domingo, 11 de junio de 2017

JUAN JOSÉ ARREOLA

ARREOLA: EL CONVERSADOR Y LA PROSA

Juan José Arreola celebra sus ochenta años con unas memorias extrañas en boca de su hijo: a ratos son la reconstrucción memoriosa de éste a partir de múltiples conversaciones con su padre; a ratos suenan a simples grabaciones poco editadas de la conocida locuacidad del escritor; a ratos reproducen, no sabemos qué tan cabalmente, diarios o cartas. Proliferan los chismes de intelectuales.
         El último juglar (Diana) no es un gran libro, aunque cuente con páginas interesantes; comete todos los errores que Arreola criticó en sus mejores años, como la autocomplacencia y la incontinencia: así, por ejemplo, se asesta al lector un material profuso y reiterativo sobre sus amores juveniles, casi de larga novela rosa, cuando bien sabemos que el gran narrador exigía la brevedad, la concentración y el pudor en las efusiones sentimentales.
         Pero servirá sin duda como un documento fundamental sobre el autor y su época, y ayudará a recordar al otro Arreola, no al escritor (cuya biografía es la propia obra), sino al conversador. Porque el maestro de las narraciones brevísimas podía soltarse hablando horas (incluso por televisión) sobre cualquier tema. Hombre de extremos: Sucinto en la escritura, locuaz en la conversación. Diamante y viento.
         En estas memorias se trasluce algo del gran libro que Arreola anunció en vano (como Rulfo respecto a La cordillera) durante décadas, Memoria y olvido, y que acaso no llegó a escribir de tanto desgastarlo oralmente. Escuché de sus labios, en el taller literario que tuvo en la Casa del Lago hacia 1967, partes enteras de estas memorias, que recuerdo casi idénticas a como las recupera su hijo Orso.
         Dice Arreola que fue abandonando la escritura a partir de La feria (1963), para no bajar su nivel de calidad, para no escribir textos inferiores a los antiguos. Hizo mal.  Pecó de soberbia: nadie tiene por qué ser Dante todo el tiempo ni toda la vida: a veces a los afortunados les ocurre serlo alguna vez, frente a “la zarza ardiente”, sin proponérselo con tal deliberación (se peca de hybris cuando se exige: “¡La Zarza Ardiente o nada!”); y de insensatez: los textos “perfectos” ya estaban a salvo, bien escritos y publicados: nada podía hacerles daño; había que pasar libremente, sin remordimientos, a otra cosa.
         Ciertamente el estilo arreolino más conocido, el de la ultracorrección filológica y las grandes exigencias estilísticas, se aviene más con los textos raros de Confabulario que con un relato veraz de la vida cotidiana. El “diamante” de “De Balística” o de Bestiario, con sus aspiraciones intelectuales, su culteranismo, su erizada filología, exige invenciones inusitadas. El radical artificio del estilo en consonancia con ficciones radicalmente artificiosas.
         Pero siempre estuvo ahí el Arreola oral. Ojalá él mismo se hubiera encargado de editar esa prosa conversada —concentrarla, depurarla—, que no tenía por qué desmerecer frente a la otra. De hecho, ya había avanzado buenos pasos en experimentos coloquiales, desde sus primeros cuentos. Han aparecido varios libros de sus conversaciones dictadas a familiares, amigos y discípulos: ninguno de calidad sostenida; a veces incluso algo ligeros y charlatanes.
         La feria parecía el principio y fue la culminación de este aliento oral (incluso dialectal: el habla ranchera), y nos deja sospechar lo magníficas que pudieron ser sus memorias, si las hubiera trabajado como hizo con esa novela. Pero solamente se dejó grabar.
         Se queja de que fue etiquetado, a principios de los años cincuenta, como afrancesado y culterano, en oposición a la supuesta esencia nacionalista y popular de Rulfo. Tiene razón en su queja. Temas suyos tan frecuentes como las extravagancias de la modernidad, el matrimonio, el adulterio, los fulgores y las espinas del encuentro sexual o la moral católica pueblerina, poseen tanta mexicanidad como las balas y cuchilladas de nuestra historia violenta. Por otra parte, Luis Cardoza y Aragón encontró que la esencia rulfiana de la mexicanidad partía de Knut Hamsum, y habló de Pedro Páramo como de “ese libro noruego”...
         Pero desde hace mucho tiempo se ha dejado de fastidiarlo con semejante etiqueta. Ha padecido otra, que él mismo fabricó: la del perfeccionista. Un extremista del estilo, un radical del arte de la prosa. Él tuvo la culpa por sus incontinentes prédicas entusiastas al respecto, y el público por tomarlo tan en serio cuando, con toda evidencia, se manifestaba también el otro lado de la moneda: más que cualquier otro autor contemporáneo, ha sido precisamente Juan José Arreola el gran ejemplo de la literatura improvisada, oral, conversada, algo teatral: “sobre el viento armada”. Ahí se permitía ser profuso y sentimental, declamador e ideólogo: todo lo que le prohibía al Texto con mayúscula.
         Esta etiqueta de Arreola como medalla de la prosa perfecta ha hecho olvidar, por desgracia, que sus cuentos y poemas en prosa ofrecen algo más que un extremoso triunfo estilístico. Ofrecen una buena cantidad de bromas, de sátiras, de comedias, de farsas.
         Es un autor jocundo, para morirse de risa. Un saltimbanqui de la imaginación y del lenguaje. Leer a Arreola sólo para admirar su perfección prosística significa perderse de demasiado; toda una visión satírica de la realidad mexicana asoma entre sus diamantes. Toda una fiesta de gozo en torno a los absurdos de la realidad más minuciosa, como durante un caballeroso trayecto en autobús o en su queja contra un mal zapatero.
         “El guardagujas”, extremo kafkiano, también ofrece un exacto informe del destino verificable de los Ferrocarriles Nacionales de México; y todas sus burlas a la modernidad erótica, a la vida cotidiana en pueblos y ciudades, a las aspiraciones morales del cristianismo e incluso a los trances metafísicos de nuestras pobres mentes, que a menudo se creen demasiado angélicas, y claro: desvarían.
         La vigencia de Arreola como humorista, en una literatura mexicana de monótona seriedad asnal, resulta tan asombrosa como la de su estilo escrito, tan elástico y eficiente en la lectura actual como hace medio siglo, cuando tomó por asalto nuestra narrativa con Varia invención.
         Es una lástima, sin embargo, que no haya trabajado más ese estilo oral, coloquial, de sus conversaciones. Que haya delegado en otros, así sea su hijo, la recuperación de su habla. Nos había prometido durante décadas hacerlo por sí mismo: escribir Memoria y olvido. No logró finalmente las anunciadas bodas del texto y el habla, del diamante y del viento, de la prosa y la conversación. Tal vez esperó demasiado tiempo.
         ¿O  sería que los celosos ángeles de sus severas teorías prosísticas mantuvieron a raya, con espadas flamígeras, a los traviesos duendes parlanchines de su invención oral?
         ¡Qué peligrosas y tiránicas resultan las sirenas de la perfección, las supersticiones e idolatrías del Texto con mayúscula!



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