Por José Joaquín Blanco
“No
hay un solo animal que no se
considere
como el fin supremo a que tiende la Naturaleza ”
El jardín de Epicuro, XXXIX
De chamaco acostumbraba venerar todos
los libros. Jamás arrojaba uno a la basura (¡ahora tiro tantos!). Compraba más
o menos uno por semana, casi siempre en ediciones muy baratas, que las había en
abundancia (saldos, supongo): sobre todo españolas, de viejos títulos
extranjeros (casi siempre en la nutrida sección popular de la Librería de Cristal de la Alameda ). Y con gran
placer les imponía, de inmediato, mi nombre y la fecha de adquisición en su
primera página. A veces me podía dar el lujo de un libro caro o en otro idioma.
Solía leerlos de inmediato, aunque fuesen los tomotes con letritas de Sepan
Cuantos.
Por eso puedo fechar ahora
a fines de octubre de 1974 la primera cubetada de agua helada, pero de veras
cubetada y de veras helada, de crítica literaria que recibí en mi vida. Estaba
yo muy feliz tirado de panza en el alto camellón con palmeras que ahora es el
Circuito Interior, tramo Melchor Ocampo, leyendo El castillo de Axel, de Edmund Wilson (Nueva York, Scribners).
Me tenía azorado por su
inteligencia y su claridad. En general, los libros de crítica literaria no
brillan por su claridad. Por fin estaba entendiendo algo del simbolismo francés
y de Yeats. Llegué a su magnífico ensayo sobre uno de mis mayores ídolos de
entonces, Paul Valéry. Leí veinte páginas extraordinarias: no divagaciones ni
logaritmos profesoriles, sino discusión analítica, racional, clara y amena
sobre el difícil poeta. Y entonces, zas: la cubetada de agua helada.
Ese ensayo pulcro y
admirativo concluye con una sección feroz, con una paliza. No les creía a mis
propios ojos. Lo que indignaba a Wilson en 1931 era el “elogio” (el taimado y
cizañoso vituperio, más bien) que Valéry pronunció en la Academia Francesa
(1927) contra el difunto reciente (1924) Anatole France, sin siquiera tomarse
la cortesía de mencionarlo por su nombre: “Agradecimiento a la Academia Francesa ”
(Variedad II, Buenos Aires, Losada). (Le daban asco las palabras “Anatole
France”, pero se llenaba la boca con las de “Academia Francesa”.) Algunos
surrealistas compartían el desprecio de Valéry y habían publicado un panfleto a
la muerte de France con este titular: “¡Ha muerto un cadáver!”
Wilson admiraba a Anatole
France: el polígrafo humanista, republicano, iconoclasta, erudito, esteta,
socialista y sarcástico. Debatió con ferocidad punto por punto los argumentos
de Valéry, hasta dejarlos reducidos a chismes y a insidias ignorantes; y de ahí
pasó a una comparación entre ambos escritores, como lo había hecho entre Yeats
y Shaw, donde el poeta de El cementerio
marino no se llevaba siempre la mejor parte.
Yo estaba escandalizado,
casi indignado, pero no se me escapaba que, de un modo no del todo inconsciente
ni del todo involuntario, ya me estaba poniendo de parte de Wilson contra la
estrecha actitud literaria del autor de El
cementerio marino. Ahora tengo mala opinión de ciertas prosas de ese
magnífico poeta.
“¡EL CADÁVER!”
Quizás ningún autor protagónico de su tiempo, ni siquiera Barrès o
Sartre (con quienes guarda cierta similitud como escritores “comprometidos” y
pontífices de la opinión cultural de sus facciones —derecha en el primero,
izquierda en el segundo—), haya padecido tan mala suerte con la posteridad como
Anatole France (1844-1924), Premio Nobel 1921, autor de éxitos mundiales como La historia contemporánea (tetralogía de
novelas), con su héroe Bergeret, que representa al propio France y a su
generación (aparece en algún poema juvenil de Novo); Los dioses tienen sed (sobre la Revolución Francesa ), La isla de los pingüinos (sobre el
fracaso del progreso humano, en una alegoría paródica de la historia de
Francia), El jardín de Epicuro (reflexiones de un neopaganismo moderno), La rebelión de los ángeles (el destino
de todo ángel verdadero es la redeldía y la caída), etcétera. Hay Obras selectas de France en Madrid, Aguilar.
Lo odian los estetas por
“vulgar” o “burgués”. Fastidia a los burgueses por pobretón, y a los vulgares
por erudito y esteta. La lectura de cualquier página suya está prohibidísima
por el Vaticano en el Index, bajo
pena de pecado mortal, desde 1922. (Nadie ha prohibido nunca a Valéry.) El
traductor español Luis Ruiz Contreras (quien vertió al castellano la mayor
parte de las obras narrativas de France) cuenta que, durante la Guerra Civil
española, los comunistas catalanes prohibieron su traducción de las novelas de
France, ¡por reaccionarias!, ya que hablaban de ciertas maldades de la Revolución Francesa
y de la Comuna.
Como Henri Barbusse y
Romain Rolland, France fue una de las primeras celebridades francesas en
entusiasmarse con la revolución soviética. Alabó a Lenin con grandes palabras.
Su muerte en 1924 le impidió conocer y criticar el lado oscuro de ese régimen.
Pero algo sospechaba (“Con vistas a la paz hicieron su revolución los
bolcheviques, y desde aquel día la guerra no ha cesado”), y su escepticismo
sacaba de quicio a los comunistas franceses “ultras”, quienes lo maldijeron
como un falso socialista, “toda cuya obra está impregnada de ideas liberales,
republicanas y sociales que han presidido y siguen presidiendo su modorra”
(periódico Clarté, abril de 1924).
Un tal Édouard Berth fue
más explícito: “France pretende seducirnos con un socialismo reformista,
burgués y parlamentario, forma extrema, en el fondo, de la democracia y de la
decadencia modernas; un socialismo verdaderamente revolucionario, que debe aportar
al mundo ideas nuevas, no puede sino ignorarlo y declarar que nada tiene qué
hacer con tal representante dizque ajeno al arte capitalista”. (Cf. Michel Winock: La siècle des
intellectuels, París, Seuil, 1997).
France había
escrito en El abate Jerónimo Coignard:
“La locura de la Revolución
consistió en querer instituir la virtud sobre la tierra. Cuando se quiere que
los hombres sean buenos y sabios, libres, moderados y generosos, se llega
fatalmente a quererlos matar a todos. Robespierre confiaba en la virtud, y le
debemos el Terror. Marat confiaba en la justicia, y pidió doscientas mil
cabezas”.
