamente
a causa de su juventud y de sus robustos y novicios egos literarios, por su
apasionamiento. Mucho ardor, muchas ilusiones, mucho trabajo (con frecuencia
era preciso traducir o escribir docenas de cuartillas del sábado al martes,
porque no había llegado a “la redacción” —el propio domicilio de Monsiváis—
material suficiente). Y pleitos, pleitos.
EL VERANO DEL 77
En 1977 el equipo literario renunció casi en
masa, por razones “políticas”. Estaba por fundarse Nexos (con Enrique Florescano), una revista que ya no pagaría papá
Pagés Llergo, como en Siempre!, sino
la publicidad que consiguiera, y que en buena medida provendría necesariamente
del gobierno y de las universidades. Como cualquier otra publicación. No había
entonces muchos otros anunciantes, ni más “puros”.
Declararon
que estábamos conformando “una cultura del poder”, como si la revista Siempre!, de donde proveníamos, no se
financiara con pura publicidad oficial. Como si mal que bien, todos los
escritores del suplemento no trabajásemos, a falta de otras fuentes de empleo
—no éramos juniors ociosos—, en
universidades públicas y oficinas de gobierno, o en la entonces abominada
Iniciativa Privada; no obtuviéramos chambas, becas o premios con cargo al
erario, o al capital privado y hasta —¡horror!— norteamericano; no publicáramos
en editoriales y otros medios que también recibían publicidad o contratos
oficiales y universitarios. Y en cuanto a la orientación política y cultural de
nuestros escritos, opino que aun hoy, bien mirado, seguimos mostrando todos
muchas más semejanzas que diferencias. Lo que celebro.
Por
su destacada importancia como escritores, y por el cariño (a ratos erizado,
pero constante y profundo —en lo que a mí respecta, perdurable—) que nos había
unido, la deserción de Héctor Manjarrez, Jorge Aguilar Mora, David Huerta y
Paloma Villegas (y algún otro, como Evodio Escalante) provocó un escándalo
cultural y una profunda resquebrajadura interna. Yo me explico esa renuncia
simplemente como una más (pero la gota que derramó el vaso) de las constantes
explosiones emotivas: causó envidia e irritación la mancuerna, entonces sólida
y feliz, de Aguilar Camín con Monsiváis. Esta resplandeciente mancuerna pareció
súbitamente marginar y echar sombra sobre el resto del equipo.
Con
un desplante que ahora no puedo interpretar sino como un claro desdén por la
literatura, Monsiváis me encargó —¡a mí, el más huraño y antisocial de todos!—
que sustituyera a los renunciantes con nuevas tropas de geniales muchachos
inéditos. Me quedé mirando al vacío, y casi me imaginé situado en una salida
del metro con una pancarta: “Se solicitan colaboradores geniales para el
suplemento de Siempre!”
¿Por
qué no llamó a los abundantes autores conocidos de treinta o cuarenta años?
Quería puro chamaco. Además, le interesaban los escritos políticos y le
fastidiaban los literarios, posición exótica cuando se dirige o coordina un
suplemento cultural. ¿Dónde encontrar un equipo casi adolescente de la calidad
de quienes renunciaban? Parecía decirme: “Anda, vete a buscar unos cuantos
chavitos literatos al mercado. Total, son pura literatura...”
Hice
mi esfuerzo. Contacté, a través de mis profesores de Filosofía y Letras, a
algunos estudiantes aplicados. Recurrí al Taller de Poesía Sintética, el
Taposín, de Ciencias Políticas, a cuyos veinte o treinta integrantes
(especialmente Roberto Diego Ortega) había conocido en la aventura de los
libros de papel estraza, cartón y mecate de Ediciones El Mendrugo, de Elena
Jordana, que en 1976 vendí con ellos en un puesto del metro Pino Suárez. Recibí
muchos poemas, que se publicaron, pero escasos artículos, que Monsiváis
invariablemente rechazaba de un vistazo (sin embargo, publiqué algunos, aprovechando
sus viajes o distracciones.)
