RECUERDO DE VERACRUZ
Por José
Joaquín Blanco
Para
Aurora Tejeda y Alberto Román
Los turistas son gente rara, ya lo sabemos, pero ¿habría que tomárselos
a mal? ¿Acaso no tienen derecho de serlo? No gastan su dinero sólo para viajar
y pasear, tirarse de panza al sol, comer y beber de más; lanzar grandes
exclamaciones ante la vegetación y las puestas de sol (aunque aquí, en
Veracruz, no se exhiban los exagerados crepúsculos del Pacífico), sino también
para convertirse durante unos días precisamente en esas criaturas extravagantes
con camisetas de dibujos y letreros ridículos; trajes de baño, hot-pants y
bóxers de colores chillones; gorras de papagayo, gafas oscuras, cámaras
fotográficas o de video, caseteras portátiles a todo volumen, escuincles
gritones y exigentes. Y ese como nerviosismo, como estado de trance, casi de
magia (así sea una magia de circo), mediante el cual se hacen la ilusión de
rescatar, por unos días, algo perdido de sí mismos, algo aventurero hasta un
poco salvaje, o romántico.
No se conforman con un
mero desplazamiento geográfico, ni con cambiar drásticamente el ambiente
encerrado y opaco de sus departamentos y oficinas por el sol, el mar y las
escenografías pintorescas: quieren, además, una especie de glorificación de su
personalidad, unas como vacaciones de su propia existencia cotidiana: ser otros (más trópico, más corazón) durante
siquiera un parpadeo.
Y claro que se
transforman, ¡y en qué personajes! Cada cual su propio carnaval. Cada brujita
octogenaria lleva toda la primavera encima, puesta, de plástico, portátil. Cada
cuarentona compite con todas las modelos de pósters de bronceadores. Cada padre
de familia, blancuzco pero con minúscula tanga detonante bajo la panza de
huevo, ensaya ante las divas en bikini los piropos que, hace veinte años,
gritaban los galanes en las películas. (Yo sé que no has pasado de moda,
Mauricio Garcés.) Los escuinclitos, con una petulancia nueva, que no les sería
soportada en la escuela ni en el hogar, cumplen con creces las más horribles
pesadillas de Herodes.
Cada cual es su propio
carnaval, por docenas de miles, en plena temporada. Las playas, los restoranes
y los hoteles llenos de cientos o miles de carnavales individuales simultáneos,
todos sonando y brillando y chirriando a la vez; pero cada cual indiferente al
contiguo; cada cual a todo color, a todo volumen, lleno de luz y sonido en su
aislado performance.
Digamos que todo el puerto
se llena de súbitos escaparates vivos por doquier, como en concurso
innumerable, sin un paseante que se detenga a mirarlos. ¿Para quién pues
actúan, se atavían, posan, gesticulan los turistas? Bueno, pues será para los
humildes y taimados lugareños, que ya ni siquiera nos reímos. Hemos visto
tanto. Hacemos nuestro negocio, siempre con nuestra proverbial cortesía
jarocha, y los despedimos también con grandes aspavientos: ¡Vuelvan pronto!
A veces, en mi
aburrimiento de cantinero universitario, je (dos años de economía, otros tantos
en Ciencias y Técnicas de
Fue así cómo, la temporada
pasada, descubrí a tres mariconazos (dicho sea sin ofender) en Los Portales.
Como se sabe desde Sonora hasta Yucatán, en Veracruz los homosexuales no
espantan a nadie. Nos hemos echado desde hace tiempo ese trompo a la uña. Tanto
los extraños, que entonces nos favorecen con su turismo (y son menos ruidosos y
más dadivosos que las familias llenas de escuincles, y con la abuela y el
perico), como nuestros chamacos vagos o pobretones, que en las buenas
temporadas se hacen ricos durante unas semanas mediante el viejo oficio del
mayateo. Claro que a veces se dan los muertitos, los apuñaladitos, los
robaditos, los extorsionaditos, pero a nadie le conviene hacer aspavientos, que
sólo denigran nuestra turística hospitalidad, je.
Estaban pues los
mariconazos (sin ofender) con sus cervezas y sus tequilas a media tarde,
después de la siesta, esperando que oscureciera y se presentara algo en qué
divertirse. “El hastío es un pavorreal” etcétera. Hacía un calor espeso, y en
la plaza se estancaba un silencio abochornado, que los escasos graznidos de los
zanates no hacían sino apuntalar. Sudaban a mares, como sólo suda un turista.
