LUGONES: “Y MUERA COMO UN TIGRE EL SOL ETERNO”
Por José Joaquín Blanco
Leopoldo Lugones (1874-1938) se me presenta, en un principio, como una
exageración de Salvador Díaz Mirón, lo que es hablar de la exageración de lo ya
extremoso. Sus trayectorias corren vidas paralelas: surgen de Víctor Hugo con
una misión del poeta como furibundo libertador. Ambos atraen ese heroísmo a los
terrenos del lenguaje, y se atreven a experimentos verbales radicales,
prodigiosos. Pero tratan de “igualar con la vida el pensamiento”, y sus
fornidos egos de “superhombre intelectual” los despeñan en alardes políticos
escandalosos, durante los cuales los antiguos liberadores “socialistas” a ratos
juegan el triste papel de reaccionarios altisonantes, “aliados de la espada” de
los militarotes latinoamericanos; y en una tremenda inquietud personal, que los
lleva a las armas, a los duelos (pistola en Díaz Mirón, espada en Lugones).
Estas dos cumbres del
modernismo, por lo demás, contradicen la tendencia general de ese movimiento
literario que buscaba como valores supremos el “azur”, la forma, el matiz, la
manera, la rarificada pureza del arte, al saturarlo de profecía y de emociones
políticas. La analogía no queda ahí. Ambos se vieron dotados de un insólito
poder verbal, rara vez conocido en nuestro idioma, que les permitió un
despliegue, un poderío y una originalidad poéticas asombrosas. De ambos se dijo
que compendiaban toda la poesía de su tiempo.
Pero Lugones llega a más.
Supera a Díaz Mirón en intereses intelectuales, que van de la ciencia y la
economía a la historia y la teosofía; ensaya su radicalismo poético, y cubre
todo su ciclo: después de lograr lo insólito, lo complicado, lo radicalmente
refinado, abjura de las estalactitas y “lascas” del extremismo verbal
modernista, y recurre al lenguaje más sencillo posible y a los temas
regionales, campesinos, “criollistas”, más cotidianos. Es también un autor de
viñetas campiranas y de romances y coplas.
Por encima de todo, y aquí
se diferencia radicalmente del solemne Díaz Mirón (y de la mayoría de los
poetas de cualquier lengua), toda la obra de Lugones vibra con una pasión
humorística, con una obsesión lúdica, como no se había conocido ni ha vuelto a
verse en castellano (salvo el lugonesco Renato Leduc). Borges compara sus
“rimas locas” con las del Don Juan de lord Byron. Esta suprema,
totalizadora urgencia de juego, lo llevó a desbordar el pulido modernismo, y a
inaugurar el pirotécnico caos vanguardista.
¿No hay un Díaz Mirón,
pero a todo volumen, en esta estrofa juvenil de Lugones?
¡Odia, Pueblo! La faz se hermosea
Cuando hay fiebres de odio en el pecho,
Como barra de hierro candente
Que doran las bravas injurias del fuego!
En mi bárbara estrofa se irrita
Como lengua de víbora el nervio,
El odio arde en mi bárbara estrofa,
El odio es el torvo pudor de los siervos.
Pero el mexicano fue un
iniciador, y el argentino un culminador del modernismo. Uno abrió la puerta, el
otro la cerró. Lugones asimila al Rubén Darío de Prosas profanas:
Cuando el Sol gasta su aljaba en los ónices del coro,
asemeja la vidriera zodiacal constelación,
sumergida en el encanto de un crepúsculo de oro
que realza sus matices de jacinto y coridón.
Pronto asimilaría a Jules
Laforgue. Sin Lugones no tendríamos López Velarde ni La suave patria:
Luna, quiero cantarte,
Oh ilustre anciana de las mitologías,
Con todas las fuerzas del arte.
Deidad que en los antiguos días
Imprimiste en nuestro polvo tu sandalia,
No alabaré el litúrgico furor de tus orgías
Ni tu erótica didascalia,
Para que alumbres sin mayores ironías,
El polígloto elogio de las Guías,
Noches sentimentales de misses en Italia.
El humorismo desbocado, un
humorismo muchas veces exclusivamente verbal, producto de rimas locas y
sinónimos escandalosos escarbados en el diccionario, dota a Lugones (como a sus
discípulos mexicanos Tablada y López Velarde) de cierto misterio. Así como
Lugones exagera a Díaz Mirón, López Velarde exagera a Lugones, y encontramos
esas rimas chuscas, esos vocablos rebuscadamente exhumados, que conforman una
atmósfera irónica o caótica, incluso en poemas de absoluta seriedad y tristeza
íntima.