El
suplemento había heredado de su antigua época, con Fernando Benítez —Paz,
Fuentes, Cuevas, Rojo, Rulfo, Cardoza, García Terrés, García Ponce, García
Cantú, García Riera, Pacheco, Monsiváis, Piazza—, la fama de “mafia” literaria,
que también resultaba injusta en nuestro caso: para empezar, los jóvenes o
novatos desconocidos no conforman mafias de alcance nacional: carecen de tal
poder —si hubo “mafia” en nuestro suplemento, estuvo siempre integrada por una
sola persona—; necesitábamos colaboradores y los buscábamos por todas partes
todo el tiempo. Nos urgían. Recibíamos puros poemas —poemas, poemas, poemas—,
casi ninguna reseña de libros. Por lo demás, tampoco Monsiváis consiguió mayor
cosa.
Cualquier
editor de suplementos y revistas culturales conoce esta situación: todo mundo
quiere publicar sus “creaciones”, pero no ponerse a escribir decentes reseñas y
artículos periodísticos, a cambio de la escasa remuneración que se obtenía, y
se sigue obteniendo, en esos medios. Y del ínfimo prestigio o gran desprestigio
que se logra con aparecer como “crítico” y no como poeta.
Todos
los jóvenes querían los laureles del éxito poético; casi nadie se apuntaba para
la talacha de las traducciones, reseñas, artículos y crónicas de periodismo
cultural. ¡Y mucho menos para un escandaloso suplemento izquierdista y dizque
enemigo del Establishment cultural y
de Octavio Paz!
EL REHÉN DE LOS FEDAYINES
Monsiváis me ponía cara de cólico cada lunes
que no recibía, envueltas para regalo, las tres o cuatro docenas de geniales
articulistas inéditos, descubiertos por medio de una lámpara de Aladino. En los
tensísimos meses posteriores a la renuncia de nuestros antiguos compañeros,
ocurrieron unas 10 ó 20 de las 50 ó 60 veces que renuncié al suplemento durante
los quince años que apareció mi nombre en el “Consejo de Redacción”. El cual
fue un absoluto fantasma, un mero membrete hasta los años ochenta, cuando
Monsiváis se encontró con la horma de su zapato. (También pasaron, fugaz o
simbólicamente, por ese consejo o lista de “celebridades”, Elena Poniatowska,
Luis González de Alba y Adolfo Castañón.)
¿Para
qué formar un Consejo de Redacción directivo —desapareció el puesto de
director, que fue reemplazado por el de un mero “coordinador”, rotativo por temporadas—
con casi puro joven, desconocido y novato? Todo mundo sabía que el suplemento
era coto exclusivo de Monsiváis, por decisión soberana del dueño de la revista.
“Para
trabajar democráticamente”, decía él; sonaba bonito y se lo creíamos. Ahora también
me suena a un vals, sobre todo cuando me entero —no acostumbro gastar suela en
cocteles, de modo que tardo años en enterarme de los chismes de la Culturiux , que decía
José Agustín— de que algunas decisiones que él tomaba e imponía sin consultar
ni informar a nadie, nos las achacaba telefónicamente o en los mentideros
culturales a “los muchachos”.
Se
proclamaba víctima o preso de una banda de fedayines literarios. Así se evitaba
que le reclamaran en alguna cena o en algún coctel esas reseñas “asesinas” que
estilábamos, siguiendo su inspiración y hasta sus instrucciones precisas, como
la de denunciar “la tala de bosques” que practicaba el gobierno para
desperdiciar el papel en los “bodriescos” títulos literarios de la colección
Sep-setentas. “¡No puedo hacer nada, son unos energúmenos, unos enloquecidos!”
La historia de “Yo no fui, fue Teté”.
Ciertamente,
en mi caso, yo quise escribir algunos vituperios encendidos contra Paz,
Fuentes, la generación de la Casa
del Lago, etcétera, que sigo reconociendo y he recopilado en mi Crónica literaria (1996). Pero recuerdo
que alguien me sugería, estimulaba y festejaba tales desplantes; que los
aprobaba y hacía publicar. Algunos artículos anónimos o semi-anónimos
(iniciales perdidizas), más incendiarios aun, contra tales o cuales
personalidades e instituciones de la cultura, provenían de la pluma suprema,
aunque redundaran en el antiprestigio fedayín de “los muchachos”. ¿Quién
escribía las andanadas contra Francisco Zendejas y el “lacayuno” Premio
Villaurrutia, a partir de que Elena Poniatowska lo rechazó?