Seguro ya habían nadado en
Mocambo, ya se habían asoleado, ya habían pretendido jugar volibol con otros
turistas y algunos chicos de la playa; desde luego ya se habían paseado en
lancha por la laguna de Mandinga y habían comido mariscos hasta reventar en
Boca del Río, oyendo sones y huapangos. Hasta se habían echado una siesta. Y ahora
trataban de despabilarse con los tequilitas y las cervecitas. Ya vendría la
noche que “tiene la sombra de una mirada criolla”.
Uno de ellos, Pancho, se
creía aún de buen ver, esbelto y acinturado, mostrando sus pies finos de
aparador de pedicurista en unos huaraches nuevos. Pero tenía esa belleza, esa
juventud equívocas, tan como sostenidas por alfileres, que habría bastado con
que alguien silenciosamente se le acercara por detrás y de repente le gritara:
¡buuu!, para que de inmediato se ajara en arrugas, en canas, en tics, en tedio.
Pero los veracruzanos no
espantamos a los turistas, todo lo contrario: “¡Mire usted, cómo la brisa y el
sol de Veracruz lo han rejuvenecido! ¡La mera fuente de la juventud!” Pancho se
dedicaba pues, con absoluta tranquilidad, a imaginarse a sí mismo, guapísimo,
renovadísimo, en mitad de una escena pintoresca. “Tarde que se mece con vaivén
de hamaca”.
Eran tan obvios sus sueños
que, en efecto, a pesar de que los tres —¡los tres!— cargaban sus cámaras
aparatosas, un fotógrafo lugareño los advirtió, hizo el teatrito de medir la
luz, de caminar dos pasos a la derecha (no, mejor regresarse uno, pero medio
metro hacia atrás), esperó a que el bello Pancho ofreciese su mejor perfil, su
indolencia más estudiada, ¡y clic! “Recuerdo de Veracruz”. Yo hubiera querido
aplaudir.
Aurelio era güerejo y más
bien desvergonzado, algo miope. Traía unos pantalones arrugadísimos, echados en
bola a la maleta. Miraba con reprobación tanta mosca como se cierne sobre las
mesas de Los Portales (y que Agustín Lara omite en sus canciones), y a cada
instante tenía que quitarse otra vez los lentes, que se le habían vuelto a
empañar, y limpiarlos con un paliacate amarillo apeñuscado, lleno de manchas y
costras sospechosas. Se abanicaba a ratos con una revista de monitos. (En las
vacaciones el turista debe leer puros monitos, y tardarse toda una mañana en
una sola historieta de superhéroes interplanetarios. Nada de librotes, que no
somos gringos.)
No confiaba tanto, para
llamar la atención, en su belleza o su juventud, que las tenía al más o menos
(aunque con el calor, el pelo largo y descuidado se le había insubordinado en
una maraña indescriptible), sino en su colección de cadenas de oro con
medallitas que le colgaban sobre el velloso pecho semidescubierto, en su buen
reloj, en algunas pulseras. Tenía razón, y lo sabía. Le cogí antipatía
inmediata: es el tipo de turista que revisa las cuentas durante una eternidad,
discute con el mesero y hace llamar al encargado, y finalmente poquitea la
propina, aunque sus amigos estén dispuestos a ser más distraídos y generosos.
¿Qué es eso de regatear “el cielo de tisú”?
El tercero era Melchor.
Cargaba librote (¡que además leía!), como gringo. Estaba ya hecho una ruina en
plenos treinta y tantos años. Panzón, calvo, pecoso, rojísimo, jadeante. El
tipo de maricones que digo yo que se equivocaron, que nacieron para ser
señores-señores, no aventureros eternos; y que más les habría valido casarse
con señoras gordas, llenarse de hijos, durar la vida entera en el mismo trabajo
estable y olvidarse de problemas. Hacen miscast
como putos, dirían los críticos cinematográficos que yo leía en mis tiempos de
universitario. Como los chaparrines que se pasan las horas en el gimnasio para
construirse cuerpos imponentes; y cuáles, siguen pareciendo fornidas
hormiguitas. O ciertos orangutanes, con cuerpo de guarura, como creados para
aterrar ciudades enteras, y tratan de hacerse los sensibles cuando salen de
vacaciones: andan oliendo flores, admirando artesanías o jugando a los encantados
con sus avergonzadísimos hijitos.
Melchor era el más
nervioso y sudoroso. Probablemente habría preferido quedarse a dormir y leer su
librote; leer y dormir los seis días de vacaciones, sin salir de la cama jamás,
a andar consecuentando moscas, vendedores, limosneros, chichifos, tocadores de
arpa y marimba, zanates, y amigos reverdecidos por el infalible erotismo del
Golfo de México. Él ya sabía que el mundo no tenía encantos. Que es aburrido
vivir, pero más aburrido (quizás) estar muerto. Algo filósofo, probablemente, y
sin “alma de pirata”.
