LIZARDI O EL FILÓSOFO DE BANQUETA
Si se practicara una encuesta entre los mexicanos letrados, incluso
presuntamente muy letrados, sobre sus conocimientos acerca de José Joaquín
Fernández de Lizardi, nos toparíamos con media decena de lugares comunes: que tenía
el sobrenombre de El Pensador Mexicano;
que fue un autor independentista; que escribió la primera novela mexicana: El Periquillo Sarniento; que se dedicó
a moralizar o a educar al pueblo. Todo ello lo convierte en un héroe de cultura
nacional a quien no suena correcto tildar de ramplón o de aburrido.
Más que cualquier otro
autor célebre, Lizardi ha resultado, para la enorme mayoría de los lectores que
lo han sufrido como lectura escolar en la secundaria o en la preparatoria, un
sermoneador opaco con algunos chistes poco inspirados. Es un autor que los
mexicanos letrados conocen a través de borrosos recuerdos de tedios escolares.
Para descubrir en él otra
cosa: a un rebelde de las costumbres, a un soñador de la sociedad moderna, a un
combatiente de las ideas, al primer y más decidido defensor (creador) de la
libertad de prensa, es preciso, primero, desmitificarlo un tanto como el héroe
domesticado de los libros de texto (el simple enemigo de la pereza y la
coquetería, por ejemplo); y luego leerlo ampliamente, más allá de la fábula del
Periquillo, en la gran cantidad de
ensayos, versos, teatro y periodismo recopilados en sus Obras (UNAM, 1963-1997). Pero suman 15 tomotes, que abruman al
lector de intereses generales, quien no espera grandes deslumbramientos en
Lizardi sino, otra vez, el prestigio épico del “autor independentista” y del
“primer novelista mexicano”.
Por fortuna, María Rosa
Palazón y sus colegas han publicado una abundante antología temática, con un
prólogo importante (si bien demasiado apologético para mi gusto), en la serie
“Los imprescindibles” de Editorial Cal y Arena. (La selección también resulta
ambiciosa e imparcial: aparecen textos donde Lizardi no queda muy bien parado,
pero que es justo que el lector también conozca, como sus insultos a las tropas
de Hidalgo y Morelos; la melancólica conversación —que George Bernard Shaw
habría envidiado— entre Hidalgo e Iturbide en los infiernos; y sus finales
escritos “ultras”, donde su jacobinismo ya resulta menos polémico y jocoso que
agriamente intolerante y persecutorio.)
Otros de nuestros autores se distinguen por sus conocimientos o su
inspiración, su riqueza expresiva o su inteligencia. Lizardi (como en cierta
medida su contemporáneo Carlos María de Bustamante) se destaca por su modestia,
en los dos sentidos del término: su falta de presunción y su falta de
brillantez artísticas e intelectuales.
Si no queremos
decepcionarnos con su lectura es preciso dejar de exigirle la hondura
intelectual, la prosa rica e inteligente, los conocimientos prolijos que no
tiene. Hay que leerlo como él quería que se le leyera: como periodista. (Pudo
asimismo llamarse, como lo haría Mariano José de Larra en España, El pobrecito hablador: el periodista
moderno que no se exige credenciales de teólogo ni de erudito, sino la cultura
general, el sentido común y la expresión coloquial.)
Sus defectos de escritura
y su falta de conocimientos económicos, históricos, legales, religiosos, fueron
señalados en sus propios días por los poetas del Diario de México, los “árcades”, y por los expertos
gubernamentales (a quienes parecían ridículas algunas de sus proposiciones
concretas de reformas sociales o políticas: sencillamente sus cuentas no
salían; o que sus “arbitrios” o soluciones provocaban más problemas de los que
intentaban resolver, como su defensa de las “rosarieras” o vendedoras
ambulantes de sus tiempos). Lucas Alamán lo recuerda con desdén en su Historia de México.
Como sus contemporáneos
fray Servando y Bustamante, fue acusado de disparatado, farragoso y vulgar,
cuando no de ridículo, falso y “mamarrachero”. Ciertamente todos sus escritos,
salvo acaso el esperpéntico soldadón Don
Catrín de la Fachenda ,
parecen escritos al vapor, casi sin revisión alguna, con inmediatez
periodística, y ciertos alardes de comicidad coloquialista no siempre logrados.
Su audaz águila periodística tiene mucho de perico.