Con
los años me he encontrado varios escritores que me reprochan la “intolerancia”
de haberles ninguneado sus artículos, de los que nunca me enteré ni por asomo.
Pero corría la versión oficial de que los platos rotos se debían exclusivamente
al Consejo de Redacción de fedayines, y no a su gentil y bondadoso rehén con
título de coordinador.
Recuerdo
también que ciertos articulistas que escribían los elogios interesados,
adulones y rutinarios —que ahora se han vuelto epidemia—, sobre escritores
importantes de quienes esperaban algún premio, chamba o recomendación, se
vieron rechazados por ese supuesto Consejo de Redacción. Bien hecho, aunque el
mérito no siempre fuera nuestro.
Mi
memoria me dice: podíamos sugerir (y en general, a partir del tormentoso verano
del 77, sólo sugeríamos temas universales y “culturalistas”, para no atizar la
hoguera de los pleitos internos), pero todo lo aprobaba o rechazaba una sola
persona. Todas las campañas en favor o en contra de autores, instituciones o
corrientes tenían un solo origen. Jocundamente cómplices, claro, y por más que
discutiéramos horas en las reuniones, en realidad los veintiañeros desconocidos
y novatos nos ocupábamos simplemente de la edición y corrección del suplemento,
y de escribir nuestros propios artículos, bajo nuestra firma (pocas veces
rechazados, porque amenazábamos con guerra, pero más de una vez tasajeados y
corregidos por la Mano
de Dios, que dijo Maradona.) Sin embargo, efectivamente ocurrieron varios ruidosos
rechazos, y más pleitos.
Escribo
esto porque en su despedida formal, solemnota y cursi, en 1987, Monsiváis clamó
con toda la boca que la función de “su” suplemento había sido promover y
encomiar a muchos autores a quienes, como ellos mismos lo supieron en carne
propia, solíamos dar pamba una y otra vez. Alguien ha perdido o manipula la
memoria.
¿De
veras, en serio, la política cultural de ese suplemento no fue abolir el
“vergonzante, obsoleto, provinciano” Establishment
cultural? ¿No había un pastor evangélico que nos predicaba “la expulsión de los
mercaderes” del templo cultural?
LOS CHICOS DEL CHICO
La solución, sin embargo, estaba en casa
desde 1975. En diciembre de ese año Luis Miguel Aguilar había entregado unos
bellos poemas, que estuve a punto de echar a perder porque venían sin firma, y
escuché mal, por teléfono, el nombre del autor. El error se pudo arreglar en
galeras, pues ya las corregía el propio Luis Miguel. Pero no nos conocimos sino
hasta principios de 1977, cuando se nos encargó de la Revista de la Universidad
(editamos sólo 5 ó 6 números, ya que renunciamos patrióticamente cuando la policía
invadió CU).
Luis
Miguel conocía una tropa de amigos dispuestos a encargarse de la talacha
periodística. Algunos eran tan jóvenes o novatos todavía que no se atrevían a
lanzarse de inmediato al artículo largo, de modo que formamos una sección
fragmentaria de reseñas, traducciones, aforismos, comentarios: “De cal y de
arena”, título que daría nombre a la editorial que fundamos diez años después,
en recuerdo de nuestra primera tarea común. Los artículos, y luego los ensayos
en forma, no se hicieron esperar muchos meses.
Eran
Rafael Pérez Gay, Sergio González Rodríguez, Delia Juárez, Alberto Román,
Antonio Saborit y Luis Franco Ramos. Roberto Diego Ortega y yo nos integramos a
su banda. Nos reuníamos los viernes, después de cobrar en Siempre!, en el restorán español El Chico de Avenida Nuevo León,
entre Sonora y Álvaro Obregón. Asistían también, con menor frecuencia, Arturo
Acuña, Arturo Dávila, Manuel Fernández Perera, Enrique Mercado y Álvaro Ruiz
Abreu. A veces nos visitaban Héctor Aguilar Camín y José María Pérez Gay. (Con
los años nos mudamos a otros restoranes, como La Bodega , Los Guajolotes, el
Hipocampo de la calle Chilpancingo).