Traía gruesos calcetines
de rombitos bajo los guaraches, a pesar del calor: con toda seguridad tenía ese
tipo de sangre oficinescamente chilanga que atrae de un solo golpe a todos los
mosquitos de Los Portales. Y luego hay que andar con los tobillos hinchadísimos
y manchados de merthiolate.
2
Supuse que estarían lo suficientemente ebrios a las once de la noche,
como para considerar aceptable y hasta divertido cualquier jacalón improvisado
en “disco gay” (mi cantina no es “gay” ni propiamente una discotheque, más que
cuando se llena de gays, es decir los domingos y lunes que no abren los antros
famosos; o en buena temporada, cuando los turistas se emborrachan demasiado
temprano en Los Portales y prefieren una modesta cantina céntrica, que las
célebres discotheques de las afueras.) Apenas era sábado. Tuve la corazonada de
que me tocaría atenderlos el lunes o el martes, al final de su tour por todos los lugares recomendados
por sus revistas gay. Llegaron el domingo, pasadas las diez de la noche.
De cualquier manera, como
el jueves y el viernes, debieron asistir durante toda la tarde y parte de la
noche, en medio del ruido infernal de veinte músicos simultáneos con canciones
diferentes y otros tantos vendedores y mendigos, al desfile de los muchachos
jarochos, a muchos de los cuales habían conocido ya en playas, bares y
discotheques. Los saludaban con cautela. No querían comprometer toda la noche
desde las seis de la tarde. Y qué aburrido para un turista pasarse la noche del
sábado con el mismo nativo del viernes. ¡Ésas no son vacaciones!
Displicentes y altivos
esperaban la aparición de muchachos nuevos, de veras interesantes. Los
lugareños, a su vez, dudaban entre asegurar su noche de una buena vez, o
esperar con “serenidad y paciencia (sobre todo mucha paciencia)” nuevos
turistas, de veras generosos, a lo mejor norteamericanos o canadienses.
Delataban sus éxitos de la presente temporada por las camisas nuevas,
floreadas; los pantalones también nuevos, de moda; hasta (algunos) botas de
piel de víbora con punta de acero (bueno: también en Veracruz se dan los
ranchos y los rancheros), los cigarrillos caros, el reloj, las cachuchas, los
anillos, las pulseras.
Esa tarde de sábado de
plano se sentaron a su mesa dos chamacos, que habían jugado una especie de bote
pateado con Pancho y Aurelio en la playa, y se quedaron callados. Nomás hola o
buenas tardes, y callados. Eran capaces de quedarse callados por horas. Al rato
se les añadió sin mayores presentaciones un tercero, larguirucho pero
escuinclito, de no más de trece años, con la boca llena de dientes de oro, y
unos ojazos verdes de amplias pestañas que iluminaban su tez morena, devastada
ya por cicatrices de barros y espinillas.
No les quedó a los
turistas sino invitarles unas cocacolas o unas cervezas, y seguir platicando
entre ellos, de manera entrecortada y sarcástica, a veces en clave o de plano
en inglés, sobre los chicos lugareños: “¿Quieres irte con el mío esta noche, a
ver si ahora sí se le para? ¡Pero antes báñalo con jabón y estropajo, apestaba
a caballo!”, cuchichearían enigmáticamente Pancho y Aurelio.
Oscurecía. El ruido en Los
Portales era más atroz a cada instante. Tocaban al mismo tiempo los mariachis
de terciopelo azul y la sinfonola norteña del bar cercano; gritaban los
vendedores de collares, barquitos de madera, gorras, aretes y los mendigos, con
caras sucias y lastimeras como si de veras se fueran a morir de hambre en dos
minutos, si no se les daba dinero pero ya.
Con cierta sorna Aurelio
le extendió una quesadilla de la botana a un niño mendigo, qué éste rechazó con
asco y casi con protesta moral. Si se va a hacer la caridad, que sea en
efectivo, no con quesadillas. “Entonces vete”, le dijo Aurelio, y se la engulló
frente al niño mendigo, que transformó velozmente su semblante patibulario en
uno de asesino infantil, de veras guajiro, pero prefirió largarse con dignidad
de prospecto de pandillero, ante la mirada de un mesero alerta.
Los dos muchachos mayores
se rieron del niño mendigo, solidarizándose con los turistas, como mostrándoles
que ellos ya eran de otra clase social; el chiquillo de los dientes de oro
siguió impávido, como si no hubiese visto nada. “¿Habían sido mendigos de
niños, antes de crecer y mayatear turistas?”, preguntó medio en clave medio en
inglés Melchor, siempre dado a las cavilaciones. “No, han de ser chicos de
escuela y familia; chichifean por vagos, más que por necesidad”, contestó
Pancho en el mismo lingo: Nabó, habán dabé saber chabícabos,
etcétera. “Claro, los niños mendigos no se vuelven adolescentes guapos; se
mueren antes”, intervino Aurelio. “¡Tampoco son tan guapos!”, protestó Pancho.
Guapo, guapo, no habían
conocido mayate ni chichifo alguno durante esa estancia en Veracruz. Jovencitos
regulares y ya. Cachondones, desde luego: geografía es destino. Sólo la
juventud, la piel morena, el meneadito jarocho como de “vibración de cocuyos
que con su luz, bordan de lentejuelas la oscuridad”. Decidieron que necesitaban
otros tequilas para emocionarse con los muchachos atractivos al más o menos que
se exhibían por Los Portales.
Siguieron los tres
turistas con comentarios en clave o en inglés durante algún rato, sin que sus
acompañantes se inmutaran. Los dos mayores sonreían y saludaban con señas a
otros chichifos; se fijaban en la calidad de la ropa de los turistas,
adivinaban por la edad, o el corte de pelo, o la gordura, o la calvice, cuál
sería más generoso. El tercero los miraba en silencio, como queriéndolos
entender, como aprendiendo. Ah, que cualquier aprendizaje siempre es lento y
difícil.
De pronto Aurelio
desapareció con la conquista de Pancho del día anterior. “A lot of soap! And scratch him to
death!”, alcanzó a sugerirle Pancho. El otro de los mayores, cansado de que ni
Melchor ni Pancho le concedieran la mínima atención durante horas, dijo
caballerosamente “compermiso” y fue a sentarse a una mesa próxima, donde
recibió cierta bienvenida de unos marineros gringos.
Pero se quedó en la mesa
el tercero, el chiquillo de los dientes de oro, ojazos verdes y tez devastada
por las cicatrices de barros y espinillas, a quien no conocían para nada.
Callado e inmune al fastidio; su cocacola siempre a la mitad.
—¿Cómo dices que te
llamas? —le preguntó Pancho.
—Nicho.
—¿De dónde eres?
—De por aquí.
—¿Qué haces, pues?
—Nomás.
Pancho alzó la mirada al
firmamento, para que el cielo fuese testigo de que, de veras, de veras, con
cierta gente nomás no se podía; y ya sin disimular con palabras en clave o en
inglés, le dijo a Melchor:
—Es absurdo venir a ligar
aquí, en cualquier bar de México hay mejor material.
Y se pusieron a añorar
frente a Nicho, que ni los oía ni dejaba de oírlos, ni los miraba ni dejaba de
mirarlos, siempre con una semisonrisa entre agradecida e inexistente, los
mejores bares de
—¿Y tú no tienes nada qué
hacer? —le preguntó Pancho a Nicho—. Ya se te hizo tarde. Tu mamá te ha de
andar buscando. ¡Y te va a regañar! —esto último lo dijo cantando, en homenaje
a la canción “La negra flor” de Radio Futura, que sonaba entonces por todas partes.
Nicho no captó la ironía.
Sólo sonrió con sus dientes de oro, y pareció más bebé que nunca, asombrado de
que a los turistas se les ocurriera que su mamá lo iba a andar buscando. Pero
Melchor creyó vislumbrar cierto rubor en su tez martirizada por tanta
extracción de barros a pellizcos, y unas como lagrimotas contenidas en sus ojos
verdes; también le temblaron los labios carnosos, demasiado bien formados.
Acaso ese chiquillo entendía y sabía más de lo que aparentaba. Había en él algo
diferente, distinguido. “Algo especial”, se dijo Melchor. La noche se suavizó
un poco. “Noche que se desmaya sobre la arena, mientras canta la playa su
inútil pena”, como dice el trovador.
—Vámonos mejor al Diamante
—propuso Pancho—, no puede estar más aburrido que este funeral.
El funeral de Los Portales
era una muchedumbre en su apogeo. Sonaba la clave, sonaba el bongó. Hasta había
bailables folklóricos en algún tablado. Entre el martilleo de la música disco
se ahogaban los gritos de Babalú. Pero Pancho se había desesperado de no
encontrar por parte alguna al chico de su noche criolla. Había que ir a
buscarlo al Diamante.
—No, esta noche no la sigo
—dijo Melchor como razonable señor maduro—; ya estoy cansado, al rato me voy al
hotel.
—Órale —se despidió
Pancho.
Y se quedaron en la mesa,
silenciosos, el turista paternal y el aprendiz de chichifo, sin decir nada.
Aburrido y sin perspectivas en su adolescencia miserable, el uno; aburrido y
sin prospectos en su oficinesca edad más que mediana, el otro. Bueno: Dios los
crea y ellos se juntan, digo yo.
Ni siquiera necesito
añadir que además de mal puto, Melchor era un mal bebedor. Que cuatro tequilas
y dos cervezas resultaban demasiado para él. Que seguía sudando a chorros, como
sólo un turista borracho puede sudar. Que lo atarantaban el tumulto, el ruido,
la revoltura espesa de suciedad, mendicidad, música desafinada y estentórea,
vendedores de baratijas, turistas aguacamayados, chamacos más bien tímidos y
desnutridos que improvisaban mala cara y porte pirata para desfilar como
padrotillos.
“Son finalmente buenos
chicos, todos”, pensaría paternalmente Melchor, empezando otro tequila. Le
constaba, por los seis o siete que había conocido en esos días, que al menos
eran del tipo pacífico y algo honrado. Qué diferencia con los chichifos de
Acapulco. Los dos que se habían ido, por ejemplo, habían tenido oportunidades
en la playa de robarles durante un descuido los zapatos o una camisa, y hasta
las carteras o las cámaras fotográficas (que por lo demás nunca perdieron de
vista) y no: todo había sido tranquilo y de buen modo. Daba gusto ir a
Veracruz.
Nicho aceptó una nueva
cocacola.
“Tres días de vacaciones,
a nuestra edad, seguiría reflexionado Melchor, son demasiados”. ¡Y le faltaban
tres! Recordó que pocos años antes, en otro viaje al puerto, había ensoñado la
posibilidad de adoptar a alguno de estos chamacos (y miró el rostro, en ese
momento más lindo, del chico de los dientes de oro: “¡Pero qué manera de
destrozarse la cara a pellizcos!”, pensó); llevárselo a México, meterlo a la
escuela, darle un oficio, tenerlo más o menos como novio-ahijadito, para
aliviar durante algunos años la tristeza y el ahogo de pasarse la vida más solo
que un culo; de puras borracheras los fines de semana en los bares.
Porque a Melchor los
ligues en los bares nunca le habían funcionado mucho, ni siquiera en su
juventud. Los chicos capitalinos, sobre todo los guapos y los interesantes,
querían divertirse el fin de semana y ya; luego volvía él a verlos en los
mismos bares, y ni siquiera se saludaban, todos ya demasiado conocidos. Cada
cual se dedicaba, nuevamente, a ligar al extraño. Y conforme envejecía, peor.
“Uno viaja nomás para ver
caras nuevas, pero siempre son las mismas”, reflexionaría Melchor con otro
tequila, ya entre mareos, preguntándose qué carajos hacía así de solo y sin
destino sobre el planeta. Quizás se vería a sí mismo viajando año con año a
diferentes playas, con libros cada vez más gruesos que nunca terminaba de leer.
3
Lo siguiente fue un escándalo en medio Veracruz, digo, en el medio
Veracruz del centro que atiende de noche a los turistas ebrios y a los
maricones (sin ofender) y por donde desfilan los pequeños mayates y pícaros
habituales. Se supo que, sumidos cada cual en misteriosas reflexiones, casi sin
hablar, Melchor y Nicho duraron horas en Los Portales, hasta que todas las
fondas y cantinas se despoblaron y los meseros se ocuparon en barrer, fregar y
en trepar las sillas sobre las mesas. Bastante después de medianoche.
Melchor se había puesto a
pedir más tequilas y cervezas de las que podía consumir, de modo que se le
acumuló una barrera de tarros y caballitos, lo cual permitió que el imberbe
Nicho agarrara también, a trasmano, una mediana borrachera sin que la casa
quebrantara la ley, pues se le habían servido los tragos al señor, ya más que
mayor de edad. Nicho tenía su media cocacola propia, pero de pronto tomaba un trago de alguno de los
tarros o caballitos de Melchor.
Algo debieron haberse
dicho. Esas escuetas frases definitivas que se supone deciden la vida, cuando uno
las dice o las escucha en el momento exacto. Pero nadie los oyó conversar (en
parte, me explican, porque Melchor, que se cayó dos o tres veces de su silla,
materialmente ya no podía articular palabra); ni se les vio echarse las
miraditas tiernas, cogerse de la mano, ni los consabidos arrumacos a los que en
este libérrimo puerto sí se atreven públicamente los gays con sus ligues
lugareños.