Algunas de las causas de
su largo desprestigio (además de la interminable vendetta de los intelectuales-políticos) son chismes y tonterías
como las que expresó oblicuamente Valéry. Que este señor, llamado
Jacques-Anatole-François Thibault, se adjudicó el seudónimo France por soberbia y demagogia, para
usurpar el nombre de su nación. Falso: es un apellido raro, pero existente (que
han llevado incluso ministros franceses: Mendès France, y dictadores
paraguayos, el Doctor Francia); y en el caso de Anatole constituyó una especie
de apodo familiar desde su niñez, que también había usado su padre (suena
coloquialmente a un diminutivo de François). No se ha demostrado qué supuestas
ventajas le habría traído tal seudónimo, pero sí las desventajas: desde el caso
Dreyfus, y a causa de su antimilitarismo y de su pacifismo, de su idea de una
Europa unida, fue llamado corrientemente en la prensa derechista francesa, que
clamaba por la guerra contra su vecino, Anatole Prusse (Prusia).
Que era un obtuso porque
nunca gustó de los poetas malditos (Verlaine, Rimbaud) ni de los simbolistas
(Mallarmé): a muchos autores inteligentes del mundo tampoco les atrajo esa
corriente oscura (casi ocultista), alquímica y pretenciosa. Y en gustos se
rompen géneros: Voltaire desdeñaba a Shakespeare, Goethe a Hölderlin, Víctor
Hugo a Racine. Por lo demás, el odio entre parnasianos y simbolistas venía de
lejos.
Que era vulgar y
oportunista, y una burda estatua del Espíritu Burgués, pues se interesaba en la
política (del caso Dreyfus al comunismo), y continuaba la línea racionalista de
los ilustrados (Voltaire, Diderot) en su crítica escéptica del género humano,
privilegiando siempre la odiada (por Valéry, maestros, compadres y epígonos)
sonrisa irónica y pesimista de Voltaire.
No fue pues ilegítimo usar
el seudónimo France; no constituye pecado alguno dejar de rendirle
inflacionarios honores a Mallarmé, un poeta de versos majestuosos y de teorías
abstrusas, espiritistas y extravagantes; a nadie asombra que un escritor
moderno se interese por la política y la sociedad, y menos que se prosigan las
virtudes de análisis, claridad, erudición, ironía y humanismo de los
enciclopedistas.
EL PROFETA ESCÉPTICO
Tampoco tuvo Anatole France la culpa de vivir demasiado tiempo (la
“modorra” de un “cadáver” de ochenta años), de sobrevivir a sus contemporáneos,
como Zola o Maupassant. Pero quedó en la memoria de la cultura no sólo como un
viejo perpetuo, sino como la rancia y desgastada decadencia de los ideales
literarios e intelectuales que privaban en la prosa francesa hacia 1870. “¡El
cadáver!” (Los “revolucionarios” no suelen simpatizar con la vejez: Ilya
Ehrenburg llamó al Gide anticomunista: “¡Ese viejo infame!”).
Tampoco se sabe si
colocarlo a la cola del siglo XIX, o al principio del XX: entonces, se le pasa
por alto; en el mejor de los casos se le ubica en una especie de sección
fantasma, con otros devaluados o de plano olvidados: “Los novelistas del final
del siglo XIX”, con Pierre Loti, Joris-Karl Huysmans, Paul Bourget, Maurice
Barrès y Romain Rolland. (Cf. Nineteenth Century French Readings, ed. Albert Schinz, Nueva York,
Henry Horl and Co., 1939, t. II).
No fue el autor de
un solo poema o de un escaso manojo de poemas, como querrían los simbolistas,
sino de una obra múltiple que incluyó versos, novelas, cuentos, ensayos,
crítica (La vida literaria, cuatro
tomotes), periodismo, teatro. Escritor “popular”, pero también esteta, teólogo,
aficionado a las ciencias, historiador, político y filósofo. Es tumultuoso como
Maupassant, Zola, o sus antecesores Michelet, Renan, Sainte-Beuve y Taine.
Como algunos de éstos,
admiraba la antigüedad clásica y pagana (escribió sus historias “egipcias”: Thaïs —operizada por Massenet—, o “griegas”. “romanas”, “chinas”,
“gálicas”, “medievales”: Bajo el signo de
Clío, Cuentos de Dalevuelta, El juglar de Nuestra Señora, al igual
que Flaubert buscó Cartago para su Salambó),
sin dejar de cronicar la vida callejera francesa. Descreía, pero perseguía un
ideal (no un ideal en las nubes ni en la cábala, sino el llano humanismo de la
sensatez y la justicia social), sin olvidar algún culto a la lascivia y al Joie de vivre. Sólo algún culto, dentro del decoro y el “buen decir” de un “ciudadano
honorable”: no admitía los “excesos” baudelaireanos o verlaineanos. (Valéry
también fue un “ciudadano honorable”, enemigo de la literatura moralmente
escandalosa; y lo fue tanto que ocupó el
mismo sillón de France en la Academia Francesa : resultó su sucesor exacto.
Admitió la sucesión prestigiosa, pero escupiendo vergonzantemente sobre ella.)
Sin embargo, este
compendio del Espíritu-Burgués-y-Vulgar-del-Viejo-Siglo aceptó apadrinar,
prologando su primer libro, a Marcel Proust, a quien elogia con entusiasmo y
perplejidad (Los placeres y los días):
“Hay en todo ello algo de un Bernardin de Saint-Pierre pervertido y de un
Petronio ingenuo”.
La verdadera vocación de
France, voltaireana, fue el escepticismo. Los simbolistas, que decían no creer
en nada, que se proclamaban los sacerdotes del culto a la negación, a la visión
del mundo y de la vida como un lance de dados al azar, por lo menos creían en
eso: en un No, en una Nada, en Un lance de dados, esculpidos con atrabiliaria minuciosidad de bibelot de marfil, o dibujados en
abanicos impresionistas para Madame Mallarmé. Parecían idólatras de la Narcisista Forma
que contenía el Prestigioso Vacío.
France era un verdadero
escéptico: criticaba apasionadamente la ineficiencia de las instituciones,
ideas y pasiones concretas de su tiempo. Para él los ángeles siempre caen; y
con ellos todas las tentativas de justicia, civilidad y generosidad humanas. Y
sin embargo, había que denunciar, contra toda esperanza, la injusticia; y
luchar por el progreso humanitario (Voltaire: “Cultivar el jardín”), que
inevitablemente heredaría muchas de las viejas lacras sociales, y contraería
algunas nuevas.
Esta vena crítica le
atrajo multitudes a finales del siglo pasado y principios de éste (su pesimismo
social y existencial se veía confirmado por las masacres bobas de la “guerra de
trincheras” en la
Primera Guerra Mundial); y lo alejó enseguida de los
lectores, ávidos de certidumbres, o al menos de desplantes “afirmativos”,
“futuristas”, “progresistas”, de décadas posteriores. Quedó como un vejete disgustadizo, con
ciertos giros verbales y estéticos de museo, con ánimos jacobinos y populistas
de revoluciones “prehistóricas”, pero atemperados por la civilidad y la
benevolencia de un liberal demócrata, que simplemente no entendía nada del impetuoso espíritu moderno.