Además, a diferencia de
fray Servando, quien era un hombre de ideas y expresiones brillantísimas
(aunque extravagantes); y de Bustamante, testigo y trovador (a ratos
disparatado) de las hazañas insurgentes, Lizardi parecía hablar de todo al
mismo tiempo y no tener nada concreto qué decir. En eso funda una tradición
verbosa que constatamos entre los columnistas del día de hoy.
Hay que estar dispuestos,
en la obra de Lizardi, a encontrar, a veces hasta en el mismo párrafo,
conceptos tan modestos como la utilidad de que los cuartos estén bien
ventilados, de que las mujeres sean virtuosas y los hombres laboriosos, de que
los niños no usen zapatos muy estrechos, y lucubraciones tan atrevidas como la
forma de competir localmente (la Independencia contrajo el lío del “libre
comercio”) con Inglaterra en la industria textil hacia 1825: ¿Cómo? ¡Pues nomás
trabajando duro y bien! Los telares casi medievales novohispanos podrían
producir telas tan buenas y baratas como las de las fábricas inglesas gracias
¡a un simple esfuerzo moral! Con moral o sin moral, todos los arcaicos telares
del mundo quebraron ante la Revolución Industrial inglesa.
Fracasa como estratega al
proponer la recuperación del fuerte de Ulúa a cañonazos, desde la plaza de
Veracruz: no conocía el alcance de los cañones ni la distancia entre la plaza y
el fuerte. Su banalidad y su beatería moralizantes irritan especialmente en las
novelas y en las fábulas: sus regaños a las quinceañeras coquetas, por ejemplo.
¿Qué daño le hacía que las mujeres gustaran de la moda? ¿De veras quería que
toda casadera o casada fuese una monja? ¿Por qué un escritor ha de tener
derecho a la libertad de prensa, y una chamaca no a la libertad de la moda? (La Güera
Rodríguez debió haber atronado, desde su alcoba
todopoderosa, contra los anticuados y paniaguados escritos de Lizardi sobre las
mujeres que, por lo menos al vestirse, se sentían modernas.)
En sus Conversaciones del Payo y del Sacristán
arroja a la torera toda una constitución formal para el México independiente.
Total, dice pisando de lleno el país de las barbaridades: Si Platón se atrevió
a soñar su República, ¿yo por qué no?
Si Tomás Moro...
Bueno: porque eran sabios,
en el sentido en que lo fueron sus antecesores Alzate y Bartolache, o su
detractor Alamán; en el sentido en que nuestro Pensador nunca lo fue. Lizardi rara vez expone un pensamiento
profundo y metódico, ni ofrece datos concretos, situaciones materiales,
análisis históricos o económicos sustentados: es, como suele ocurrir en el
periodismo, un hombre de ideas generales. Ciertamente generosas: busca el Bien
Común, la justicia, la paz, la libertad, la prosperidad, el orden público, la
dignidad de su patria, pero carece de otro tipo de argumentos que los morales.
A ratos miente: sabía
perfectamente y por experiencia propia, por ejemplo, que los francmasones, a
quienes defendió, profesaban una especie de ateísmo llamado “deísmo” (la
creencia en un abstracto y geométrico Ser Supremo, y no en los evangelios);
pero los hace aparecer como santos filántropos absolutamente ortodoxos dentro
de la doctrina católica. Engañaba a ratos pues, “con buena intención”, a sus
lectores.
En su caso, el moralismo es
también deficiencia de otro tipo de inspiración. Asombran su ignorancia y su
desinterés tanto por la historia como por la realidad de los indios; tampoco
sabe mucha cultura novohispana, aunque elogia de paso, y no por sus mejores
textos, a Sor Juana. Lo mismo patea que encomia a Hernán Cortés y a Hidalgo,
según el talante o la oportunidad.
Alzate le habría colocado
orejas de burro en terrenos como la estadística, la geografía, la economía, el
derecho, las ciencias, la agricultura... disciplinas que resultan
indispensables en un autor moderno que, como él, trate precisamente de esos temas. ¿Pero qué periodista todólogo no se ha
visto en esa posición? Reúnase buena
parte de los artículos del mejor periodista contemporáneo y sufrirá muchas
deficiencias lizardianas. Recuerdo mucho a Mencken, el gran Mencken, ahora que
repaso al Pensador para este
artículo.
Su democrática idea
política del ciudadano, por ejemplo, consiste exclusivamente en el hombre
casado, ¡porque en los solteros y viudos no se puede confiar! Suelen verse tan
libertinos... ¿Cuál sería la credencial óptima de elector? Pues el acta de
matrimonio certificada por el cura. Eso no le impidió, en el momento de
solicitar un príncipe Borbón para que fundara una monarquía mexicana, exigir
como condición esencial que fuese soltero... para que posteriormente lo
mexicanizara una esposa criolla. ¡Cuanta fe ciega en la embrollada institución
del matrimonio! Puso la misma condición a los ingleses que quisieran invertir
en el país.
EL CURA LAICO
Aparece como una especie de cura laico, ese paradigma de los
intelectuales mexicanos del siglo XIX. A pesar de sus recursos coloquiales y
cómicos, escribe sermones, no estudios.
Con frecuencia resulta
ingenuo (sus proyectos para alfabetizar inmediatamente a todo mundo por
decreto: que cada cura se ocupara de alfabetizar su parroquia, mediante el
baratísimo método lancasteriano de las cajitas de arena con un palito, a manera
de pizarrón y gis, auxiliado de unos cuantos ayudantes, ¡y santo remedio!);
despótico (su ocurrencia de Big Brother,
a la manera de la pesadilla de Orwell: vigilar la ciudad con un policía en cada
manzana para que nadie se dedicara, bajo pena de cárcel, “a la vagancia”);
chusco (apoya la pena de muerte, ¡porque de otra manera, en México, en una semana
se fugaban o se hacían liberar mediante sobornos todos los presos muy
peligrosos! Lo que bien mirado...); o un resumidero de lugares comunes
cristianos e ilustrados sobre la educación, la religión, el Estado, la salud,
las mujeres, los juniors, etcétera.
¿Por qué entonces fue tan
importante Lizardi en su tiempo, y tan odiado aun décadas después, como lo
vemos en las expresiones de Lucas Alamán? Por su inspiración moral. Los propios
censores que lo encarcelaban lo admitieron por escrito: Lizardi no pecaba
abiertamente contra la religión ni contra las leyes, pero alborotaba demasiado
al lector.
Cauto, se conservaba, en
lo conceptual, cuantas veces podía, dentro de lo permitido (su idea de la
libertad de prensa excluía, por ejemplo, a quienes trataran temas religiosos;
discutieran el derecho a la
Independencia —esto, después de 1821— o expusieran vicios
privados, aunque fuesen ciertos, de personas concretas.)
Pero nadie se chupaba el
dedo: el tono de Lizardi, si no siempre sus ideas, resultaba furibundamente
subversivo. Y que no pretendiera que eran sus personajes imaginarios, Anita la Tamalera , Doña Tecla, Chamorro y Dominiquín, etcétera, quienes lanzaban
tales bombas verbales: se le reconocía sobradamente, así se hubiese escondido
en el anonimato, y no sólo en seudónimos, nombres de pluma y discusiones de
personajes de fábula. Se trataba de un insolentazo.
Estaba enloquecido por la
moral: era política y socialmente posible en México, así, por meros actos de
sentido común y buena voluntad, elegir el Bien sobre el Mal; y todo consistía
en crear un orden social que eligiera el Bien. Su Bien era el cristianismo
reformado por la
Ilustración : toda la Iglesia y sus santos padres, pero sin
Inquisición, fueros, exacciones económicas desaforadas a los feligreses,
privilegios, supersticiones ni corrupción clericales. Algo (no mucho) de
letras. Un oficio útil. Y el sentido común de un laborioso padre de familia.
Esta convicción priva también, como sustento moral, en la asombrosa novela Astucia (1865) de Luis G. Inclán, que
Salvador Novo admiró.
Sin embargo, tales
expresiones modestas, bienintencionadas, nada radicales (salvo a ratos en sus
finales años “ultras”, de republicanismo masónico, anticlerical y
antigachupín), casi propias de un sermón dominical en cualquier parroquia,
resultaron dinamita pura entre 1811 y 1827.
Se prohibían sus folletos
y libros. Su mejor título, que sigue siendo ignorado en nuestros tiempos, Don Catrín de la Fachenda , al parecer
concluido y aprobado por la censura desde 1820, se publicó póstumamente hasta
1832. Partes del Periquillo y de la Quijotita
también se editaron póstumamente. Se cree que se han perdido muchos de sus
escritos. Buena porción de su obra fue totalmente desconocida por la cultura
mexicana hasta la edición, reciente, de sus Obras
por la UNAM.
(Felipe Reyes Palacios se encargó de la edición, prólogo y notas de El Periquillo Sarniento.) Su pasión de
escritor o Pensador le atrajo
persecuciones y cárceles.
