Lectores de mil noches y una noche
por José Joaquín Blanco
VOLLAND, BURTON, MARDRUS
Desde 1704, gracias a una versión francesa,
versallesca, de Antoine Volland, cundió abiertamente por la cultura occidental
la influencia de Las mil y una noches,
aunque de una manera subrepticia había existido al menos desde el siglo IX y
dejado huellas en todas las literaturas europeas, especialmente en la española,
tan ligada por entonces a la árabe. Es probable que se trate del mejor libro
del mundo, rango en que compite (dicen) con
Como
refundición y culminación de la imaginería y de la civilización medieval
islámica -del Mediterráneo a Arabia y Persia; Siria, Turquía, Grecia; de
En
infinidad de poemas, leyendas y cuentos europeos, medievales y renacentistas (las
jarchas, Dante, Boccaccio, Ariosto), se trasluce esa inspiración, que a partir
del siglo XVIII, gracias a Volland, retoma vigor y permea la cultura ilustrada
de Montesquieu (Cartas persas) y
Voltaire (Zadig, La princesa de Babilonia, Historia del buen Brahmín), del Doctor
Johnson (Rasselas) y Swift (Los viajes de Gulliver), y toda la boga
exótica del Oriente de aventureros y náufragos en mundos exóticos; los jeques,
los serrallos y los califas -que, de cualquier modo, ya habían anticipado tanto
Molière como Racine desde mediados del siglo XVII, para no hablar de los
españoles del Siglo de Oro: Lope de Vega y Cervantes: Cide Hamete Benengeli, a
quien Cervantes imagina como autor de su Quijote,
es un narrador milyunanochesco.
La
imaginación como cuerno de la abundancia: los genios en botellas y lámparas
maravillosas; las aves gigantescas y los gigantes voladores; las alfombras y
los anillos mágicos, los talismanes, la alquimia, la magia negra y los conjuros
cabalísticos; los palacios de alabastro y los ríos y montañas de piedras
preciosas; los baños y las fuentes de ensueño, los mundos submarinos, las
galerías laberínticas dentro de las montañas y los desiertos y las ciudades
como otros tantos laberintos, los jardines espléndidos; los eunucos y los visires luciferinos o
ingeniosos; la opulenta civilización artesanal y comercial de sastres,
carpinteros, herreros, granjeros, arquitectos, cocineros, joyeros, tapiceros,
tejedores, boticarios de variedad y lujo casi modernos; los mercaderes que
recorren medio mundo; las otras especies digamos humanoides que no descienden
de Adán: hombres-ave, hombres-pez, hombres-serpiente, hombres-bestias, genios
esclavizados por Salomón (muchas especies), diablos, monstruos, prodigios; los
mendigos o vagos que se vuelven sultanes y los sultanes que devienen mendigos o
monjes mendicantes, vagabundos, derviches; astrólogos, bufones, poetas, artesanos,
brujas, hechiceros, comerciantes de zocos abigarrados; populosas cortes
burocráticas; caravanas y flotas en perpetuos vuelcos de la fortuna; las
metamorfosis de unas personas (o genios) en otras (o en fantasmas), en animales
o en objetos; Aladino, Simbad, Alibabá, las huríes; las travesuras del hachís y
otros enervantes...
Ese
exotismo milyunanochesco está presente en el romanticismo y dará, con
Stevenson, unas Nuevas mil y una noches,
para mayor gloria del califa Harún Al-Rashid, cuya melancolía lo llevaba a
disfrazarse por las noches de paisano y recorrer Bagdad entre la plebe, e
infinidad de textos y obras musicales y plásticas en todo el orbe (Mozart, Delacroix,
Rimsky-Korsakoff). En Las mil y una
noches están todos los cuentos que se quiera: lo mismo La vida es sueño que Turandot,
Como
sus compañeros aspirantes al rango del “mejor libro del mundo”, ya lo hemos
leído aunque no lo hayamos abierto jamás: está en el folklore de todos los
países, en todas las literaturas y, en nuestro tiempo, abrumadoramente, en el
cine y la televisión. Parece que el tejido general -el sultán desengañado de
las mujeres que se decide a decapitar a Sherezada, como a sus otras esposas y
concubinas, al día siguiente de su noche de bodas, para no darle oportunidad de
infidelidades, destino que ella sabiamente evita narrándole cada noche una
serie de cuentos que lo fascinan e intrigan, hasta que en la noche 1001 (cifra
que significa todas las noches, o el infinito) ya es demasiado tarde:
entretanto el sultán se ha enamorado y ha procreado con ella tres hijos- se
impuso desde los siglos VIII o IX. Se sabe que en diversas regiones del mundo
islámico se fueron componiendo innumerables códices paralelos, con variantes
significativas, aunque casi siempre conservaban las mismas cincuenta o cien
historias culminantes, indispensables. De esos innumerables códices parece que
sobrevive una docena azarosa.