Nada, muy serios el señor
y el niño, calladitos y completamente correctos. Y eso empezó a llamar la
atención, porque entonces, ¿de qué se trataba? ¿Qué se traía ese par, que no
lucía para nada como padre e hijo, sino como turista ebrio y calvo e infante
semiharapiento, pero que tampoco parecían una comparsa prostibularia? Nicho se
veía larguirucho, pero con tal carita de mocoso que resultaba absurdo o
extravagante considerarlo mayate, aun precocísimo.
Los meseros trataron de
alertar a Melchor contra un posible ladronzuelo. Inútil; de hecho, al pedir la
cuenta, fue Nicho quien tomó con toda familiaridad la cartera de Melchor y
contó los billetes, después de tres o cuatro intentos fallidos de nuestro
estimado visitante por distinguir los billetes verdes de diez pesos de los de
doscientos. Y se retiraron juntos. El esmirriado pero correoso Nicho llevaba
casi en vilo la rotunda figura veraniega del calvo Melchor.
La siguiente etapa fue una
gritería en el vestíbulo del Hotel Imperial, recientemente remozado. El
“escuincle” no estaba registrado y el establecimiento “se reservaba el derecho
de admisión, por la seguridad de los propios huéspedes”. (Definitivamente el
Veracruz bohemio no existe: es una invención de Agustín Lara.) Hubo intercambio
de insultos entre Melchor y los empleados y amenazas por ambas partes de llamar
a la policía. Ni siquiera se le permitió a Melchor largarse con sus maletas,
porque compartía el cuarto con Pancho y Aurelio, y “no se les fuera a perder
alguna pertenencia a los otros huéspedes”. Debió partir en mitad de la “noche
tibia y callada de Veracruz” en busca de uno de los hoteluchos de paso de los alrededores
del mercado, menos estrictos en cuanto a “derecho de admisión”.
Dos o tres horas después,
en el mismo vestíbulo del Hotel Imperial, Pancho y Aurelio, que habían
regresado ya de sus aventuras con una ebriedad más controlable, se arrancaban
los pelos y se gritoneaban con los empleados ante la posibilidad de que, a esas
horas, Melchor ya hubiese sido acuchillado por ese enigmático delincuente
infantil. Pues de que había pequeños asesinos, los había. Y todo era tan raro.
“¡Pero cómo lo dejaron ir! ¿Tiene idea de adónde fueron?”
El dependiente, para
entonces ya bastante divertido, les sugirió que llamaran a una patrulla y
peinaran todos los hoteles baratos del puerto. Y listo. Y dos bostezos. La
mención de la policía desagradó a los compungidos mariconazos (sin ofender) y
prefieron tomar un taxi e investigar por su cuenta; regresaron poco antes del
amanecer, sin éxito, lívidos, ceremoniosos. Casi viudas.
Sólo hasta el mediodía
localizaron a Melchor y a su misterioso acompañante, desayunando jarochas
suculencias en plena Parroquia (la nueva, pues). Para entonces Nicho había
sufrido una total transformación. Melchor lo había llevado de boutique en
boutique para sustituir sus semiharapos con un brillante vestuario de niño
turista.
Le compró una camiseta con
toda la familia Simpson estampada al frente, a colores; unos shorts kaki llenos
de bolsillos; una cangurera azul que atiborró de cremas y lociones contra
barros y espinillas; unos descomunales zapatos tenis Nike, que fueron la
envidia de cuanto jarocho lo vio caminar, en la cumbre de su éxito, rumbo a la
nueva Parroquia.
Nicho también quedó
decorado con un anillo de sospechosa plata (su signo zodiacal), una gruesa
cadena y medalla de supuesto oro (
Los meseros de
Nicho siguió devorando,
impasible y medio sonriente, muy seguro el cabroncito de su buena estrella, su
gran fuente de enchiladas con pollo.
Melchor fue llamado (en
español, en inglés, en clave) a la razón, a la mesura, al sentido de las
proporciones; hasta se le recordó que aun en el tolerante y alburero Estado de
Veracruz se castigaba la seducción de menores.
Acaso en otra entidad
federativa de nuestra mojigata República los comensales se hubieran
escandalizado. Aquí tomaron la política de que el turista siempre tiene la
razón; y muertos de risa ante esa especie de nativo de escaparate (en
miniatura), de monito decorado con atavíos y abalorios turísticos, que les
resultaba el voraz Nicho, aplaudieron.
