CRAVAN:
ANTOLOGÍA DE UNA INSIDIA
Por
José Joaquín Blanco
Se
dijo que Nietzsche era un loco que se creía Jesucristo, con quien efectivamente
rivaliza, y con harta fortuna, en libros como Así habló Zaratustra. Pero Nietzsche fue muchas otras cosas. Se dijo que André Breton era un bravucón que
se pasó la vida jugando a ser papa, y efectivamente dedicó buena parte de su
obra y casi toda su vida a pontificar, lanzar encíclicas, manifiestos, leyes
canónicas y edictos de excomunión. Un papa de juguetería literaria. ¿También fue otras cosas? Cardoza y Aragón
desmenuza las mandalas de Pío Nadja I, en André
Breton atisbado sin la mesa parlante.
En 1939 Breton lanzó una Antología del humor negro —Barcelona,
Anagrama, 1994— que tiene poco de humor y de antología, y mucho de los rituales
de canonización y excomunión de la iglesita surrealista. (“Dadá fue la
revolución; el surrealismo, la revolución hecha gobierno”, dice Cardoza). Una
arbitraria y difusa concepción del humor negro, permite a Breton olvidarse de
Aristófanes, de Catulo, de Petronio, de Apuleyo, de los goliardos, de
Boccaccio, de Rabelais, de Fernando de Rojas, de Cervantes, de Quevedo, de
Molière, y con el fanatismo surrealista de la modernidad, empezar la historia
sólo en el siglo XVIII, pero sin Voltaire, sin Diderot y sin el Doctor Johnson.
Su selección es arbitraria y despojada de gusto literario (Breton, ese
archiliterato que archiodiaba las letras), aunque no de propaganda para
algunos, a veces excelentes, vanguardistas franceses de su secta.
Sorprende encontrar en este catálogo a
André Gide. Fue, desde luego, uno de los involuntarios y molestos padres del
surrealismo, por obras como El Prometeo
mal encadenado, El caso del inocente niño asesino, La secuestrada de Poitiers,
y especialmente Las cuevas del Vaticano. Paternidad que nunca aceptó, y que siempre
consideró espuria, como consideraba espurios a casi todos los surrealistas,
salvo Antonin Artaud.
En la época de la Primera Guerra
Mundial, las lecturas de Nietzsche y de Dostoyevski, además de su propia
orientación individual y del espíritu crítico del tiempo, impulsaron a Gide a
asomarse a la irracionalidad de las leyes, de la religión, de la familia, del
positivismo ateo, de los buenos sentimientos, de la poesía, de la ciencia, de
la moral cristiana, etcétera. Los asesinos complicados de Dostoyevski
produjeron en él la teoría del “acto gratuito”, que se asomaba a los
enigmáticos crímenes sin motivo, que no respondían a la lógica ni a la moral de
los penalistas y los psicólogos. Era sólo una burla de la mente estrecha del
pensamiento occidental, pero los surrealistas lo tomaron como dogma: el
asesinato como juego bobo, y urdieron su frase famosa de que el acto
surrealista más puro sería el disparar porque sí contra una muchedumbre. (Cosa
que hacen con frecuencia muchos criminales “locos” —hace meses tuvimos un caso
en el metro—, aunque no estén en las jerarquías de Breton.)
Gide desautorizó a los surrealistas, y
muy pronto, en Los monederos falsos,
se burló de ellos a través de una mascarada (que no se cuenta entre sus mejores
páginas) de Alfred Jarry. Pío Nadja I tomó nota, y en su Antología del humor negro se cobró la factura. Ciertamente elogia la inmoralidad de este
protosurrealista héroe de Las cuevas del
Vaticano, el asesino gratuito Lafcadio. Pero lanza, junto al texto gideano
sobre Prometeo (un Prometeo antisurrealista que descree de la modernidad), la
sensacional noticia de que Lafcadio realmente existió, en carne y hueso, y
escribió ¡y escribió sobre Gide: sobre su homosexualidad, su riqueza, su
tacañería, su austeridad puritana!