En
el siglo XIX diversos investigadores y escritores recobraron y divulgaron
algunos de esos códices (especialmente la versión inglesa de 1885 de sir
Richard Burton). Todos ellos empero, siguiendo la primera tendencia de Antoine
Volland, europeizaron demasiado la obra árabe-persa-hindú-china-africana,
expurgando las lubricidades, obscenidades o farsas que juzgaron indignas de tan
alta obra imaginativa. En 1902, J. C. Mardrus publicó una versión francesa no
expurgada con el título de Las mil noches
y una noche, que causó escándalo precisamente por esas partes inoportunas o
políticamente incorrectas. Jorge Luis Borges, jugando a las paradojas, prefería
las refundiciones europeas -más puramente imaginativas y pulcras, más leales a
la fama del libro como lectura infantil- al original, mientras que André Gide
clamaba contra la falsificación de un Oriente al gusto prejuicioso de
Sin
embargo, es comprensible el berrinche de Borges: Mardrus le estaba rompiendo su
juguete favorito. Esa especie de inofensiva Antología
de la literatura fantástica “árabe” -las versiones de Volland y Burton- se
le volvía un corpus folklórico rebosante de todo. Qué nostalgia por la versión
versallesca, donde los terribles orientales parecían principitos de la corte de
Versalles y las huríes tenían rasgos de marquesas parisinas. Volland, por
ejemplo, reducía metódicamente toda la vasta pastelería oriental a puras
“tartas a la crema”, olvidándose de dátiles, almendras, especias y mieles de
flores. Sin la claridosa extravagancia de Borges, quien también prefería leer
el Quijote en la versión inglesa (dizque más depurada, más intelectual, mejor
escrita), infinidad de autores, profesores, editores y padres de familia han
optado beligerantemente por las antiguas, europeizadas versiones pudorosas, amañadas
y expurgadas del libro, marginando la traducción de Mardrus, que ha quedado
como un exótico título “pornográfico” para adultos licenciosos.
Lo
que constituye una exageración. Las mil y
una noches siempre es -además de regocijante y maravilloso- un libro
terrible, libertino y cruel, como producto de su civilización medieval y
tiránica. Me parece, sin embargo, más “perverso” cuando sólo sugiere intencionada
y torvamente promiscuidades o tortuosidades eróticas y sádicas, como en las
contrahechuras occidentales, que cuando las enuncia con una franqueza folklórica.
Como cúmulo de miles de cuentos -cada cuento o episodio de cada noche contiene,
como cajas chinas, muchos otros cuentos- da lugar a todo tipo de invenciones.
Ya sabemos que preferiremos, como tantas otras generaciones, a Aladino, a
Alibabá, a Simbad, a la alfombra mágica, al caballo de madera, etcétera... Pero
la imaginación folklórica, popular, marginada por las versiones occidentales
oficiales, nos habla de algo más franco o maravilloso: los cuentos que en que
se entretienen los chicos vagos, en los mercados, en las mezquitas o en las
caravanas. La mayor parte del libro son esos ensueños ingenuos, la vasta
imaginación del pobre y del ocioso: si Alá, que lo puede todo, me enviara un
genio que me concediera tres o docenas de deseos, ¿qué le pediría? Palacios,
mujeres, viajes, joyas, aventuras, los otros mundos sobrenaturales, los
secretos de la magia... Es el sustrato de toda imaginación folklórica.
Algunos
cuentos develan, a primera vista, una factura refinada: invenciones de sabios,
incluso invenciones escritas y corregidas acuciosamente, con una elegancia y una
estrategia extremadas, geniales. Otros se solazan en la vulgaridad de las
conversaciones masculinas cuando se estanca el ocio: en la versión de Mardrus,
por ejemplo, proliferan los cuentos de pedos -hay un gigante volador, como
elefante, que se hincha de aire para remontar el vuelo, y se va desinflando a
pedos turpidísimos durante el trayecto-, que los versallescos o victorianos no
reconocerían como buena literatura. Pero no es necesariamente licenciosa o libertina;
no hay retorcimiento mental: es llana franqueza del habla popular, regodeo en
expresiones obscenas con el único fin de botarse de risa, hasta “caerse de
culo”, como no traduce Volland.
MIL Y UNA SIN SACAR
El lector escucha el rumor de todos esos
vaguillos de todas las edades en su módico solaz de la conversación picaresca,
así como en momentos especiales asiste a las imaginaciones letradas de los
sabios y los poetas. Son reducidas, y poco explotadas en su sentido morboso,
sino más bien en el cómico, fársico, picaresco, las escenas de homosexualidad,
bestialismo, sadomasoquismo, truculencia... Pese a todo, se siente el gobierno
de cierto puritanismo islámico, aun en las mayores libertades. No hay que olvidar, sin embargo, que lo
realmente tremendo existe desde el principio, cuando se nos cuenta la poco
edificante historia de un rey que tiene el derecho de degollar una tras otra a
sus múltiples mujeres inmediatamente después de desvirgarlas.
Todo
lo expurgado quedaba tan insinuado en la versión de Volland, que Diderot pudo
componer un libro verdaderamente libertino y pornográfico, magníficamente
libertino y pornográfico: Las joyas
indiscretas (1748), que rivalizan en franqueza con el original árabe que no
conoció. Qué tipazo ese Diderot. Su terrible travesura juega con el doble
sentido de la palabra “joya” en francés, que se usaba también para la vagina; y
gracias a un anillo maravilloso, milyunanochesco, convoca a monologar -bocas
alternas- a todas las vaginas de la corte... incluso a las “joyas” de la tercera
edad, que hablan con voz ronca, tosuda y tartajosa... ¡y lo cuentan todo!
Yo
pondría a Gil Gamés por testigo, si algún genio de la botella decide regresarlo
de sus vacaciones ya demasiado prolongadas en el Turquestán, sobre si hay retorcimiento
moral letrado o mera travesura picaresca en los coitos de Las mil noches y una noche de Mardrus. En la noche 835 (versión Mardrus
/ Blasco Ibáñez) aparecen no unas modestas “tres sin sacar”, sino unas “mil y
una sin sacar”:
“Y
al punto ella vino a mí, y se echó sobre mí, y se restregó conmigo con un ardor
asombroso. Y yo, ¡oh mi señor!, sentí que mi alma se albergaba por entero donde
tú sabes, y di cima a la obra para que había sido requerido y a la tarea que se
me pedía, y vencí lo que hasta entonces pertenecía al dominio de lo invencible,
y abatí lo que había que abatir, y arrebaté lo que estaba por arrebatar, y tomé
lo que pude, y di lo que era necesario, y me levanté, y me eché, y cargué, y
descargué, y clavé, y forcé, y llené, y barrené, y reforcé, y excité, y apreté,
y derribé, y avancé, y recomencé, y de tal manera, ¡oh mi señor sultán!, que
aquella noche quien tú sabes fue el valiente a quien llaman el cordero, el herrero,
el aplastante, el calamitoso, el largo, el férreo, el llorón, el abridor, el
agujereador, el frotador, el irresistible báculo del derviche, la herramienta
prodigiosa, el explorador, el tuerto acometedor, el alfanje del guerrero, el
nadador infatigable, el ruiseñor canoro, el padre de cuello gordo, el padre de
nervios gordos, el padre de huevos gordos, el padre del turbante, el padre de
cabeza calva, el padre de los estremecimientos, el padre de las delicias, el
padre de los terrores, el gallo sin cresta ni voz, el hijo de su padre, la
herencia del pobre, el músculo caprichoso y el grueso nervio dulce. Y creo, ¡oh
mi señor sultán!, que aquella noche cada remoquete fue acompañado de su
explicación, cada cualidad de su prueba y cada atributo de su demostración. Y
nos interrumpimos en nuestros trabajos sólo porque ya había transcurrido la
noche y teníamos que levantarnos para la oración de la mañana”.
Y
en la noche 849:
“Y
durante tres días obraron de tal suerte, sin tregua ni descanso, haciendo girar
la rueda por el agua, y rechinar sin interrupción el huso del jovenzuelo, y dar
de mamar de su madre al cordero, y entrar el dedo en el anillo, y reposar el
niño en su cuna, y abrazarse los dos gemelos, y meter el tornillo en la rosca,
y alargar el cuello del camello, y picotear el gorrión a la gorriona, y piar en
su nido caliente el hermoso pájaro, y atascarse de grano el pichón, y ramonear
el gazapo, y rumiar el ternero, y triscar el cabrito, y pegarse piel con piel,
hasta que el padre de los asaltos, que nunca quedaba mal, cesó por sí mismo de
tocar la zampoña”.
La jocundidad, la tolerancia y la alegría de esos
cuentos deben ser recordadas en estos tiempos de etiquetamiento maniqueo de la
cultura islámica por parte de la arrogante modernidad occidental, sin olvidar
desde luego que, al igual que sus equivalentes occidentales, los personajes de Las mil noches y una noche tienen los
prejuicios y las crueldades medievales de su civilización: empalamientos, mutilaciones,
decapitaciones, descuartizamientos, torturas, masacres. El autoritarismo
delirante de sus emires, sultanes y califas. El sometimiento postrado de las
mujeres y los pobres. Pero algo hay de convivencia, de travesura, de alegría y
hasta de humor incluso entre razas y religiones diversas (a las que de
cualquier manera se maldice ritualmente): negros, judíos, cristianos y
“descreídos” diversos, como marginados en ese orbe islámico, pero de cualquier
manera vecinos, compadres y hasta amantes omnipresentes.
Tenemos
pues dos versiones -o mejor dicho, dos corrientes de versiones, pues nuevos
editores remiendan las de Volland y Burton con préstamos incidentales de Mardrus-:
la meramente fantástica y exótica, incluso dizque apta para niños; y la no
necesariamente pornográfica ni licenciosa sino meramente folklórica, con muchas
páginas adicionales de conversación e imaginería humorísticas, picarescas y
obscenonas. ¿Por qué elegir? Podemos quedarnos con las dos, con muchas. A final
de cuentas no existe ningún original “canónico” de Las mil y una noches, sino muchos códices e infinidad de cuentos
orientales del tipo de los conocidos; y entonces Volland y Burton tenían su
derecho europeo de fabricar sus propios códices para sus pudibundos lectores
occidentales. Mismo derecho que, para ser justos, asiste también a Mardrus,
quien además recoge muchos hermosos poemas líricos intercalados, que a los
editores más interesados en vender sólo las anécdotas fabulosas les parecen
sobrantes.
Debe
el lector, pues, estar a la defensiva frente a las ediciones populares
castellanas: los pudibundos editores o pedagogos, extremando su protección al
público infantil o bienpensante (al que se dirigen: es su negocio), censuran
incluso a Volland y a Burton, muchas veces sin advertirlo al lector, en versiones
meramente pueriles donde sólo conservan episodios de magia inocua. Para tal
caso, mejor las películas de dibujos animados.
No
conozco traducciones notables castellanas directas del árabe de ninguna versión
de Las mil y una noches (no cuento la
de Rafael Cansinos Assens en Aguilar, tan cuestionable como las otras
“traducciones magnas” que publicó en la misma editorial), sino viejas
traducciones recicladas de las versiones francesas e inglesas, entre las que la
de Mardrus-Blasco Ibáñez destaca con mucho, tanto por su respeto al original
como por su buen castellano.
Hay
una edición reciente, ilustrada, popular, en ofertón de Gandhi (Edimat Libros,
Madrid), que omite deliberadamente nombrar al traductor castellano y de dónde
se traduce, pero el prologuista señala que la falsifica adrede con fines
edificantes: “En fin, los ideales, los sueños de la humanidad toda, a través de
los siglos, se hacen realidades. Y como los buenos cuentos son aquellos que
enseñan algo bueno, en éstos se acaba siempre descubriendo las malas artes y
con el triunfo de la virtud. Estos valores eternos, estas cualidades que
sobreviven a las circunstancias históricas o a las tendencias literarias del
momento, son las que pretendemos conservar y resaltar en esta edición,
suprimiendo las escabrosidades y dando mayor amenidad y animación a cada
relato”. Esta edición, aunque gorda, es cuatro veces más corta que Las mil noches y una noche: suprimió
demasiado. ¡Y se atrevió a dar por sus pistolas “mayor amenidad y animación a
cada relato”! ¡Que Shakespeare no caiga en sus manos! (En realidad, con grandes
tijeretazos y pequeños cambios más bien pedantescos -diwán donde decía diván-
es, en su mayor parte, un descarado plagio de la propia versión de Mardrus /
Blasco Ibáñez, a quienes no se da crédito de traductores, pero se les insulta
como “impostores y escabrosos” en el prólogo: cotejé tres de los principales
cuentos: Simbad, Aladino y Alibabá)
Otro
beneficio de la versión folklórica íntegra de Mardrus / Blasco Ibáñez, por
encima de las contrahechuras puerilizadas o políticamente correctas de este
libro, es la de revelarnos la manera medieval de pensar y de sentir, que no se
diferencia mucho entre el islamismo y el cristianismo. La gran religiosidad, la
inmediata presencia de lo sagrado, la observancia de valores generosos como la
hospitalidad o la limosna, la espiritualización del erotismo, la extrema
conciencia de los lazos familiares y vecinales se ve acompañada -como en las
leyendas y los romances europeos- de una extrema crueldad cotidiana. Todo
convive. Hay hijos que maltratan a sus madres, hermanos que mediomatan o matan sus
hermanos, hermanas envidiosas que raptan al hijo recién nacido de la hermana
más afortunada para sustituirlo por un animal muerto, de modo que el marido la
repudie por haber parido a un monstruo. Los autores medievales no piensan con
la congruencia moral que dirige a los modernos, de modo que dibujan al mismo
tiempo personajes idílicos y monstruosos, luciferinos y angelicales,
truculentos e idealizados. No se busca personajes morales de una sola pieza.
Son todo a la vez y lo macabro cohabita con las ilusiones beatíficas... como en
las leyendas, romances y vidas de los santos europeos.
Este
aspecto terrorífico -pero no un terror separado de la dicha, como géneros
diferentes, sino entremezclados- parecería un rasgo oriental si desconociésemos
sus equivalentes en otras literaturas de esa época. ¿Pero no hay hasta romances
y cuentos de hadas occidentales de padres que martirizan a sus hijas -el
romance de Delgadina- y de ogros que se comen a los niños? ¿No existen tales
historias en la propia Biblia? En este sentido, todos los candidatos a ser el
mejor libro del mundo resultarían escandalosos y exigirían una falsificación
piadosa para la lectura infantil, juvenil o decente.
Como
en todos estos, en Las mil noches y una
noche la delicia, la edificación, la maravilla, el pasmo y el erotismo
están indisolublemente soldados con el terror y la infamia. Los mejores libros
siempre son los más peligrosos y hasta repugnantes, y se precisa una larga
iniciación para, a cada edad, ir descubriendo sus capas desconcertantes. Nunca
acabamos de leerlos ni de entenderlos. En ellos anida el enigma del hombre de
su tiempo, hecho de fascinación y de espanto. Lo que, por lo demás, ha sido confirmado
por todos los estudiosos del folklore y de los cuentos populares e infantiles.
Acaso la llamada literatura infantil -ogros, embrujos, crímenes,
transformaciones- sea lo menos propio para los niños. Acaso la llamada
literatura popular resulte más compleja, enigmática y escandalosa que la culta.
Están menos dirigidas por una congruencia moral planificadora; más próximas a
los mitos y a las pulsiones inconscientes e involuntarias.