De
modo que Monsiváis obtuvo finalmente, envuelto para regalo, como producido por
la lámpara de Aladino, su grupo de nuevos literatos jóvenes, algunos
absolutamente inéditos. Este grupo se encargaría del trabajo editorial y de la
parte literaria, y luego de casi todo el suplemento, durante los últimos diez
años de la época monsivaíta.
Desde
que recuerdo, es decir, desde diciembre de 1972, Monsiváis estaba harto de “la
monserga” de “La Cultura
en México”. Lo cansaba, lo aburría, le causaba problemas gratuitos, lo distraía
de sus grandes afanes de gurú de la izquierda y de la contracultura nacionales.
Creo que también él renunció (pero no ante Pagés, sino ante nosotros, en
pantomima) unas 50 ó 60 veces durante los quince años que quiso coordinarlo o
dirigirlo.
Vi
cómo se lo ofrecía, pero por favor, a David Huerta, a Carlos Pereyra, a Héctor
Manjarrez, a Jorge Aguilar Mora, a Héctor Aguilar Camín, a Rafael Pérez Gay.
“¡Líbrenme de esta monserga, por favor!”
Claro que inmediatamente olvidaba sus renuncias y sus formales
nombramientos de sucesor (como si a él, y no al propio Pagés, le tocara
decidirlo), para furia de aquellos ingenuos que se los habían creído, y se
habían tomado todo el trabajo de diseñar concienzudamente la publicación que
cada cual hubiera soñado. Resultado: pleitos y más pleitos.
Pero
ocurrió que la importancia de Siempre!
empezó a declinar con la aparición de Proceso
y de Unomásuno. Seguía siendo una
revista poderosa, claro, pero ya no la más importante y mejor distribuida del
país (llegaba a las peluquerías y consultorios dentales de cualquier pueblito),
ni una de las dos o tres más influyentes de América Latina. Empezó a saltar por
muchas partes la libertad de prensa.
Antes
de 1977, sólo el genio de José Pagés Llergo lograba el milagro de publicar sin
problemas las opiniones verdaderamente críticas de periodistas de todo el
espectro político, de la extrema derecha a la extrema izquierda. Sólo a él, en Siempre!, por su encanto, talento y
habilidad personales, le permitían tal libertad los presidentes de la
república. La agresividad política y cultural de nuestro sumplemento fue
posible sobre todo porque lo amparaba Pagés.
La
gruesa revista sepia estaba saturada (para empezar, casi toda la segunda mitad)
de publicidad gubernamental, generalmente encubierta a modo de artículos
“firmados” en encomio de políticos. Pero sus mejores lectores se saltaban todo
ese bosque de papel y encontraban comentarios francos y enjundiosos de sus
articulistas favoritos: lo mismo Vicente Lombardo Toledano y Rico Galán que
Blanco Moheno o Kawage Ramia; pero también lo grandioso, lo políticamente
inspirado y bien escrito: José Alvarado, Renato Leduc, Francisco Martínez de la Vega , Alejandro Gómez Arias,
Manuel Moreno Sánchez.
El
Excélsior de Julio Scherer ya había
intentado, con el resultado de la conocida represión de 1976, una libertad
semejante. Ahora aparecían muchas exigencias de periodismo democrático: Proceso, Unomásuno, Vuelta, Nexos. Los
habituales escritores políticos de nuestro suplemento encontraron nuevas y
mejores tribunas. Se fue abriendo, por flagrante escasez de oferta de escritos
políticos, mayor espacio para la literatura en “La Cultura en México”, que el
grupo de El Chico se las ingenió para ir aprovechando paso a paso. No
desplazamos nada ni a nadie: llenamos vacíos. “¿No ha llegado ningún rollazo
ideológico? ¡Pues vamos a dedicarle todo el suplemento a Beckett!”, decía
Rafael Pérez Gay.
EL ZAPATO Y LA HORMA
Monsiváis rezongaba, pero no le quedaba
mayor remedio que dejar hacer. No tenía ya tiempo ni interés de encabezar el
trabajo, pues desde luego formaba parte conspicua de cuanto proyecto político,
cultural o periodístico surgiera en el país. Tampoco encontró mejores
colaboradores durante toda una década. Tuvo que conformarse, entre pucheritos,
con nosotros. Andaba además con sus sesudas ocurrencias de que “la rumba es
cultura”, de que los chismes de la farándula constituían una “cultura popular”
y de que la misión auténtica de un escritor progresista residía en conseguir
una foto de portada con Lucía Méndez en alguna revista de quinceañeras.
En
su opinión, además, ya teníamos un suplemento políticamente devaluado. Por
necesidades de la producción editorial, salíamos a puestos de periódicos dos o
tres semanas después de los acontecimientos; Unomásuno al otro día, Proceso
el domingo siguiente. Y nuestros antiguos lectores políticos preferían ahora
estas publicaciones nuevas. A nosotros nos importaba un suplemento donde hacer
literatura y periodismo literario, aunque ya no fuese la gran tribuna nacional.
Monsiváis
se limitaba a rumiar chistes, a fingir golpes de estado que no duraban ni dos
semanas, a armar berrinches y pataletas por el “excesivo culturalismo” que se
iba apoderando de lo que era, precisamente, un suplemento cultural. Nunca se
denominó de manera oficial “La Grilla en México”,
suplemento político de Siempre!
Por
lo demás, introducía todo el material político que quería y vetaba cualquier
expresión contra sus viejos compañeros de mafia, como Jaime García Terrés, “el
intocable”. Todos los ataques contaron con su permiso, y sin excepción se le
consultaba oportunamente sobre cualquier artículo problemático o conflictivo.
No fue por mis pistolas, sino con su autorización explícita, que publiqué aquel
fragmento de la novela El vampiro de la Colonia Roma , de
Luis Zapata, que dizque les causó úlcera a Arturo Durazo y a José López
Portillo; y a Monsiváis un regaño de Pagés. Rezongaba, pero estaba más o menos
a gusto de dirigir tan fácilmente un suplemento que otros le dirigían. O
subdirigían.
Y
es que se había encontrado con la horma de su zapato. A diferencia de los literatos
anteriores, el grupo de El Chico estaba constituido por escritores más amigos
entre sí que de Monsiváis. Su capacidad de maniobra quedaba reducida. Y éramos
muy borrachos, al menos los viernes. De modo que sus manipulaciones y rumores
telefónicos quedaban invariablemente en evidencia durante esas comidas. Nos
contábamos todos sus chismes.
Antes
ocurría, por ejemplo, que un día me encontraba yo de mala cara a David Huerta o
a Héctor Manjarrez, cuando el anterior nos habíamos despedido con abrazos; o
que ellos me saludaban con una sonrisa y se topaban con una mueca distante:
resultaba que Monsiváis les había dicho que yo decía de ellos tal o cual
tontería; y a mí, que ellos hacían otro tanto conmigo. Tardábamos semanas en
deshacer el entuerto de la vieja política monsivaíta del “divide y vencerás”.
En El Chico todo se resolvía el mismo viernes, en grupo, en voz alta. Muy
pronto Luis Miguel, Rafael y Toño lograron, a grados de excelencia, imitar la
voz, los ademanes y el tipo de chismes de Monsiváis. Nos moríamos de risa con
tales parodias toda la tarde. Hasta nos aplaudían en las mesas vecinas.
Los
diez años del grupo de El Chico —ahora un bar techno, la
Barracuda — formaron una fértil generación de ensayistas y
periodistas culturales. Que era precisamente de lo que se trataba. Queríamos
algo más, desde luego, y algunos lo han conseguido: la novela, el relato, la
poesía. Al menos en el ensayo y la crónica desarrollamos una forma nueva,
amena, libre, equidistante del parnaso y de la academia, con ideales de
cotidianidad y pasión crítica, que ha sido bienvenida por muchas otras
publicaciones.
ATERRIZAJE EN LLAMAS
En 1987 Monsiváis decidió, como era desde
luego muy dueño de hacerlo, renunciar en serio ¡por fin! a “La Cultura en México”. Ojalá
nos hubiera dicho simplemente: “Ya se acabó el viaje”.