A Díaz Mirón podría
hacérsele el reproche que Borges dirigió a Lugones: “Adoleció de dos
supersticiones muy españolas: la creencia de que el escritor debe usar todas
las palabras del diccionario; la creencia de que en cada palabra el significado
es lo esencial y nada importan sus connotaciones y sus ambientes”.
Se habla mucho del
esfuerzo “titánico” de Salvador Díaz Mirón para encontrar la rima nunca usada,
la metáfora inconcebible, el efecto insólito; su heroísmo de esculpir sin
descanso el poema. La realidad es diferente. No le niego enorme laboriosidad,
pero añado también un talento propio imperativo, no deliberado, más allá
incluso de su albedrío, para la expresión prodigiosa. Sencillamente el don
verbal se apodera de él, como otros sufren el avasallamiento de la inspiración
moral, sentimental o política.
Lo mismo le ocurría a
Lugones (Obras poéticas completas,
Madrid, Aguilar) pero más hacia el juego que hacia los trágicos claroscuros.
Toda la lógica y el lenguaje enloquecen en él ante cualquier asunto, lo mismo
“Los burritos” que su gran tema, la luna, en una Babel de variaciones (El Lunario sentimental apareció en 1909.)
El can lunófilo, en pauta de maitines,
Como una damisela ante su partitura,
Llora enterneciendo a los serafines
Con el primor de su infantil dentadura.
En su Antología poética (Madrid,
Alianza Editorial) de Lugones, Borges perpetra el desacato de excluir el
“Himno a la luna” (1904), su poema más famoso. Una pedantería o una mala broma
de Borges. Existe el prejuicio de “salvar” a Lugones de su texto más juguetón,
el más lugoniano. ¡Pero eso es quitarle a Góngora sus Soledades! No tenía Borges el derecho de escondernos versos como:
Al resplandor turbio
De una luna con ojeras
Los organillos del suburbio
Se carian las teclas moliendo habaneras.
Ni estas soledades modernas:
El hipocondríaco que moja
Su pan de amor en mundanas hieles,
Y, abstruso célibe, deshoja
Su corazón impar ante los carteles,
Donde áreas coquetas
De piernas internacionales,
Pregonan entre cromos rivales
Lociones y bicicletas...
Ni esta estrofa en loor a la gordura:
La rentista sola
Que vive en la esquina
Redonda como una ola,
Al amor de los céfiros sobre el balcón se inclina;
Y del corpiño harto estrecho,
Desborda sobre el antepecho
La esférica arroba de gelatina.
¿Feísmo, diletantismo,
esnobismo al enaltecer eruditamente lo prosaico, lo vulgar? No: simplemente la
locura del juego. El lenguaje desatado, en absoluto jolgorio y regocijo de
todas sus rimas y analogías. La sublevación carnavalesca del diccionario. La
feria de la parodia y de la caricatura. Los númenes y las musas más respetadas
se pierden en una lotería de analogías oníricas, circenses, calemburescas o
albureras.
Lohengrin —¡sufre,
Wagner!— es un avaro chico de barrio, que en la fonda no deja ni un centavo de
propina:
En una fonda tudesca
Cierto doncel que llegó en un cisne manso,
Cisne o ganso,
Pero, al fin, un ave gigantesca;
A la caseosa Balduina,
La moza de la cocina,
Le dejó en la jofaina
La luna de propina.
Todo un zoológico cabe en
una estrofa del “Himno a la luna”:
El tigre que en el ramaje atenúa
Su terciopelo negro y gualdo
Y su mirada hipócrita como una ganzúa;
El búho con sus ojos de caldo;
Los lobos de agudos rostros judiciales,
La democracia de los chacales
Clientes son de tu luz serena.
Y no es justo olvidar a la oblicua hiena.
Como las de Díaz Mirón,
fueron muy celebradas sus rimas difíciles: orla/por
la; petróleo/mole o; boj/reloj; sarao/cacao; oréganos/lléganos;
insufla/pantufla; apio/Esculapio; sucio/occipucio; saltimbanqui/yanqui.
Sorprenden menos ahora, en estos tiempos desdeñosos de la rima, pero su
gesticulación extraña ilumina esos vocablos con una rara luz, entre hosca y
jocosa. Su oído musical y su fraseo lo ubican, como a Darío, entre los mayores
músicos del idioma.
Y de repente, como
perdidas en el tonel de antigüedades o en el museo de objetos extravagantes de
sus innumerables versos originalísimos, relucen imágenes de frescura
inagotable, de tenaz vitalidad, así se antologuen mil veces (“Y muera como un tigre el sol eterno”;
“Llora una lenta palidez de ocaso/ En un deshojamiento de alamedas”; “Sueño
lunar que se goza consigo/ Mismo, como en su propia ala duerme el ave”). No
hay para Lugones un fuera-de-la-poesía, ni lo feo, ni lo vulgar o corriente (“Una exhalación vegetal de vacas”; “Y
llegó de la huerta/ Un maternal escándalo de gallinas”; “El triste viento como
un perro triste/ que llora a su hembra ante la luna impávida”).
Una doméstica paz
campestre:
En generoso aliento se exhalaba el tomillo.
La tarde puso un poco de rosa en su pincel.
Y un haz de sol poniente, ya manso y amarillo,
Se tendió ante la casa como un largo lebrel.
Aún más plena en un solo dístico:
El cerro azul estaba fragante de romero
Y en los profundos campos silbaba la perdiz.
Ese “superhombre” poético,
de tormentoso discurso, supo bien definir la carga sólida del ego. En “El
orgullo”:
Y todo él no es más que oro, oro, esmeralda,
Y oro otra vez, y vívidos cianuros,
Que ya apaga en relámpagos oscuros,
Ya en espasmos flamígeros escalda.
Fuego de oro, no más. De cuando en cuando,
Parece que lo atiza con las alas;
Y que en la cruel soberbia de sus galas,
Dos cuchillos de cobre está afilando.
Borges le reprocha a
Lugones el no haber logrado, en su desenfrenada invención de imágenes y rimas,
la concentración sentimental. La poesía sentida. El poema que se clava en el
lector como una confidencia amistosa o como una revelación emocional. Todo es
recreo en Lugones; nunca hay ángelus. Toda una laberíntica tlapalería se
distribuye en sus pinturas lunares; nunca aparece un íntimo claro de luna... y
cuando estaba a punto de aparecer, lo convirtió en un chiste:
Pues cuando nos amábamos, con la infantil sorpresa
De aquellos grandes éxtasis de luz, yo estaba en esa
Edad de cuitas breves y fáciles sonrojos,
En que sólo se adora las manos y los ojos.
Pero no se le podrá negar a Lugones la fibra erótica:
El mar, lleno de urgencias masculinas,
Bramaba alrededor de tu cintura,
Y como un brazo colosal, la oscura
Ribera te amparaba. En tus retinas,
Y en tus cabellos, y en tu astral blancura
Rieló con decadencias opalinas
Esa luz de las tardes mortecinas
Que en el agua pacífica perdura.
Palpitando a los ritmos de tu seno,
Hinchóse en una ola el mar sereno;
Para hundirte en sus vértigos felinos
Su voz te dijo una caricia vaga,
Y al penetrar entre tus muslos finos,
La onda se aguzó como una daga.
Tablada y López Velarde
levantaron su bandera en México durante los años de la revolución. Luego dijo
Rufino Blanco-Fombona: “La mayor de sus condiciones de poeta consiste en un don
verbal extraordinario. La segunda, en el don asimilativo. Asimila cuanto le
impresiona en ajenos autores, aun los más dispares con su temperamento; y a
menudo desfigura, aplasta y supera lo asimilado”. Cf. Max Henríquez Ureña: Breve historia del modernismo, FCE,
1978; José Olivio Jiménez: Antología
crítica de la poesía modernista hispanoamericana, Madrid, Hiperión, 1985;
Borges: “Lugones” y passim en Obras
completas (Emecé)
Cuando el mesiánico Lugones tuvo la
extravagante ocurrencia de asumir posiciones militaristas y fascistas, señaló
Alfonso Reyes: “Aun entre los jóvenes argentinos que se vieron en el doloroso
trance de separarse de él por motivos no literarios, era voz común que en Lunario sentimental (Madrid, Cátedra)
estaba el semillero de toda la nueva poesía argentina”.
Concluye Borges: “La obra
de Lugones es una de las máximas aventuras del castellano”.
No faltan los mustios
aguafiestas: “Sin embargo, hay en Lugones algo no logrado. Su intensidad vital,
su riqueza de percepciones, su frescura de intuición poética —todo en grado
excepcional— cedieron a la vanidad, casi deportiva, de lucirse con palabras,
formas y técnicas”. Señor Enrique Anderson Imbert (Historia de la literatura
hispanoamericana, México, FCE): Vaya usted a decirle lo mismo a Quevedo y a
Góngora. Por cierto: ¿No ha oído alguna vez que el juego no es el menor de los
beneficios del arte, ni el más opaco destino del poeta?
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