Por
lo demás, es escasa la intención moralizante de los cuentos: sólo rara vez se
premia la virtud y se castigan los vicios: la fortuna o la catástrofe ocurren
porque estaban predestinados por Alá. Con frecuencia los personajes más
afortunados son unos verdaderos pillastres e incluso criminales, y en cambio se
tortura y masacra con lujo de violencia a mucha gente sin otras culpas que su
destino de figurar como víctimas casi de utilería en las acciones y los
prodigios enigmáticos, como todos los pobres comerciantes que siempre se ahogan
en los naufragios donde siempre se salva Simbad. No hay meritocracia, sino una
confusa vida proliferada de maravillas y terrores.
Si
en Las mil noches y una noche nos
encontramos una cabeza de negro conservada en salazón, ante la cual un marido
engañado obliga a llorar continuamente a la esposa infiel, habremos de recordar
cuentos, tragedias y epopeyas occidentales donde mujeres despechadas asesinan a
sus hijos, los cocinan y se los dan a comer como manjares al marido odiado.
Alguna se llama Medea.
Volver
a los textos fundamentales, a los textos amados, a los textos de infancia y
juventud, siempre conlleva una recreación de su primer embeleso y un
estremecimiento de espanto. Sólo las
lecturas pop son inocentes. Aunque
desde luego los textos exigen un distanciamiento: son metáforas, fábulas,
decires, con raíces de carne y de muerte, de horror y exaltación, de infamias y
beatitudes. ¿Acaso tomamos literalmente, nos comemos con todo y plumas las
películas de terror y de balazos?
Y
aquellas obras en las que no sólo colabora una sociedad, sino varias sociedades
a lo largo de varios siglos, entretejen asimismo todas sus pesadillas. Acaso
esta sea, a fin de cuentas, la mejor aportación de la versión “maldita” de Mardrus
de Las mil noches y una noche: no nos
regatea el espanto, simplemente lo consigna como uno más de sus aspectos
numerosos.
Finalmente,
corre por todo el voluminoso conjunto de cuentos una enorme serenidad, también
medieval y especialmente islámica: la creencia de que todo está escrito, de que
el hombre no puede cambiar los destinos establecidos por Dios, y que entonces
resulta absurdo aterrarse, sufrir o gozar demasiado. Todo cambia a cada momento
sin responsabilidad humana. Hay un curioso cuento de un pobre hombre que, con
ayuda de sus amigos, se empeña en mejorar su destino y sólo lo empeora en la
misma medida en que se esfuerza, hasta que arbitrariamente le llega la fortuna,
sin esperarla ni trabajarla, una fortuna que no ha de durar, y que debe gozarla
sólo momentáneamente, agradeciéndola a Alá, como un parpadeo.
El
mundo y los hombres “reales”, positivos, casi no existen en Las mil noches y una noche, y la
realidad no se diferencia tanto de las ilusiones, los embrujos y la magia. Un
sueño al mismo tiempo deleitoso y macabro, con veloces cambios de fortuna, que
todos están soñando. Buenos creyentes, agradecen a Alá el minuto presente, sea
como fuere. Lo que no se diferenciaba demasiado de la manera cristiana de vivir
Al
menos seis siglos de una civilización se asientan en ese libro que pretendemos
tomar por meros fantasía y esparcimiento. En realidad, esos cuentos cifran
mitos y códigos secretos que siguen encontrando resonancias actuales. De ahí su
constante fascinación, más allá de las descripciones lujosas y sensuales, y de
la utilería de tantos efectos especiales de un universo mágico. Es un libro que
se deja soñar, más que leer, y suscita todas las aprensiones de los sueños. En
otras épocas más optimistas diversos estudiosos aplicarían a su interpretación
las categorías de Frazer, Freud, Jung, Campbell, Propp, Lévy-Bruhl,
Lévy-Strauss. Los mitos, los arcanos, los arquetipos, el subconsciente
colectivo, la mentalidad mágica, el pensamiento salvaje. En nuestra “posmodernidad”
desengañada rescatamos la fascinación, el enigma y el espanto, que no son poca
cosa. Y sobre todo la literatura. Miles y miles -no sólo mil y uno- de cuentos
bien urdidos y bien contados.
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