¿Quién le iba a creer a
Melchor que ahora, pasada la mitad del camino de su vida, harto de soledad,
desengañado del sexo mercenario de fin de semana, había decidido adoptar
inocentemente, dizque sin lujuria alguna, un ahijadito que lo acompañara en la
tediosa y deprimente senda de sus días? Pero en Veracruz estamos tan acostumbrados
a oír cualquier cosa de los turistas que los jugadores de dominó de las mesas
vecinas siguieron riendo, y aplaudieron de nuevo.
—¡Es que de plano no te
mides! —gritó Pancho, y emprendió dignamente la retirada con Aurelio—. ¡Nos
vemos en el hotel!
—Ahorita los alcanzamos
—dijo Melchor, con toda entereza e inocencia, como un sensato padre de familia
cuyo lema fuese: “Todo a su tiempo: los problemas, después de almorzar”.
No resultó tan aquiescente
la actitud de la tropa de mayatitos, hamponcillos, vendedores de cualquier
cosa, movedores de ombligo, chulos y demás pícaros ante el encumbramiento de
ese advenedizo infantil, a quien apenas conocían de vista.
Se escandalizaron. Eso sí era inmoral. Nicho nomás se
andaba haciendo el huerfanito para robarle todo, pero todo, al señor chilango
medio raro. Y que no dijeran que no le ponían. De que le ponían en la cama, le
ponían. ¡Y quién sabe cuántas cochinadas sí hacía y se dejaba hacer el Nicho,
para recibir tan de golpe tantos regalos, especialmente los tenis Nike!
4
Con arrogancia Melchor cerró su cuenta en el Hotel Imperial y se hizo
transportar con todo y Nicho y equipaje en un taxi al permisivo hotel que los
había amparado.
Hubo algún intercambio
ríspido de despedidas, en sordina, entre Melchor y sus amigos, que se quedaron
tumbados en los sillones del vestíbulo en medio de la mayor consternación.
Aurelio limpiaba desoladoramente sus anteojos, otra vez empañados. Pancho
intentaba consolarse con la contemplación de sus pies perfectos, sobre los que
no habían pasado los años. El empeine era ideal.
Los cultos lectores que
leen cuentos como este en libros y revistas literarias acaso ignoren que en
pueblos y rancherías premodernos, especialmente de tierra jareosa como las
costas, los hombres de edad madura y hasta los ancianos de repente recurren,
con la aprobación general, a esta ancestral fuente de la juventud y se hacen de
amantes jovencitas, casi niñas. Fuera de los modernos centros de cultura suelen
abundar las parturientas de trece años. Y esas parejas de edades tan dispares,
esos injertos de padre (o abuelo)-amante y de esposa-hijita, dan lugar a
chistes y sones, pero hallan su modo de acoplarse, a veces más florida y
apaciblemente que los matrimonios normales. Los japoneses han escrito muchos
jaikús al respecto.
Pero los chamacos jarochos
no quisieron pensar en ello. Los tenis Nike, la medalla y el extravagante
sombrerito de grumete de Nicho los sacaban de quicio. Era algo loco, ridículo,
hasta inmoral. A nadie le pasaban cosas así. Era como encontrarse tirado un
billete de lotería, que resultase ganador del premio mayor. Un cuento como
La envidia del bien ajeno
es una pasión poderosa, y los chicos de las playas y Los Portales conspiraron.
Conspiraron en Mocambo, en Mandinga, en Boca del Río, pues los chismes en
Veracruz son veloces, para convencer a Aurelio y a Pancho de que el loco de su
amigo corría un peligro atroz. Que Nicho, así de mosquita muerta con sus dientes
de oro y todo, había robado y traicionado a todos los que confiaron en él; que
había matado, pero con un puñalote de este tamaño, a sus propios padres: por
eso andaba haciéndose el huerfanito; que había estado en un orfanatorio, en la
cárcel de menores, y que la policía lo había liberado sólo para usarlo de
gancho y soplón, y esto y lo otro; juraron, además, que en cuanto se fuera su
colorado y pecoso protector, le iban a dar su merecido. O antes: que nomás les
avisaran, si al Nicho se le ocurría pasarse de listo. Porque aquí en Veracruz
no era de hombres hacer esas cosas. De buena fuente sabían que el tal Nicho ni
siquiera era veracruzano, sino de
La noche del domingo tuve
cantina llena, en parte por este chisme. Llegaron temprano Melchor y Nicho,
siempre silenciosos, sin abrazarse ni cogerse de la mano, nomás transmitiéndose
puras ternuras y pensamientos entrañables con los ojos; se corrió la voz y
empezaron a juntarse los chamacos a la puerta, espiando a Nicho y comentándose
cosas al oído. Algunos le hacían gestos amenazadores a espaldas de Melchor.