Un
viaje en el que yo participaba ya muy poco: desde 1978 me había cambiado
parcialmente, con claridosas muestras de hartazgo, a Unomásuno, Nexos, Punto, La Jornada. Fue en estas publicaciones, no en el suplemento, donde
aparecieron mis textos “duros”, como “Ojos que da pánico soñar”, que recopilé
en algunos libros: Función de medianoche (1981) y Un chavo bien helado (1990). Desde el
verano del 77 le evité a Monsiváis cualquier problema político o de política
cultural: mi respuesta a Paz y mis líos con Zaid no aparecieron en “La Cultura en México”: se los
entregué al propio Pagés, quien sin mayores estornudos los publicó en su
sección de correspondencia. A partir de entonces yo trataba mucho menos a
Monsiváis que a los chicos del Chico, a quienes directamente ofrecía mis
colaboraciones.
Pero
se tomó el trabajo de escupir a
posteriori para arriba, dizque en privado pero por todas partes; murmurar y
telefonear, en plena discordia, contra quienes finalmente lo ayudamos muchos
años, con invariable lealtad y muy buena gana, a hacer el trabajo que sólo a él
le correspondía, por el que se ganaba todo el prestigio (cargando en nuestra
cuenta los líos y los platos rotos), y por el que además cobraba. (Sospecho que
ha usado a algunos plumíferos testaferros para que, filtrando maledicencia,
pergeñen o firmen insultos contra algunos de nosotros, que no encontró cómodo
ni “políticamente correcto” identificar con su nombre. Pero me conozco
sobradamente ese tono y esa táctica. Así les ha ido a los tales.)
¿Mala
conciencia? ¿Una manera de hacerse perdonar por su dizque odiado Establishment la “mala fama” del
agresivo suplemento, con la disculpa de que, por alguna maldición del Cosmos,
anduvo década y media rodeado de puro canalla? ¿De veras él no propició,
exigió, manipuló, ese aire combativo, que hasta llegó a parecerle
insuficientemente duro?
Siempre
pudo, sin siquiera tener que explicar nada, prohibir cuanto se le antojara, y
expulsar o incorporar a quien quisiera. Le convino mucho trabajar con nosotros
y punto. Luego, cuando se retractó tras un esparadrapo de infinidad de sus
antiguas prédicas y políticas, trató (para limpiar su neo-vetusta imagen de
canónigo cultural) de endosárnoslas todas a “los muchachos”, maldiciéndonos de
pasada.
Todo
un lodazal de chismes, injurias y verdades a medias (pero afanosamente
retorcidas), filtrados por debajo del agua. Si éramos todo eso que anduvo por
ahí escupiendo y filtrando entre canónigos, publicaciones y grupillos, ¿por qué
no nos corrió? Tuvo sus quince, sus diez años para hacerlo. Enfrenté meses
deprimentes al encontrar como insidioso enemigo gratuito, soterrado, a quien yo
había imaginado como un amigo cercano durante tres lustros.
Entiendo
que los escritores, incluso quienes se dedican a pastorear grupos de novatos,
cambien de opinión. Exijo que lo manifiesten con sinceridad y valor civil. Me
indigna que finjan haber vivido en la luna y descarguen sus propias
incomodidades y remordimientos exclusivamente sobre “los muchachos” de entonces.
Sostengo
la teoría de que las cosas son como terminan, y que es mala la aventura que
termina mal. No me toca pues la gentileza de ponderar aquí —por lo demás lo
hice a su tiempo, en 1981, y reproduje recientemente ese texto en mi Crónica literaria— el fulgor
intelectual, la estampida de conocimientos novedosos, la enseñanza de la
vocación crítica, la pasmosa variedad de intereses, la alegría de los mejores
textos y conversaciones de Carlos Monsiváis. Que lo ponderen quienes hayan
gozado con él de mejor suerte. Esta admiración de novatos hacia el Big Brother, sin embargo, explica
nuestra larga fidelidad, algo extravagante y hasta gratuita desde una
perspectiva ulterior.
FINAL FELIZ
Casi todos los ex chamacos del Chico
seguimos siendo muy amigos. La amistad fue nuestro trofeo. Y lo que cada cual
escriba gracias al aprendizaje de aquella década. O se niegue concienzudamente
a escribir, como el sabio Beto, quien nos salió más borgiano que Borges en
aquello de que “leer es más creativo que escribir, más intelectual”. Tiene
razón: en la lectura reside el verdadero talento. Era precisamente lo que
defendíamos en 1977, con “excesivo culturalismo”, en nuestra sección “De cal y
de arena”. Todo ha girado alrededor de ese embrujo: leer.
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