Mientras para unos
críticos (su examigo Paul Bourget) resultaba un radical desaforado, casi un
Robespierre, a otros parecía un tibio, un facilón, un tolerante, un simple
“decente bienintencionadito”. Ojalá se hubiesen puesto de acuerdo. Gide culpa a
France de facilismo estético e intelectual. Dice en su Diario (9 de abril de 1906) que France se dedica a adular a los
lectores, rebajando la belleza y la inteligencia al nivel del público. “Es esto
lo que sus lectores le agradecen. France los halaga. Cada uno de ellos puede
pensar: ‘¡Qué bonito es esto! Al fin y al cabo no soy tan tonto; es esto
precisamente lo que yo también
pensaba’... Diserta con finura y elegancia. Es el triunfo del eufemismo... Por
lo demás, me sospecho que no hay gran cosa detrás de lo que nos muestra. Es
todo conversación, relato.”
Como Valéry en la Academia Francesa ,
Gide heredó el sillón de Anatole France en la Royal Society of
Literature de Londres; también lo escupió antes de sentarse (7 de abril de
1924): “Leo con vivo placer la
Historia de cómicos de France. Alentado, vuelvo
a El jardín de Epicuro, pero vuelvo a
encontrar mi primera repugnancia por esta bebida benevolente y tibia”. Después de su reinado de un cuarto de siglo,
se volvió deporte para las siguientes generaciones abofetear al France difunto.
Valéry y los simbolistas
también despreciaban a Maupassant y a Zola; y a los ensayistas Michelet, Renan,
Sainte-Beuve y Taine. (El viejo Gide se sintió obligado a ofrecer sus muy
sentidas disculpas, por lo menos en lo referente a Zola.) Pero no pudieron
prevalecer sobre ellos. Hagan los fantasmas de Mallarmé y de Valéry los
berrinches que quieran, Zola y Maupassant siguen leyéndose en todo el mundo; y
cualquier lector inteligente admirará a Renan, aunque su historia de Los orígenes del cristianismo y su Vida de Jesús aparezcan ante nuestros
ojos, como cualquier obra histórica añeja, algo anticuados con respecto a la
información acumulada durante el siglo posterior a su muerte. Otro tanto podría
decirse de la Historia de la revolución francesa de Michelet.
¿Qué falla entonces con Anatole France? Jamás he conocido persona viva
que lo cite, mucho menos que lo admire. Una mezcla desafortunada, acaso, de
parnasianismo y esteticismo con la moderna prosa popular, verbosa y cruda. Un
Mariano Azuela que suena al Azul...
de Rubén Darío, y al revés, a ratos. Y una combinación igualmente
desafortunada, en cuanto teoría literaria, de la exquisitez de un Gautier con
el espíritu anti-ornamental de los novelistas populares modernos, digamos de un
Roger Martin du Gard (autor de unos Los
Thibault, el verdadero y poco conocido apellido de France).
En sus mejores momentos
ensayísticos, sin embargo, le encuentro cierta familiaridad con Pedro Henríquez
Ureña, Alfonso Reyes y el joven Vasconcelos (la “afición de Grecia” como
sustento básico de toda discusión cultural; cierto coloquialismo de dómine que
pretende conversar... pero como sólo conversan los eruditos; un humorismo de
bibliófilo, una intención de escribir “en mangas de camisa” pero con los ojos
siempre fijos en Palas Atenea: invariablemente pedagógico y civilizador).
Sin embargo, hay que
sospechar de los críticos que centren su menosprecio hacia France en motivos
meramente estéticos, que no le fueron muy discutidos públicamente en vida, y no
asuman los asuntos por los que se le combatía duramente: el anticlericalismo
radical y las simpatías liberales y
socialistas, incluso comunistas (existe un ensayo de Paul Bourget al
respecto, donde lo acusa de “atentar contra la civilización
cristiana-grecolatina”).
France creía que la
“infame” Iglesia, que había combatido Voltaire, ni estaba derrotada ni se había
corregido: que la lucha liberal “dura” contra ella debía continuar; pero sólo
en el terreno de las ideas, en la práctica social y política predicaba la
tolerancia, la paz y la democracia. Y sin demasiada fe en la victoria: también
la ciencia funcionaba muchas veces como un conjunto burdo de supersticiones.
Se insinuaba, por otra
parte, que debía sus manías o simpatías “revolucionarias”, pero casi siempre
pacifistas y democráticas, a sus origen pobretón (hijo de un peón de granja
devenido librero-editor; empleado de bibliotecas y peón de editores toda su
juventud y buena parte de su madurez —le debemos bastantes fichas del Larousse—, pues el éxito le llegó hasta
los cincuenta años). Eso era lo malo de admitir pobretones en el Parnaso, que
se volvían iconoclastas y alborotadores; pero no se aclaraba que France había
escrito de un modo más que arisco contra la violencia y contra el terror de las
revoluciones triunfantes, lo mismo la de 1789 que la Comuna.
Es curioso que en la
democrática Francia hayan predominado tanto los atavismos de clase: como France
había sido pobre, y se le notaba, debía ser necesariamente ramplón. ¿Que tenía
páginas admiradas por los mayores críticos? (Las nupcias corintias, La dama del abanico blanco, El pequeño Pierre)
Es que, se rumoraba en los salones, ¡se las había escrito su distinguida mujer,
como en la novela Bel-Ami de
Maupassant! Hay tesis doctorales sobre tal “autoría dudosa” de algunas de sus
páginas, y sobre esa esposa misteriosamente genial, con la que, por cierto,
sostuvo una mala relación.
Incluso André Gide se
asombraba de que un pobretón como Charles-Louis Phillipe pudiese escribir
buenos libros (disculpando, claro, las inevitables crudezas de un advenedizo en
la Cultura. )
También se llegó a achacarle a Sartre las obras de Genet: ¿Cómo ese pobretón
carcelario iba a escribir literatura?
¿Cómo se atrevía? ¡Qué arribismo! (Hace poco vino a México un profesor alemán
con la misma teoría sobre el teatro de Brecht: como éste era ignorantón y no
sabía inglés en su juventud, una amante letrada le escribió, según declaró ex-cathedra el profesor en todos los medios
de CONACULTA, La ópera de tres centavos,
basada como se sabe en una antigua obra inglesa.)