Pensé que querían apedrear a la mujer adúltera, como dice el Evangelio.
Luego aparecieron Pancho
(toda su donosura descompuesta por la preocupación: un puñado de tics
nerviosos) y Aurelio (que se enjugaba la frente con un paliacate amarillo sucio
y apeñuscado), y se sentaron en mesa aparte, que pronto admitió a una palomilla
de los pícaros de la calle. Ya fuera porque los rumores del peligro le hubiesen
metido miedo, o porque considerara poco seguro mi humilde establecimiento, el
caso es que para entonces Aurelio ya se había despojado, precavidamente, de
todas sus joyas. Parecía más bien algo hippie, con la marañota de pelo y su
fina ropa bastante arrugada.
Algo de trabajo me costó
mantener el orden: correr a los vagos que sólo querían molestar a los tórtolos
sin consumir ni una cerveza (bueno, sin conseguir que se la invitaran, pues);
renconvenir a los que de pronto chiflaban una burlesca marcha nupcial o hacían
la pantomima de una novia coronada con una servilleta de papel en forma de
barquito; y hasta sacar a empellones a algún grandulón que le puso una
zancadilla a Nicho cuando iba al baño (lo hizo caer y mancharse sus shorts kaki
llenos de bolsillos). Incluso, decentemente, llamé a la discreción al propio
Aurelio, que un poco contagiado de la vulgaridad de la chusma (y tal vez
envidioso de que alguien de su edad todavía se entregara a los sueños del “amor
del bueno”) se había improvisado unos dientes de oro con la envoltura de sus cigarros.
Y cantaba: “Una vez nada más se entrega el alma...”
Melchor y Nicho lo
soportaron todo: así de grande parecía su amor. Supe luego que habían ido a la
cantina a despedirse de Veracruz, su última noche en el puerto; antes habían
caminado plácidamente por la costera, hasta la estatua de Ruiz Cortines: se
disponían a tomar al día siguiente el camión a México, rumbo a su nueva vida
juntos, para siempre, en ese departamento amplio frente a un parque, en un
séptimo piso, que Melchor le había descrito a Nicho como todo un reino de
tranquilidad y vida dichosa: microondas, televisión, videocasetera, compact
disc, nintendo, computadora. Tenía un perro afgano llamado Dick.
A pesar de sus
desavenencias, algo se dijeron los tres maricones capitalinos (sin ofender).
Tuvieron un breve conciliábulo, secretísimo. Parecía que hubiese cuentas que
arreglar o cosas por el estilo. Pancho hablaba y hablaba, Aurelio asentía;
Melchor escuchaba serenamente, con paciencia, y finalmente les entregó sin
resistir todas sus tarjetas de crédito. Pancho recobró en parte su juventud tan
histéricamente interrumpida. Aurelio se aplacó levemente la melena con los
dedos.
Sea como fuere se dijeron
demasiado. Melchor y Nicho se marcharon primero. Media hora después, Aurelio y
Pancho. Y nadie en el puerto ha vuelto a ver a esos tres chilangos por acá. Eso
pasa con algunos turistas, se hacen célebres entre nosotros durante dos días y
no regresan sino, notablemente deteriorados, cinco o diez años después. Pero
los jarochos, agradecidos y afectuosos con el turismo, nos acordamos a veces
del vestido mamey de alguna güera, de la manera de reírse de algún barbón, de
la tacañería o prodigalidad de tales o cuales. Todos hacen el oso y no se los
tomamos a mal. Felices ellos, que pueden.
A quien sí vi la noche
siguiente fue a Nicho, con la camiseta de los Simpson desgarrada y un diente de
oro menos. Andaba descalzo, sin los tenis Nike.
Estuvo espiando horas
frente a mi cantina, por si llegaba su tórtolo maduro y calvo. No lloraba. No
puedo decirles si fue abandonado mientras dormía en el hotel, en plena
madrugada; o si ya en la central de autobuses Melchor lo mandó a comprar
cigarros, y desapareció.
Nicho me pareció algo
estúpido con la cara llena de diminutas curaciones blancuzcas sobre sus barros y
sus espinillas. Y sus grandes ojos verdes, ojotes como de caricatura infantil,
brillaban bajo su blanca gorrita de grumete, que a la luz de la luna dejaba
leer desde mi mostrador toda la frase: “Recuerdo de Veracruz”.
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