Debe aceptarse, sin
embargo, que algunas de sus cárceles no se debieron sólo a la inquina de sus
enemigos, sino a su tono efectivamente alborotador, y a sus propios errores de
cálculo: no previó que la
Constitución de Cádiz llegase a ser derogada, ni la Inquisición
restablecida; o a desafortunados malentendidos, como la vez que se le apresó
creyéndolo colaborador de las tropas de Hidalgo, cuando en realidad se había
propuesto combatirlas.
Otras de sus cárceles se
antojan cruelmente irónicas. Sabemos que Lizardi no fue muy congruente que
digamos: mudó de ideas según los rápidos cambios de su tiempo, aunque casi
siempre del lado más liberal posible en su situación de hombre público en plena
ciudad de México: así, quien en 1822 sería el anticlerical excomulgado, el
enemigo de todo fuero y privilegio del clero, se vio encarcelado durante siete
meses en 1812 por el virrey Venegas ¡precisamente a causa de haber defendido el
fuero eclesiástico en asuntos criminales!, cuando exigió respeto de los
militares realistas hacia la investidura eclesiástica de los curas insurgentes.
¡Aunque diabólicos, rebeldes, saqueadores y asesinos, seguían siendo clérigos y
disfrutando del sagrado fuero!
A este perseguido, por lo
demás, no le faltaron ribetes de perseguidor, sobre todo en su última época,
cuando exigió a las autoridades republicanas y masónicas que se prohibiese
predicar y confesar a ciertos curas fanáticos y progachupines. Libertad de
prensa, sí; ¿libertad de púlpito, no?
Ejercía como una especie
de profeta de banqueta: se le acusó de “no tener otro Parnaso que las banquetas
de la Plaza Mayor ”
(por el árcade “Batilo o Canazul”, es decir: Juan María Lacunza), y sus
denuncias irritaban y encolerizaban a medio mundo. Denuncias a veces sencillas,
modestas: la injusticia de tal impuesto (“la licencia” para poder andar a
caballo, por ejemplo), la arbitrariedad de tal cura o capitán, los excesos
inquisitoriales en materia de censura (los censores se tardaban eternidades en
leer los manuscritos, de modo que cuando finalmente los aprobaban su
publicación resultaba anacrónica; y nunca explicaban sus reprobaciones: se
permitían hasta el capricho de prohibir en México catecismos ampliamente
recomendados por el Papa y el rey español Carlos III).
Denuncias por otra parte
un tanto engreídas y altisonantes. Aceptémoslo: Lizardi también fundó algunas de
las intemperancias del periodismo mexicano. Hay grilla, hay subversión, hay
ganas de armar mitote en sus escritos. No se trata de una víctima del todo
inocente. Ebrio de la novedad de la libertad de prensa, se permitía no sólo
atacar las ideas, sino, lo que siempre ha sido mucho más peligroso, la propia
vanidad de los poderosos: virreyes, eclesiásticos, militares, políticos.
Retarlos con un ego periodístico exacerbado. Lo que constituía y constituye
todo un riesgo en cualquier país del mundo.
¿Pero cuántos periodistas
se salvan de esta arrogancia gremial, de tales desplantes no sólo contra los
poderosos sino contra sus rivales (los curas eran los rivales personales de
Lizardi como educador), en cuanto se les facilita un poco la libertad de
prensa? ¡Baste una ojeada al periodismo nacional de estos años noventa! ¿Qué
columnista o locutor de radio actuales, por insignificantes que sean, se privan
del placer de mentarles sabrosamente la madre dos o tres veces por semana al
presidente y a todos sus secretarios? No discuto sus razones. Señalo
simplemente la intemperancia fatal del periodismo engreído en épocas en que se
considera impune; y sus naturales desgracias cuando, con los cambios
históricos, la impunidad se amortigua o cesa. Décadas más tarde, el ego periodístico
se enfrentaría no sólo al riesgo de la cárcel, sino al de los duelos a balazos:
se combatía por las ideas, pero también por vanidades heridas.
Recuerdo que el rey de
Prusia, Federico el Grande, consideraba a Diderot “un tirano de la escritura”.
Los alardes no conforman un monopolio del poder político; otros espacios
demasiado humanos, como el periodismo, los comparten. El lector advierte con
frecuencia cierta bravuconería en los escritos de Lizardi. Gajes del oficio,
compartidos por Voltaire y los enciclopedistas. Incluso por Alzate. (Otros
antecedentes locales de plumas encendidas, temerarias, retadoras: fray
Bartolomé en sus Tratados, Mendieta
en su Historia eclesiástica indiana,
Sigüenza en su polémica con el Padre Kino a propósito de los cometas, y sor
Juana en su Carta Athenagórica y su Respuesta a sor Filotea.)
LITERATURA POPULAR
El Pensador Mexicano quería ser
popular, escribir para el pueblo. Aquí hay dos puntos discutibles: lo de
pensador y su popularismo. No resultaba tan popular, como él mismo lo confiesa,
pues casi siempre quedaba endrogado por la falta de demanda de sus escritos. Se
diría que entre más escribía, más se empobrecía. Si el éxito popular se mide,
como ocurría en Europa y los Estados Unidos, por las ventas de un escritor, por
su mercado, Lizardi parece un metafísico. La pobreza, a ratos extrema, lo
persiguió siempre.
Estaba escribiendo,
impopularmente, para los escasos curas, burócratas, diputados o comerciantes
que sabían leer, y se tomaban el trabajo de comprar sus impresos y leerlos.
¿Escribía principalmente para sus enemigos, los únicos que podían o querían
adquirir sus impresos?
Sospecho mucho mito en esa
leyenda escolar de que la gente analfabeta se agrupaba en alguna esquina para
que alguien le leyese en voz alta los escritos de Lizardi (con frecuencia
farragosos y larguísimos: docenas de cuartillas), aunque pudo ocurrir tal
prodigio en dos o tres ocasiones de excepcional animación política en la
ciudad.
Cuando alguno de sus
folletos se agotaba y se reeditaba, lo proclamaba a voz en cuello: “¡Corran a
comprar mi obrita exitosa que se expende en tantos como tres —sic: 3— puestitos
de madera de la Plaza
Mayor , incluyendo el del Cieguito y el del fiel Sánchez! Su
precio justo es tres reales y medio, pero si nomás quieren pagar dos y medio,
como imprudentemente lo prometí, llévensela así...”
Sospecho que no le
faltaron ganas de regalar sus obras, y hasta de pagar porque lo leyeran. Con
harto trabajo desplazaba, cuando corría con suerte, trescientos ejemplares de
sus periódicos. Había en la gran ciudad sólo tres o cuatro imprentas; y tres o
cuatro expendios —puro “cajón” o puesto
de madera en la Plaza
Mayor — de impresos. Se prohibió, precisamente a partir de las
leyes de libertad de prensa, el oficio de voceador, dizque porque sus gritos
incomodaban a los vecinos... Lizardi, desde luego, se erigió en el gran
defensor de los voceadores.
Siempre asombrará, y
causará envidia en cualquier escritor, el desplante lizardiano de fundar muchos
periódicos personales, en los que sólo escribía él mismo. (Prosigue y magnifica
en esto a Alzate y a Bartolache.) G. K. Chesterton no supo que lo imitaba al
editar el G. K. Ch. Weekly.
Se trataba pues de un
populachero entre la minúscula minoría ilustrada. Populachero por gusto, más
que por los hechos; quien eligió escribir como Cervantes y Quevedo (un Quevedo
simplificadísimo) y no como Meléndez Valdés; y jugar al Voltaire o al Rousseau
locales (un Voltaire y un Rousseau reducidos a esbozos) en una sociedad
analfabeta y arcaica. Quiso ser congruente con su público (pobre, ignorante,
escaso, y tal vez imaginario). No el Parnaso: la banqueta.
Tampoco, como sugeriría el
mote, “pensaba” mucho El Pensador.
Sus pensamientos carecen de profundidad: suelen permanecer adrede en su nivel
de banqueta, como queriendo conversar con sus paisanos poco esclarecidos. La
mayoría de las veces parlotea más de lo que piensa. Sus “sueños” políticos, por
ejemplo, se antojan más que indigestos. A veces el escritor programáticamente
“popular” resulta tan pedante como los teólogos. Citas en latín y todo. En el
propio terreno religioso, cuando critica jocosamente el Catecismo de Ripalda, por ejemplo, muestra una ramplonería
intelectual algo vergonzosa si lo comparamos con el conocimiento teológico y la
eficacia polémica de Sor Juana, tanto en la Carta Athenagórica como en la Respuesta a sor Filotea de la Cruz.
El malentendido de Lizardi
como todo-un-filósofo surgió azarosamente: en España había un periódico, copia
del Spectator de Addison, que se
llamó El Pensador y luego El Pensador Matritense [madrileño]. Lizardi aplicó el título a su primer periódico (1812), con el adjetivo
local. Pronto se le empezó a llamar con el título de su periódico. Y los
árcades, canónigos (Beristáin) e ilustrados se reían: ¡El pobre Lizardi, tan
elemental, tan poco letrado, dirían, se cree “El”, como si fuese el único o el prototípico, “Pensador Mexicano”. (Hasta santo Tomás habría sonado presuntuoso si
se hubiese autodenominado El Pensador
Europeo.) Ojalá hubiese preferido, como mote, otros títulos de sus
periódicos, como El conductor eléctrico
o El hermano del perico.
En Lizardi (1776-1827) vemos a un autodidacta (no concluyó el
bachillerato) poco precoz. Su obra importante ocupa solamente los últimos
quince de sus cincuenta y un años. No pudo haber sido de otra manera. Su gran
estímulo de escritor ocurre durante la relativa libertad de prensa que se
impone en México en 1812 gracias a la Constitución de Cádiz.
Es sobre todo un lector de
periódicos liberales, más que de libros; y españoles, más que franceses e
ingleses, que en pocos lapsos de su vida pudo conseguir fácilmente en México (a
ratos se permitía algo; a ratos se perseguía todo). Se advierte en él una
formación liberal azarosa, fragmentaria. Pero se sabía su Cervantes, su
Quevedo, su Feijoo, su Cadalso, su Iriarte (sin lujuria), su Samaniego. Buscó
organizar el caótico país de su tiempo a través de un tramado simplista del
Bien y del Mal con tres cuatro recetas o refranes, como un abuelo práctico o un
confesor expedito.
Salvo sus últimos años, a
ratos muy acalorados, Lizardi piensa con templanza y cierta prudencia, ajeno a
los radicalismos. Combatió a los primeros insurgentes, por sus matanzas y
saqueos, y condenó la xenofobia antigachupina o anti-inglesa con el argumento
de que hombres malos los había en todas las razas y nacionalidades, incluso
entre “nuestros beneméritos inditos”: ¿Por qué entonces el odio personal basado
en argumentos de nacionalidad?
Sus novelas buscan la
edificación moral, lo que está permitido en la novela picaresca. Como se sabe,
las novelas picarescas narran la vida de un pillo que cuenta muy sabrosamente
sus sinvergüenzadas para, al final, dizque convencer al lector de que no caiga
en tales errores. El Lazarillo de Tormes,
El diablo cojuelo o El Buscón de
Quevedo resaltan sobre todo la prolija apología del pillo misérrimo y se
resignan brevemente a la final moraleja sermoneadora; Lizardi hace lo
contrario: se divierte poco y sermonea demasiado.
Su Periquillo (1816), más que un pícaro jocundo, es un lastimoso
extraviado del Bien, un hombre que perdió su vida por no seguir el camino de la
virtud y del sentido común. Pero acaso esta crítica resulte demasiado letrada y
ulterior: el público de su época, acostumbrado al púlpito, era más adicto a los
sermones moralizantes que a las aventuras novelescas. Su público le pedía tales
sermones. Existió una semonmanía
durante toda la época novohispana. Prevalece en él la tradición local de los
sermonarios, sobre la enciclopedista de los ensayos.
Aunque no aparezca mucha
filosofía profunda o novedosa en Lizardi, ni haya sido realmente un educador
del pueblo (su deseo no se hizo realidad: tuvo pocos lectores), proporciona al
lector contemporáneo algunas experiencias invaluables.
La mayor: la polémica
moral en el México de finales de la Colonia. Aunque caricaturizando a veces al
extremo, ofreciendo como historia local verídica una prefabricada suma de
vicios universales, incluso librescos, en ocasiones de franca ascendencia
literaria romana (Juvenal, Cicerón, Séneca) o francesa, pinta el panorama de
una sociedad novohispana desmoralizada no sólo políticamente, sino en su
intimidad y en los detalles cotidianos: la vida de familia, los oficios, la
educación, la calle, el trato de los vecinos, etcétera. (Sus contemporános,
chismosos, sabían que nuestro civilizador era un poco incivil en su vida
privada: Se negaba a pagar la renta, y de paso insultaba a la casera.)
Nos encontramos
exactamente en las antípodas de la visión que nos proporciona Lucas Alamán de
la sociedad arcádica novohispana (“cualquier hogar era un convento”), donde,
pretende, reinaban plenamente la honradez, la eficiencia y el orden, antes de
los pésimos virreyes finales y de los desmanes de la plebe insurgente.
Lizardi se vio odiado por
los árcades, los canónigos y los conservadores no sólo a causa de sus defectos
prosísticos e intelectuales, sino también porque se instituyó, incluso antes de
abrazar la causa independentista con Iturbide, en el fundador de la leyenda
negra novohispana.
Es una horrible Nueva
España la que nos cuenta en sus novelas y folletos. La peor sociedad
concebible, el infierno más extremoso. En este sentido conforma, con
Bustamante, el monstruo bifronte que enloquecía de rabia a Lucas Alamán:
Lizardi, el denigrador de la
Colonia y del alto clero (funda y encabeza el ácido
jacobinismo mexicano, que durará al menos siglo y medio); Bustamante, el
mitificador de las guerras de independencia.
Sobre su anticlericalismo:
No basta enterarse de dos o tres de sus andanadas contra el clero, sino de
varios de los escritos donde expone el enorme poder de los curas. Los atacó con
tal obsesión porque lo aterraban. Por ahí dice, con sorna, que el rey de España
podría recobrar fácilmente sus colonias
si en lugar de enviar expediciones de soldados, mandase una armada de
canónigos. Cada cura impresionaba, dominaba y aterraba a la población más que
varios batallones. (Hay más verdad de la que pareciera en este chiste: en
nuestras tierras, desde un principio, los misioneros conquistaron mucho más, y
con mayores profundidad y alcances, que los soldados.)
Sugiere, al parecer sin
gran fundamento histórico, que después de su victoria en Monte de las Cruces,
el cura Hidalgo se negó a tomar la ciudad de México, totalmente desprovista de una defensa militar, porque supo que el clero capitalino intentaba alzar contra los
insurgentes, desde los púlpitos, a la muchedumbre capitalina. Y una muchedumbre
fanatizada resultaba más temible que el propio ejército virreinal, ya vencido:
hubiera sido preciso masacrarla. Curiosa batalla imaginaria ésta, sin
militares: el apocalipsis de dos muchedumbres de harapientos dirigidas cada
cual por puros curas tremebundos armados con sendos estandartes de la Virgen.
Luis González y González
ha señalado, siguiendo a Alamán, como una de las causas de la independencia, el
excesivo, delirante optimismo criollo: los novohispanos se creían riquísimos,
ilustradísimos, poderosísimos y privilegiados por la Virgen de Guadalupe. Les
parecía fácil lograr su independencia y convertirse de inmediato en la más
gloriosa y rica nación de la tierra.
Lizardi por el contrario
habla, desde el pesimismo más concentrado, de un país desolado, con pobres
harapientos y ricachones salvajes, a cual más imbécil, incapaces unos y otros
de vida civilizada. Lo que también constituía una exageración: pocos años
antes, el Barón de Humboldt había encontrado bastantes cosas qué elogiar en la Nueva España.
Pero la nación fue de mal
en peor, vinieron los incesantes cuartelazos, el inconcebible y realísimo Santa
Anna, las invasiones norteamericana y francesa. Los mexicanos aprendieron en
Lizardi a mirar con pesimismo, incluso con brutalidad, todas sus miserias.
Lizardi se erigió para siempre en el enemigo de la autocomplacencia
nacionalista. Somos ignorantes, pobres, desorganizados, viciosos, haraganes,
fracasadones, transas: tal es nuestro espejo, predicó desde 1812. No nos
asombren las calamidades que lógicamente nos sobrevengan. No hay tal “paraíso
indiano”: todo lo contrario.
Poco documentado en leyes,
en economía, en historia, en política, Lizardi siguió los rumbos del espíritu
de su tiempo. Buena parte de su obra (anterior a Iturbide) habría recibido,
moralmente, la aprobación de ilustrados ortodoxos como Feijoo o Alzate. No
sostuvo ideas ni posiciones originales importantes. Abrazó la causa insurgente
sólo cuando triunfó Iturbide (resulta, pues, un pobre autor “independentista”);
antes de ello, denostaba a los guerrilleros insurgentes a la vez que se
preocupaba, sobre todo, por ejercer los derechos liberales de la Constitución de Cádiz, con lealtad al imperio español.
Después, se dieron en mata los oportunistas anticlericales y antigachupines.
Pero tal deficiencia, su
falta de conocimientos concretos o de solidez ideológica, se supera con mucho
gracias a su firme, esencial, obsesión moral. Y a su insubordinado tono de
pensador individual, libérrimo (así se conservase ideológicamente a ratos
dentro de límites prudentes) hasta la insolencia.
Lizardi permanece casi
siempre por encima de los partidos y de las ideologías en que naufragaron
muchos de sus contemporáneos y sucesores. No le interesa tanto que México se
independice o no, sino que mejore su vida social; le tiene sin cuidado que se
convierta en imperio o en república, siempre y cuando se constituya un Estado
decente. Hay repúblicas tiránicas y monarquías benéficas, sugiere, cuando alaba
el entronizamiento del emperador Agustín I. En sus últimos años, cuando abrazó
la causa más escandalosa de todas: la libertad de cultos, dijo que quería para
su patria una tolerancia a las diversas religiones tal como la que existía...
¡en Roma! (Lo que era verdad: en la cosmopolita ciudad del papa se toleraba a
protestantes, masones y judíos.)
Por eso pudo también
criticar ácidamente los vicios de la sociedad mexicana durante el Imperio y el
primer lustro republicano. No se le acuse de parcialidad: denigró a la Nueva España y al
alto clero, pero también al México independiente del Imperio (aporreó a
Iturbide) y la República.
A curas y a militarotes y diputados. A gachupines y a
criollos. A periquillos, quijotitas y catrines. Execró del centralismo y las
tiranías y desórdenes de la nación independiente. Fue un escritor (masón al
final) libre de partidos. Sus errores podrán ser personales, de escritor
locamente enamorado de la libertad de prensa; nunca partidarios. Ambicionó ser
crítico, nunca político.
De este escritor modesto
puede hacerse un elogio elemental, raigal: da siempre la impresión de buscar
sinceramente la verdad en tiempos caóticos. Verdades fáciles, practicables por
gente simple y analfabeta (la abrumadora mayoría de la población mexicana de su
tiempo), en tiempos muy difíciles y pedantes (tantas leyes, tantas doctrinas,
tanto nuevo conocimiento a través de la prensa europea.)
Su franqueza, su fresca ambición
de conocimiento y reforma moral apabullan. Se quemaba por entero en busca de la
verdad y del Bien Común. Simpatiza. Conmueve. Un gran tipo.
VIGENCIA DE LIZARDI
Al final de su vida no canta triunfo alguno: los vicios nacionales han
permanecido, incluso se han incrementado, a pesar de la Independencia , del
Imperio, de la República ,
de la Constitución
de 1824. Los hechos políticos no mejoraron la condición moral de su sociedad.
Por ello asume, un tanto
irónicamente, el ideal del escritor popular, del periodista, como redentor
social mediante la crítica burlesca de acontecimientos, ideas, instituciones,
leyes y costumbres. Un ideal fatal, pues
ese escritor popular no tiene mucho pueblo: “son muy pocos los que leen”. Sus
folletos se acumulan en las bodegas, y crecen sus deudas con los impresores.
Este idealismo lo dota de
un perfil trágico, casi anticipadamente romántico: el de un profeta de banqueta
invariablemente perseguido por los poderosos, sean del partido que fueren; y de
una vocación heroica: había que escribir incansablemente para beneficiar a la
sociedad, aunque pocos lo leyeran, y los escasos que lo hiciesen lo
malinterpretaran todo. El resultado real de sus escritos casi siempre fue la
persecución o el ninguneo cultural y político. (Arremete contra el ruin lector
que le encuentra barbarismos o errores de redacción: el buen lector debe
atribuirlos a un descuido o a una interpolación del tipógrafo... Treta de la
que echamos mano, hasta la fecha, todos los escritores.)
Así, aunque no se erija
necesariamente en nuestro primer novelista (Sigüenza escribió siglo y medio
antes su brillante novela Los infortunios
de Alonso Ramírez), podemos considerarlo nuestro primer escritor moderno
(siguiendo a Alzate, más inteligente y culto, pero menos libre de abordar temas
religiosos o políticos: recluido a su pesar en la esfera científica), en el
sentido de que para él la literatura (o la literatura en folletos, la
literatura de banqueta) fue un Absoluto,
por encima de la política, la religión y el bienestar personal; un absoluto
ilustrado: el Bien Común, la reforma de la sociedad decadente, la búsqueda de
la comunidad feliz.
Su modestia entonces
apareció frente a sus contemporáneos como una desmesura: “¡Este escritor
incorrecto y pobretón, ignorantillo y jocoso, intenta reformarlo todo en el
país a su modo, según sus puras ocurrencias! ¡De veras que es de manicomio la
manía de escribir de este Pensador
Mexicano!”, pensarían tanto los inquisidores como los políticos coloniales
y del México Independiente, los canónigos de Catedral, los quisquillosos y
estériles árcades de el Diario de México
y los flamantes y tontos diputados constituyentes de 1824.
Su atrevido manicomio
funda nuestra prensa moderna. Su pasión de reformador laico, de moralista de
banqueta, de crítico de los poderosos, perdura en el mejor espíritu moderno de
México. Su precursor corazón flamígero anima nuestra mejor literatura.
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