EL SOLDADO BOTELLO Y LAS ARTES ADIVINATORIAS EN LA CONQUISTA DE MÉXICO
Por José Joaquín Blanco
Como en ciertos juegos de casino, en la conquista de México quien ganó la guerra lo ganó todo, incluyendo la supuesta interpretación de los propios vencidos, a quienes se les quemó sus testimonios y a cuyos nietos se adoctrinó y aterrorizó para que declarasen, veinte o cincuenta años después, como auténtica visión indígena, lo que los vencedores deseaban o suponían.
Moctezuma queda en este panorama como el gran brujo derrotado, a quien desde años atrás lo venían atormentando curiosos presagios (como los del festín de Baltasar, de la Biblia...) Son un tanto sospechosos porque las artes adivinatorias indígenas, como las estudia por ejemplo Enrique Florescano en Memoria mexicana, atendían menos a lo milagroso y lo excepcional, a la manera europea, que a lo reiterado. Creían conocer todas sus dichas y desgracias posibles, que cíclicamente regresaban y se repetían.
Los indios prehispánicos pensaban haber dominado el cosmos a través de unas permanentes recreación y escenificación minuciosas del pasado. El calendario como libro mágico. El día de hoy corresponde a un día específico del ciclo anterior --y de todos los ciclos anteriores--, y si se conoce éste se sabrá qué ocurrirá en aquél (un poco ese futuro que ya está en el pasado, ese “eterno retorno” del que habla Borges en su poema sobre el I Ching).
Pero aun dentro del ordenadísimo universo indígena acaecían catástrofes relativamente excepcionales por su gravedad y, por lo demás, se apuntan explicaciones racionales: así, alguna noticia debió llegar al centro de México, meses o años antes que las tropas de Cortés, de los barcos que se atareaban en el Caribe, de modo que el caos de la gran novedad apocalíptica estaba en el aire: “Año 13-conejo. Fueron vistos españoles en el agua”, es el principio del Manuscrito de Tlatelolco (1528).
Moctezuma leía sus libros adivinatorios (la fecha de la llegada de Cortés coincidía con el vaticinio del retorno de Quetzalcóatl), pero también aparecían milpas de fuego en el cielo; los templos se quemaban porque sí o eran blanco de los rayos; se alborotaba la laguna como si hirviese, la Llorona gritaba en gran llanto sus lamentos por el destino de sus hijos; las grullas tenían espejos en la mollera donde se veían batallas, aparecían monstruos (hombres de dos cabezas), etcétera. Son testimonios de los frailes y de los nietos catequizados de los vencidos, y cuajan tan bien con la victoria española, que suenan un tanto a superstición ulterior de los propios conquistadores, muy semejante a la “visión de los vencidos” que ofrecen los clásicos grecorromanos y las vidas de santos contra demonios de La leyenda dorada.
Las artes adivinatorias y propiciatorias permitidas por el cristianismo se emplearon abiertamente en el bando triunfador durante las guerras: tal día santo era promisorio, tal día de guardar, por el contrario, resultaba funesto; las misas, los sacrificios, las oraciones, las promesas a Dios y los santos, también ejercían su ortodoxa brujería propiciatoria. Pero en las páginas de Bernal aparece de pronto un sistema adivinatorio completamente brujeril --de brujo laico--, de simple arte combinatorio, como la lectura de la baraja, o de otros libros europeos que siguieron usándose durante la Colonia y fueron incluso procesados por la Inquisición (Margarita Peña ha editado el Mofarandel de los oráculos de Apolo, que es más complejo y combina textos más que cifras o signos).
Dice Bernal en el capítulo 128, sobre la Noche Triste: “Estaba con nosotros un soldado que se decía Botello, al parecer muy hombre de bien y latino, y había estado en Roma, y decían que era nigromántico, otros decían que tenía familiar [algún espíritu amigo], algunos le llamaban astrólogo; y este Botello había dicho cuatro días había que hallaba por sus suertes o astrologías que si aquella noche que venía no salíamos de México, que si más aguardábamos, que ninguno saldría con la vida, y aun había dicho otras veces que Cortés había de tener muchos trabajos o había de ser desposeído de su ser y honra, y que después había de volver a ser gran señor, e ilustre, de muchas rentas, y decía otras cosas”.
Y después de las batallas: “Digamos ahora [que a] el astrólogo Botello no le aprovechó su astrología, que también ahí murió con su caballo. Pasemos adelante, y diré cómo se hallaron en una petaca de este Botello, después que estuvimos en salvo, unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos y señales, que decía en ellas: ‘¿Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios?’ Y decía en otras rayas y cifras más adelante: ‘No morirás’. Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: ‘Sí morirás’. Y respondía la otra raya: ‘No morirás’. Y decía en otra parte: ‘¿Si me han de matar también a mi caballo?’ Decía adelante: ‘Sí matarán’. Y de esta manera tenía unas como cifras y a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras en aquellos papeles que era como libro chico. Y también se halló en la petaca una natura como de hombre, de obra de un geme [una cuarta], hecha de baldrés [cuero], ni más ni menos, al parecer de natura de hombre, y tenía dentro como una borra de lana de tundidor [sobras de lana]”.
Conmueve, tanto o más que la severidad de las batallas que debió librar el tal Botello, el andar loma tras loma entre las flechas y los tambores en loor a Huitzilopochtli, echándose la suerte con un método tan binario, tan riguroso, de sí o no, casi como preguntarse el destino a los volados.
El I Ching, una vez transcurridas las primeras consultas asombrosas, que parecen en efecto (al novato entusiasta) adivinar concretamente algo, es más piadoso. No es binario, sino múltiple, y muy rara vez ofrece un pronóstico totalmente negativo o totalmente positivo. La mayor parte de las ocasiones se demora en una selva enredada de semi-afirmaciones y semi-negaciones, de matices, que intentan más bien apoyar algunas intuiciones o ideas inconscientes o inconfesadas del consultante, en contra de sus ideas fijas o de su voluntarismo.
Es un recurso maravilloso, como otros métodos aleatorios, para el obseso y el atribulado: para aquel angustiado que ya está tan dominado por su pánico o por su esperanza, que no acierta a pensar nada sino su propia obsesión, su propia tribulación. El I Ching entonces arroja aire fresco en su cerebro, y le interpone una serie de metáforas dispares que acaso lo lleven a pensar en circunstancias o posibilidades que hasta entonces, en su obsesión, no había tomado en cuenta. El I Ching además, en estricta ortodoxia, invita solamente a la reflexión y nunca adivina la suerte al chas chas.
El tal Botello, más ambicioso, con sus adivinaciones medievales, binarias, rigurosas, sólo contaba con dos respuestas, el Sí y el No, que no se combinaban sino sólo se alternaban en implacable cálculo de probabilidades. Pasarían más de dos siglos antes de que los jesuitas oyeran hablar de ese libro chino que, si bien parte de un meollo binario --casi un sí y un no: la raya grande y las dos chicas--, conforma 8 trigramas que se reproducen en 64 hexagramas; cada uno de ellos, además, cuenta con su propia serie de variables. Y a veces un hexagrama invoca a otro contradictorio como complemento. El I Ching no suele prometer “No te matarán” ni “Sí te matarán aquí esos perros indios en estas tristes guerras”: hablará de los tiempos de avanzar y de los tiempos de solidificar, del juego de la cautela y la audacia, de la acumulación y la merma, de lo duro y lo blando, etcétera, siempre sugiriendo (con diversa intensidad) tanto la salvación como la catástrofe, que a final de cuentas no son lo que le importa, sino la paz interior del consultante en esos precisos momentos de tribulación.
Si como decían los estoicos, el miedo no hace sino multiplicar por anticipado los daños, y uno muere una vez de más en cada ocasión que tiene pavor de la muerte, acaso ninguno de los conquistadores vio por escrito tantas veces la suya como el pobre Botello, conquistador de a caballo, que iba todo el tiempo con su librito adivinando las batallas, y probablemente a cada “No te matarán” correspondía un “Sí te matarán”. Debieron sucederse muchas batallas mexicanas antes de aquella que de veras le costó la vida, y es difícil suponer que el “No te matarán estos perros indios en estas tristes guerras” le había sido invariablemente revelado, a través de su librito, en todas ellas, antes del “Sí” único de la Noche Triste. Y lo mismo con respecto a su pobre caballo.