Anatole France es
inteligente, sabio, erudito, ingenioso, divertido y pertinente en asuntos de la
vida social y política. Juega hábilmente con la historia, la ciencia, la
teología y la filosofía. Antiguo, en la mítica Palmira; moderno, en el Kremlin
de Lenin. De un lado Grecia y la
Leyenda dorada de los santos y mártires
antiguos y medievales; del otro, la Revolución Industrial ,
Einstein y Lenin. Pero su prosa clara y precisa tiene trasuntos —Valéry diría
“amaneramientos”— de los parnasianos y románticos. Y “vulgaridades” de política
y de historia social. Un frágil equilibrio entre Leconte de Lisle y Zola.
Ama con frecuencia las
palabras bonitas o rarísimas y las frases sonoras en libros que no se asumen
rigurosamente como cifra estética, sino como literatura social, dirigida a
muchos lectores. Prolifera en raros nombres grecolatinos y medievales.
Prefiere, como forma estética, los diálogos y las fábulas de personajes
mitológicos, heroicos o eruditos. Muchas exclamaciones y figuras retóricas.
Defiende la sencillez con exuberancia lexicográfica, y el sentido común con
detallismos enciclopédicos. Parece un exquisito defectuoso, o un populachero
con pretensiones de exquisitez. Una especie de imitador de segunda fila de sus
contemporáneos, muertos generalmente a temprana edad.
La verdad es que no imita
a nadie. Su prosa y sus asuntos, para bien o para mal, son inconfundibles
(doblemente genial debió haber sido su mujer, para imitar tal estilo), pero
suena demasiado fin del siècle con
una actitud de pleno siglo XX, o del siglo XVIII, según se mire. Desconcierta.
A veces su concisión prosística logra perfecciones artificiosas de un La Rochefoucauld
(“vicio”, por lo demás, que asimismo encontramos en sus enemigos como Faguet:
“Voltaire es un caos de ideas claras”. ¿De veras un caos? ¿De veras ideas tan
claras? ¿No hay un paroxismo de declamación en el aforismo de Faguet?) Muchos
de los achaques del “alto estilo frances” que buscaba a tropezones el
coloquialismo, la simplicidad, la “prosa blanca”, el “grado cero de la
escritura”; esto es, despojarse de los antiguos rituales y galas retóricos,
caracterizará a varias generaciones posteriores, hasta mediados de siglo (la Nouvelle
Revue Française,
por ejemplo).
Compartió el desprecio
parnasiano (fue discípulo en su juventud de Leconte de Lisle) y esteticista
hacia las tramas en los relatos. A diferencia de los realistas, no quería
contar chismes intrincados, laberínticos, con suspenso y trucos de
prestidigitador que maneja un repertorio tumultuoso de personajes y episodios,
sino relatos ligeros, casi aéreos, en su asunto, que permitieran el despliegue
de atmósferas, descripciones, observaciones, epigramas. La trama no era el alma
del relato, sino el pretexto para la prosa estética o intelectual. Posición muy
francesa que reaparecerá a mediados de siglo en el nouveau roman.
Esta mezcla de estilos y
teorías literarios, que ahora nos desconcierta, apasionó a sus contemporáneos.
Buscó una manera personal, equidistante del casi abstracto simbolismo y del
realismo espeso y fotográfico. Gustaba. Durante un cuarto de siglo pareció el
mejor cuentista francés (“Putois”, “Riquet”, “Los jueces íntegros”, “El
camafeo”, “La jactancia de Olivier”, “El Procurador de Judea”, etcétera),
consideración parcialmente justa: algunos de sus cuentos no han perdido el día
de hoy su gracia original.
EL CANTOR DE KIMEA
A propósito de sus cuentos, tiene uno bastante curioso (“El cantor de
Kimea”), situado en la Grecia
clásica, sobre un anciano que no había logrado en sus mejores años destacar en
la guerra ni en la poesía. Era bueno para las armas y los versos, pero le
faltaban la riqueza, la clase social: su puesto de combate siempre estaba con
la muchedumbre, en la infantería: ahí no se lograban los trofeos; sus cantos se
dirigían a la plebe, junto al fogón o en las plazas: ahí no se concedían las
coronas de laurel.
Transcurrió su vida en una
constante medianía hasta que algún dios arbitrario o irresponsable le quitó la
vista. ¿En qué podía trabajar un viejo ciego? Le sobrevino en la vejez la
pobreza. Se dedicó entonces a enseñar a cantar —a ejercer la poesía—, con una
lira de madera, a los niños, especialmente a los ciegos (¿qué otro porvenir le
quedaba a un niño ciego en la
Grecia clásica sino aprender a cantar las hazañas de dioses y
héroes en las plazas, los mercados, o en las grandes casas cuando había
festejo?).
Sus enseñanzas poéticas se
reducían a una, pero tenaz, inconmovible: la de repetir con exactitud los viejos cantos. Toda novedad constituía un
error y un sacrilegio, pues esos cantos provenían de inspiración insuperable,
divina, a través de las Musas, comunicada a los primeros cantores, quienes se
dedicaron a enseñarlas puntualmente a sus sucesores; y así en cadena de
innumerables generaciones, hasta llegar al pobre maestro y su escuelita de
pobres aprendices de poesía mendicante. Repetir incansablemente, con toda
exactitud, los poemas establecidos.
Pero este viejo poeta
desvalido temía a ratos algún nuevo castigo de los dioses. Valiéndose de la
ignorancia de sus escuchas poco letrados, se permitía en ocasiones,
subrepticiamente, innovar, introducir versos, estrofas y hasta historias
completas de su propia invención, en el acervo poético tradicional inalterable,
sagrado.
Comía cebollas, ajos y a
ratos un jirón de carne de res, según se iba ganando el alimento y algún
obsequio misérrimo por las ciudades cercanas. A sus escuchas incultos no les
gustaba mucho su poesía. Como lo veían decrépito y desagradable —los párpados
hinchados sobre las cataratas—, preferían burlarse de que semejante piltrafa
humana anduviera cantando por ahí las sublimes hazañas de los dioses y de los
héroes. Los grandes poetas, los verdaderos y renombrados, no se veían así.
Apolo no se veía así.
Lo rebatían: la verdad, según los verdaderos poetas: los
reconocidos, los respetables, los grandes
clásicos, por ejemplo, era que Penélope había sido una puta y se había
revolcado con todos sus pretendientes, y Odiseo la había castigado, como se
merecía, a su regreso. O que Telémaco había asesinado a su padre, pues su
repentina e inesperada vuelta lo despojaba de su herencia. O que...
El viejo apenas replicaba
que su labor era cantar puntualmente lo que le habían enseñado sus mayores. Y
los escuchaba disertar, con la locuaz sabiduría que les daba el vino, sobre la verdadera poesía y los verdaderos poetas. Cobraba con gesto
humilde su mendrugo y su baratija, y regresaba a la escuelita, a darles varazos
a los niños que se permitieran alterar, así fuese en una sílaba, los versos
antiquísimos (muchos de los cuales acababa él de inventar).
Nadie, ni él mismo, supo
que era un verdadero cantor, y no un mero mendigo que cantaba. En las últimas
líneas del relato nos enteramos casualmente de su nombre: Homero.
EL JARDÍN DE EPICURO
A diferencia de lo que postula la teoría literaria, la posteridad de toda obra es mezquina. Lo que resulta
natural (todo simulacro de inmortalidad peca de pueril y de contranatural: ¡qué
tontería desperdiciar la vida en “crear obra perdurable”!). Cada generación
llega al mundo a vivir su propia vida y a escribir sus propios libros, y
resiente o detesta las infinitas bibliotecas de Babel con que la han abrumado
alevosamente sus innumerables antepasados.
Nadie nace al mundo para
vivir lo que otros ya vivieron, para leer polillas de vida antigua. Los libros
deben morir, como los hombres. Para presumir de ilustrada, cada generación
escoge un puñado de antiguallas y las convierte en monumentos, con cierta
admiración hipócrita, y las manipula a su modo, incluso en contra de la
naturaleza verdadera de esas obras (¡en lo que han convertido la Biblia los devotos y los
predicadores!), o para orinarse sobre ellas. Es rara la admiración verdadera,
esencial, por los libros antiguos, especialmente entre los propios escribas. No
molestan solamente los escritos de los autores muertos, sino incluso los de los
viejos:
“Los ancianos tienen
excesivo apego a sus ideas, y ésta es la causa de que los habitantes de la isla
Fidji maten a sus abuelos. Así facilitan la evolución, mientras nosotros la
retrasamos con vanas consagraciones académicas” (El jardín de Epicuro, escolio LXV).
Pero hay libros más
sujetos al abandono, a la momificación, a la polilla que otros. A veces son los
mejores. Se trata de las obras más comprometidas con su propio tiempo. Como
ciertos títulos de Belloc, de Wells, de Chesterton, de Shaw, de Mencken, que en
su momento concentraron o inventaron el pensamiento más completo y avanzado de
su tiempo, y que por ello mismo parecieron sumamente anticuados pocos años
después, cuando entraron al mercado nuevas ideas y nuevas ocurrencias, nuevas
posiciones ideológicas, El jardín de
Epicuro (1895) representó en su momento, y durante unos veinte años, la Biblia del hombre más moderno;
y ahora, en su mayor parte, nos da la impresión de un polvoso Reader’s Digest. Se parece un poco a Uno y el universo, de Ernesto Sábato,
tomito de escolios que se leía con devoción en los años sesenta.
El jardín de Epicuro (Tr. Luis Ruiz Contreras, Ediciones del
Mirasol, Buenos Aires, 1960) carece de género y de asunto precisos: son
reflexiones breves de un hombre que ha leído y vivido mucho y de todo. (Habla
de Epicuro no en el sentido de culto al placer, sino al estudio y la
meditación; y como aceptación de la fugacidad e intrascendencia de la vida.) El
conocimiento de un formidable Hombre de Letras en breves comentarios. Hay humanismo y ciencia, política y arte.
¡Pero todo, ay, tan fechado! ¿A quién le importa el extremo de la sabiduría de
1895?
No escasean los dones de
la prosa y de la invención de France, claro; pero exige mucha generosidad y
paciencia espulgarlos, entre tantas exposiciones de geología o teología,
sociología o astronomía, teorías estéticas y sociales, que ahora hasta los
locutores de televisión podrían corregir o desdeñar instantáneamente. ¡Y tanto name-dropping de mitología o filosofía
griegas y de los antiguos clásicos europeos! No le faltan sin embargo pepitas
de oro.
No recuerdo que Borges
citara a France, pero su texto “Tres versiones de Judas” (Ficciones), que reivindica al apóstol infame —Judas no fue un
traidor, sino un santo, otra reencarnación de Dios: un instrumento divino e
indispensable para la redención operada por Cristo— (“La traición de Judas no
fue casual: fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía
de la redención... Judas refleja de algún modo a Jesús. De ahí los treinta
dineros y el beso... Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la
infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la
perpleja red de la historia: pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús:
eligió un ínfimo destino: fue Judas”, escribe Borges) ya aparece, por entero,
en el escolio XXXVIII de El jardín de
Epicuro:
“El destino de Judas de
Kerioth [Iscariote] nos sumerge en un
abismo de confusiones. Porque Judas nació para cumplir la profecía, era
ineludible que vendiese al Hijo de Dios por treinta dineros. Y el beso de Judas
es, como la lanza y los clavos venerados, uno de los instrumentos de la Pasión. Sin aquel
hombre no se realizaría el misterio; no hubiera podido salvarse el género
humano... ¡Dios mío, Dios amoroso y clemente... si es verdad, como supongo, que
Judas Iscariote ocupa un lugar a tu derecha...! ¡Y tú, Judas, a quien maldice
la cristiandad, y a quien yo admiro porque parece que te has posesionado de
todo el infierno para dejarnos disfrutar el cielo!... “Soy un sacerdote de la
misericordia ordenado por Judas, secundum
ordinem Judas..”, etcétera.
A los lectores de Borges debiera interesarles
mucho Anatole France, especialmente El
figón de la reina Patoja (este título castellano extravagante e
incomprensible pretende traducir La
rôtisserie de la Reine
Pédauque , 1893; algo así como ‘La fonda de la Reina de los Patos’): ahí se
ocupa France de la historia de las herejías cristianas y de los primeros
tiempos del cristianismo; de la gnosis, la cábala, la alquimia, los textos
bíblicos y evangélicos “apócrifos”; y en fin, de toda la historia intelectual
marginada de la antigua civilización europea (lo que Joseph Conrad llamaba ‘la
sabiduría benedictina’ de Anatole France).
Lo hace, como Borges, con
fines humorísticos y de crítica mordaz a las arrogantes doctrinas ortodoxas,
oficiales —teológicas, filosóficas y
científicas—, del progresismo europeo. A France, por su parte, le habrían
encantado los cuentos y ensayos más excéntricos de Borges, y poemas como ‘El
Gólem’.
Hablando de la traducción extravagante,
atrabiliaria, incomprensible, de algunos títulos y nombres de personajes de
Anatole France en las ediciones de Aguilar, ocurre que su cuento más importante
y famoso —y ciertamente uno de los imprescindibles de la más rigurosa antología
del cuento francés—, Putois, fue
considerado impúdico o alburero por los editores franquistas y lo convirtieron
alegremente, sin más, en ¡Garduño!
¿Por qué no Ruiz o Méndez? ¿Cómo va a identificarlo en el índice el lector que
se ha enterado por las enciclopedias y las historias de la literatura de la
relevancia de Putois? Y no se trata,
en absoluto, de un cuento ‘inmoral’ o libertino, sino de una invención muy
divertida, apta incluso para niños, que fue aprovechada en México para la
película Simitrio (de Emilo Gómez
Muriel, 1959), donde el viejo profesor ciego José Elías Moreno siente
particular afecto por el más travieso de sus alumnos campesinos, quien
sencillamente no existe, pero cuya presencia imaginaria le resulta más real que
la de los demás niños de carne y hueso. Por otra parte, desde los años veinte el
periódico El Universal contaba con un
periodista (algo compositor y teatrero) famoso por su seudónimo, que sonaba
rarísimo: Jacobo Dalevuelta (Fernando
Ramírez de Aguilar, 1887-1953) —hay una calle llamada así, a su memoria, en la Colonia del Periodista—;
sucede que Jacobo Dalevuelta es
precisamente el nombre castellanizado, en la versión de Aguilar, de Jacques
Tournebroche, uno de los protagonistas de La
rôtisserie de la Reine
Pédauque y de otros libros de France, como El abate Jerónimo Coignard, Los cuentos de
Dalevuelta.
Una de las mayores
diversiones de El jardín de Epicuro
resultará probablemente invisible, e incluso fastidiosa, al lector
contemporáneo común. Ahora sabemos mucho de técnica y de ideología, pero la
filosofía seria no forma parte, salvo en términos demasiado generales, de la
cultura corriente de las personas que se consideran ilustradas. Ello no ocurría
en época de France. Había una guerra encarnizada, incluso en los periódicos y
en las cámaras de diputados, entre la espiritualista filosofía alemana, el
pragmatismo inglés y el positivismo cientificista y progresista de Comte.
Anatole France dedica
buena parte del libro a burlarse de esos filósofos modernos, ¡siguiendo el
mismo método que usó Voltaire en su Diccionario
filosófico contra Santo Tomás y la escolástica!: mostrar contradicciones,
reducir al absurdo las afirmaciones tajantes, desnudar a los filósofos de sus
solemnes togas y mostrar que detrás de sus especiosos argumentos no existían
sino juegos de palabras; traducir las aporías y los dogmas en bromas pesadas.
Su víctima favorita es Comte.
Advierte también, como
crítico literario (contra él inventaron los académicos el insulto “crítica
impresionista”, en oposición a la historicista de Thierry), que en la
literatura predominan puros prejuicios, malentendidos y vanidad. Demuestra que
una admirada página de Michelet fue juzgada como bobería y necedad por multitud
de “enterados”, cuando se les presentó sin el nombre del prestigioso
historiador. Recomienda al crítico desconfiar de su erudición, de sus juicios y
de sus razonamientos, y crear crítica
como arte: pasión, vida, belleza, buena conversación, sin codicia de
verdades absolutas.
De regreso —más teórico que práctico— de los
excesos esteticistas de románticos, malditos, parnasianos y simbolistas,
predica la sencillez de la escritura y de los asuntos como la mayor garantía de
permanencia de un texto. Desde luego, su definición de sencillez resulta
sumamente elaborada.
Ahí entrevió la mezquina
posteridad que tendría su propia obra:
“Todo aquello que nos
atrae por su novedad o por amoldarse a ciertos gustos artísticos, envejece
pronto. La moda en el arte pasa con la misma rapidez que todas las modas.
Ocurre con las frases afectadas que tienen pretensiones de originales lo que
ocurre con los vestidos confeccionados por las modistas famosas: no duran más
que una temporada. En la Roma
decadente las estatuas de las emperatrices iban peinadas a la última moda. Los
peinados resultaban pronto ridículos, y entonces ponían a las estatuas pelucas
de mármol. Sería conveniente que un estilo peinado a la moda, como aquellas
estatuas, cambiara todos los años de peluca. En los tiempos actuales, donde
todo va de prisa, las tendencias literarias sólo subsisten un corto número de
años, y con frecuencia un corto número de meses. Conozco escritores muy jóvenes
cuyo estilo resulta arcaico. Es posible que las producciones maravillosas de la
industria y de las máquinas hayan dado como resultado esa variación constante
por la que se dejan arrastrar las sociedades atónitas. En la época de los
Goncourt y de los ferrocarriles se podía vivir algún tiempo con un estilo de
artista literario; pero desde que se inventó el teléfono, la literatura depende
de las costumbres, renueva sus fórmulas con una rapidez desalentadora. Por
tanto, diremos, como Ludovic Halévy, que la claridad y la sencillez constituyen
la única forma posible para atravesar tranquilamente, no ya los siglos, que
sería mucho decir, sino los años”. (Escolio XL).
LOS ÁNGELES REBELDES
Con mayor voracidad y tino que nuestros juaristas, los revolucionarios
franceses expropiaron los bienes del clero, muchos de los cuales pasaron a
manos privadas. Así una Biblioteca de Babel, de 360 mil volúmenes,
especializada en teología y títulos bíblicos, procedente de un convento
benedictino, llegó a poder de una familia burguesa, que la conservaba con gran
orgullo en el segundo piso de un palacio cercano al templo de Saint-Sulpice,
donde por cierto un pintoruco estaba restaurando rajaduras, manchas y
desprendimientos de unos murales con feroces ángeles adolescentes —casi
delincuentes juveniles— pintados por Delacroix.
Bibliotecario él mismo
durante buena parte de su vida, Anatole France describe con ternura y
autosarcasmo la obcecación del pobre bibliotecario, quien había inventado una
clasificación criptográfica imposible, a fin de que nadie localizara jamás un
libro; y miraba con una desesperación cercana al odio al influyente que lograra
permiso para consultar alguno.
De repente, por arte de
magia, como si las cercanías de Saint-Sulpice se hubiesen llenado de duendes
chocarreros, empiezan a desordenarse los libros por la noche; a salir de sus
estantes y amontonarse en mesas, a cambiar de habitación, a irse unos días y
regresar como si nada, a desaparecer sin más ni más. Puros volúmenes religiosos
y filosóficos antiquísimos y pergaminos llenos de ideas peligrosas, de
cripto-heresiarcas, que por ningún motivo debían publicarse. Con la total
angustia de ese bibliotecario arranca la novela La rebelión de los ángeles (1914).
No se trataba de los
trasgos, sino del ángel de la guarda de uno de los hijos de la familia,
bastante enamoradizo. Alojado en una casa con tal biblioteca teológica y
bíblica, y aburrido ante la monomanía erótica de su protegido, el desprevenido
ángel custodio se había puesto a estudiar la religión a fondo, y había
descubierto que su Buen Dios les mentía tanto a los ángeles como a los hombres.
Eso de leer mucho no conduce a nada bueno, y menos las lecturas religiosas. De
exjesuitas, exmaristas y exsalesianos está lleno el reino de los ateos.
Concluyó que el Buen Dios
era apenas un diosecillo tribal ensoberbecido, un demiurgo expansivo y
violento, de una minúscula parte del universo; y que había construido todas sus
fábulas y teorías sagradas para dominar como un tirano atrabiliario a sus
crédulas criaturas, tanto del cielo como de la tierra. El ángel renegó de su status y se volvió hombre, con el fin de
preparar una nueva rebelión de los ángeles —no existió sólo una, antiquísima,
la de Lucifer; los ángeles, como los hombres, se andan rebelando a cada rato—;
de inmediato reconoció a medio centenar de ángeles desertores, humanizados, en
las calles, buhardillas y cafetines de París. Al poco tiempo había conjuntado
quinientos mil exángeles dispuestos a la revuelta.
Uno había colgado las alas
por las piernas de una cupletista (los ángeles conocen caricias secretas que
arrebatan a las mujeres); otro por disgusto ante la jerarquía tiránica del
Autócrata de los cielos; hubo quienes prefirieron las joyas, el dinero, los
negocios, los honores, el arte, las aventuras de este mundo (como andar
cambiando de sexo y posición social al gusto). Alguno, para sumarse a los
exiliados anarquistas que tramaban revoluciones para todos los países desde los
cafés de París, y con tal propósito confeccionaban bombas perfectas. Otros más,
por fastidio: sólo para evitar la presencia de los serviles serafines,
querubines y tronos (los mayores mandones del cielo); dominaciones, virtudes y
potestades (segundo rango); principados, arcángeles y angelillos del común. (No
contaban los puttoni, o cupiditos,
alados angelillos-bebé ‘de pajarera’”). “Llueven ángeles sobre París”.
No cabe duda que en las
primeras décadas del siglo los alborotos, motines y subversiones no eran cosa
exclusiva de la tierra: México, Sarajevo, Moscú, las trincheras
franco-prusianas. El plan consistía en revolucionar primero toda la tierra, y
lanzarse luego contra la
Jerusalén Celeste : un exángel, convertido en el principal
banquero de París, les financió la empresa, con el fin de hacer un negocio
fabuloso si la rebelión triunfaba.
A diferencia de otros
libros narrativos de France, La rebelión
de los ángeles es una verdadera novela en toda forma: trama, episodios,
personajes diestramente construidos. Con audacia y habilidad entremezcla la más
ardua metafísica con las aventuras galantes (incluyendo duelos y elaborados
adulterios) del fin de siècle. No se
necesita ser un “anticuado” anticlerical furibundo para divertirse con ella de
principio a fin: está llena de gracia terrenal y contemporánea.
De hecho, sus ángeles
rebeldes, que todos los días anunciaban la próxima caída final de Jehová, se
parecen pintorescamente a los políticos y periodistas de su época, tanto
liberales como conservadores, que todos los días anunciaban la próxima caída
final de la Tercera
República Francesa. Y tenían proyectos modernísimos:
vencerían al Buen Dios mediante el humano invento de la electricidad, ya que la
primera gran lucha entre las cohortes de Satanás y las de San Miguel se había
decidido alevosamente por un invento que Jehová tenía oculto, y exhibió a
última hora: el rayo. Ahora lo combatirían con rayos artificiales,
“electróforos”. (No diré de la resolución de La rebelión de los ángeles sino que es inaudita, verdaderamente
genial; y que en veinte siglos de cristianismo jamás ha imaginado nadie un
Lucifer más digno y entrañable.)
En mitad de la novela,
France se permite un lujo de prosista virtuoso: retar a Bossuet, y compone
(“Relato del jardinero”) todo un “sermón” anticristiano deslumbrante (unas
treinta páginas): la otra versión de la rebeldía de Satán, y de cómo fueron los
primeros ángeles caídos quienes, erigidos en dioses del paganismo (o asumiendo
formas humanas y semihumanas gratas a la populosa mitología universal,
especialmente la griega), crearon toda la civilización y la felicidad humanas
sobre la tierra: lo mismo el fuego, el arado, el vestido, la escritura, las
armas y las letras, que las ciencias y las artes; tanto en Egipto, Babilonia y
Grecia, cuanto en las menos conocidas regiones del mundo, hasta que llegó la
“religión del sufrimiento” del Crucificado, con la evangelizada máquina
guerrera romana, destruyendo el civilizado y dorado paganismo de los ángeles
caídos, a sangre y fuego.
Hubo otra especie de
rebelión de los ángeles en el Renacimiento, cuando se desenterró gran cantidad
de dioses paganos en mármol y parecían renacer los filósofos grecorromanos, que
Jehová combatió primero con la
Reforma y luego con la Contrarreforma. Una
tercera, acaso, con los enciclopedistas y los revolucionarios de 1789. Pero la
última batalla no había sido librada, y algún día, gracias a los ángeles caídos
o desertores, perecería la “religión del miedo” del demiurgo tiránico de Israel
y prevalecerían los demonios tolerantes, demócratas y amigos de la alegría.
CUESTIÓN DE PINGÜINOS
Había una vez un santo muy tonto, llamado Mael; fundaba en Francia
docenas de monasterios y abadías que se le convertían incorregiblemente en
prostíbulos. Trató de buscar fortuna como misionero en lejanas regiones del
mundo. Tomó un barco, lo condujo a la deriva y llegó al Ártico. Como era muy
viejo, medio ciego y medio sordo, se puso a bautizar a los pingüinos.
Se armó entonces el gran
alboroto en el Empíreo —mezcla de las discusiones de Bizancio y los concilios
católicos con las grescas olímpicas de la familia de Zeus—, sobre si tal
bautismo era o no válido. Intervinieron en la discusión celestial todos los
Padres de la Iglesia ,
los teólogos, los santos. Nunca, desde Voltaire, sufrió algún papa un cólico miserere semejante, ante tan
devastadora chacota de los principios más sagrados del catolicismo. Ya le
vendría otro, con Las cuevas del Vaticano
(Gide).
Entrampado en las propias
liturgia y teología “infalibles” de su Iglesia, no le quedó al Buen Dios sino
dar por bueno el bautismo de los pingüinos. Tuvo además, en su suprema
benevolencia, que convertirlos en hombres, pues no se veía bien una cofradía de
católicos oficiales con picos, patotas y aletas. Pero asimismo hubo que
conferirles algo parecido al pecado original, del que como animales carecían,
de modo que les dejó cierto plumón a manera de vello en el cuerpo, muslos
cortos y un especie de miopía, por lo que, aunque hombres, siguieron llevando
el nombre de pingüinos
En seguida el santo Mael
amarró la isla ártica, Pingüinia, con su estola sacerdotal, y la arrastró por
todos los mares hasta Francia, para que los antiguos pingüinos vivieran en la
tierra predilecta, y menos congelada, de la Iglesia Católica.
Tal es el arranque de la novela La isla
de los pingüinos (1908). Joseph Conrad, entusiasmado, le dio a France una
calurosa bienvenida al club de los novelistas de aventuras marineras.
Toda la historia humana
les fue permitida a los pingüinos evangelizados. Se trata de una sátira de la
civilización europea, especialmente la francesa. Cómo de tribu de exanimales
desnudos se convirtieron en agricultores, pescadores, ciudadanos. Por medio de
qué violencias y despojos se afianzaron sus primeras instituciones “nobles”,
como la propiedad, las jerarquías sociales, los impuestos, las leyes, la Iglesia y el Estado. Y
tuvieron su Dragón (aunque de utilería, pero ellos no lo advirtieron) y su
Virgen Vencedora del Dragón (una alegrona chamaca promiscua, disfrazada de
virgen), los cuales devinieron el mito fundador y sagrado de la Isla de los Pingüinos. La
“virgen” se volvió su Santa Patrona, y el Dragón el origen de sus dinastías
monárquicas.
Anatole France fue un
narrador tardío. Quemó su juventud en sueños de poesía parnasiana y de
erudición bibliográfica. Y a cada rato se le nota. Desperdicia aquí (aunque las
retoma en otros libros) las escenas de luchas religiosas y dinásticas, las
matanzas, las epidemias, los enloquecimientos místicos en majestuosos conventos
y catedrales, la alquimia, las cruzadas, los templarios y tantos otros
episodios de la Edad Media
y el Renacimiento para su irónica anti-historia de Europa; y se deja llevar por
sus obsesiones de hombre de libros.
Discute mucho, a propósito
de la Edad Media
y del Renacimiento de los pingüinos, la pintura “primitiva” (Fra Angélico, por
ejemplo), “prerrafelita”; y va a visitar a Virgilio en los fantasmales Campos
Elíseos, para que desmienta todo lo que los cristianos, torciendo sus textos,
le han hecho decir como profeta-pagano-pero-involuntariamente-cristiano, de la Iglesia. El lector
secularizado actual, que apenas recuerda alguna anécdota de la Virgen de Guadalupe y de
san Martín de Porres, olvida que está leyendo una novela o una farsa, y se
aburre con tan profunda teología. El feroz arranque jacobino inicial se ha entibiado, como diría Gide.
Sin duda los lectores de
1908 disfrutaron a carcajada batiente los diversos capítulos sobre “Los tiempos
modernos” de Pingüinia. Da la impresión de una farsa política de títeres sobre
algún país latinoamericano, más que una burla en forma de la dizque progresista
Francia. Pero por algo ella fue la maestra de las guerras de religión, del
surgimiento del populoso ejército y de la populosa burocracia como nueva
nobleza; de las interminables conjuras de republicanos contra monárquicos, y
viceversa, y de los sindicatos que se dedicaban sobre todo a combatir... a
otros sindicatos; de las ineficaces y conjuradoras cámaras de diputados; de la
prensa políticamente sensacionalista, de la política en “salones” de dudosas
condesas, de los golpes de Estado, de la demagogia bajo cualquier signo para
atraerse a los peones, salchichoneros, obreros y artesanos.
Los capítulos de “Los
tiempos modernos” resultan así más caóticos, socialmente injustos e
intelectualmente oscuros que los antiguos en Pingüinia, con sus nuevas armas
ideológicas, militares e industriales. Por ahí aparece algo de la Revolución , de los
regímenes parlamentarios, de los abades en conjura, de las asonadas en plaza
pública, del ideal de dioses de la guerra como Napoleón y de la codicia hacia
los países y mercados ajenos. Pudo ocurrir igualmente en Honduras.
La irreverencia en clave contra la propia historia
francesa moderna, sin embargo, alegró a una sociedad cansada de cien años de
“heroísmos” políticos y militares, y de nuevas dinastías, si ya no siempre
monárquicas, al menos militares, parlamentarias, bancarias, presidenciales. El
caso Dreyfus —santo y seña de la generación de France— ocurre con la
simplonería y la vulgaridad de un títere que le da un mazazo a otro para
robarle la cartera. Su irreverencia resultó bienvenida: Es la traducción de la Suprema Historia Patria en un jolgorio de cabaret o de polichinelas.
Algo se entrevé ya de la
embrollada política francesa que se acercaba a la Primera Guerra
Mundial y, curiosamente, de la “americanización” de Francia. Se les reprochó a
los ancianos Voltaire y Dorothy Parker que vivieran tantos años en un mundo del
que tenían tan baja opinión. Algo así ocurre con La isla de los pingüinos: tan dedicada a burlarse de las supersticiones
y mitos, instituciones y prestigios franceses, culmina en una especie de pánico
porque Francia ¡estaba dejando de serlo!, al menos como Anatole France la
conocía. Ve un país franglais de trusts, de rascacielos, de automóviles
desaforados, de industrias multitudinarias, de salvajes clubes anarquistas. No
puede señalar (aunque ganas no le falten) “que todo pasado fue mejor”, pues se
ha burlado demasiado del pasado de Francia. Simplemente sugiere que a pesar de
tanto ajetreo político, militar, social, científico, técnico, la sociedad no ha
mejorado.
Cuesta trabajo reconocer
que La isla de los pingüinos, a pesar
de su soberbio arranque y de algunas bromas ocasionales, haya provocado tanto
interés y admiración en su tiempo. ¿Por qué ha perdido resonancia? En parte,
porque triunfó su mensaje político:
la sociedad europea contemporánea no se parece mucho a la que se critica en
esta novela, al menos en la dimensión caricaturesca con que la pinta. Sus ogros
se antojan algo bobos, y sus mayores crímenes se exhiben como exageraciones de
película cómica barata. Pero sigue sucediendo al pie de la letra en México, por
ejemplo.
Y en parte, porque da la
impresión de que, décadas después de publicado, su mensaje de democracia,
tolerancia, racionalidad y justicia social se ha cumplido en Francia, al menos
parcialmente. Anatole France, siempre escéptico y pesimista, no esperaba eso en
vísperas de una guerra contra Alemania, que muchos intelectuales y políticos
creían perdida de antemano, como en 1870. De ahí, tal vez, su desaliento final.
France aguardaba, pronto, el desastre. A un siglo de distancia tenemos entre
las manos el rescoldo de un libro que fue incendio.
La isla de los pingüinos no es propiamente una novela, sino un
conjunto de desasidas escenas históricas humorísticas (la mejor y más larga: la
batalla del caso Dreyfus.) Por desgracia, la magnífica invención de los
pingüinos-hombres, que da título al libro y sugiere tantas esperanzas
swiftianas, no va más allá de los primeros capítulos.
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