Arthur Cravan (1881-1920) era sobrino
de Wilde, y se las daba de ser un gran bravucón moderno, guapote, boxeador,
inspiradote y vanguardista. Urdió seducir a Gide, para dejarlo sin un céntimo,
en la tradición poco vanguardista de las cocottes
folletinescas del siglo anterior:
“Cuando yo soñaba febrilmente, después
de un largo período de la más desenfrenada molicie, en ser muy rico (¡Dios mío!
¡Lo soñaba tantas veces!), como estaba en el capítulo de los eternos proyectos,
y me excitaba progresivamente ante el pensamiento de alcanzar deshonestamente y
de manera inesperada la fortuna, a través de la poesía —siempre he intentado
considerar el arte como un medio y no un fin—, me dije alegremente: ‘Debería ir
a ver a Gide, él es millonario. ¡Vaya broma! Voy a engañar a ese viejo
literato.’”
Narra como le puso sitio a Gide, cómo
consiguió una cita, cómo fue recibido en una salita desnuda para una
conversación parca sobre su tío, cómo fue despedido cortés pero inapelablemente
por el puritano inseductible. En nada quedaron sus sueños, en los que “Mi
estatura, mis hombros, mi belleza, mis excentricidades, mis frases provocaban
su admiración. Gide estaba encantado
conmigo, le había conquistado por el lado agradable. Salíamos hacia Argelia
—rehacía el viaje de Biskra y me disponía a arrastrarle hasta las costas de
Somalia—. Pronto tenía una cabeza dorada, pues siempre me he avergonzado un
poco de ser blanco. Y Gide pagaba los vagones de primera clase, las nobles
monturas, los grandes hoteles, los amores... Gide pagaba siempre: y me atrevo a
esperar que no me pondrá una demanda de indemnización e intereses si le
confieso que en las malsanas desvergüenzas de mi imaginación galopante había
llegado a vender su sólida granja de Normandía para satisfacer mis últimos
caprichos de niño moderno”.
Cravan
publicó en una revista insignificante este relato hacia 1915, y como buen
francés zafado se vino a morir a México. (Arthur Cravan et al: 4 Dada suicides, Tr. y Ed. Terry Hale et al, Londres, Atlas Press, 1995. En el Times Literary Supplement del 12 de enero de 1996, Ian Pindar
sospecha que “el genio de la impostura” de Arthur Cravan fue más allá de su
supuesta muerte, en las fauces de los tiburones del Golfo de México, pues
siguieron apareciendo, milagrosamente póstumos, textos notoriamente posteriores
a la fecha de 1920 que se solía dar de su muerte.)
Un cuarto de siglo más tarde Breton dio
maliciosa notoriedad a este texto que, primero, fue leído como una burla al
anticuado y estorboso inmoralista, quien cometió el pecado de no dejarse
engañar por un bobote; bien leído, resulta sobre todo una autoparodia de la
propia mentalidad surrealista. El que iba por lana se quedó con un palmo de
narices.
Gide atacó la insolencia de los bravucones
surrealistas a su modo. En su Diario, el 1 de septiembre de 1931.
“Los surrealistas preparan un número
antirreligioso sensacional, me dice H. (Pierre Herbart). Me cuenta con
entusiasmo la valentía de B. (Breton), quien, en el metro, cuando ve a un cura,
se aprieta contra él y al cabo de unos instantes, en voz muy alta le increpa:
“—¿Quiere usted dejar de manosearme?
¡Asqueroso! ¡Puerco! Y pensar que se pone a los niños en manos de individuos
así...
“H. dice que
esto es ‘admirable’. Yo no puedo ver la valentía en el aplastamiento de un ser
que no puede defenderse y aplaudo la observación de Pierre Levesque:
“—Por antimilitarista que
sea, B. no se atrevería nunca a comportarse así con un oficial, pues sabe que
recibiría una bofetada”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario