martes, 1 de julio de 2025

EL PELUSO CHÁVEZ

EL PELUSO CHÁVEZ
Por José Joaquín Blanco

                                                         

 

1

Tremenda consternación ha conflagrado el mundillo de la farándula mexicana. A escasas horas del suntuoso funeral nacional, con honras en el Palacio de las Bellas Artes (que encabezó el Presidente de la República y al que no evitó acudir ninguna celebridad de la política, los espectáculos y los medios de comunicación, además de la gente común, que por millares desfiló frente al ataúd desde la tarde del miércoles hasta el mediodía del jueves, en colas interminables, cuando fue finalmente inhumado en el Panteón Francés), el escándalo, el misterio, la inquina e incluso episodios de violencia física, abrumaron la memoria del difunto Rafael Chávez, alias El Peluso, amado astro y divo del cine nacional.

Al parecer, heredó sus cuantiosos bienes, fruto de medio siglo de esplendor en las tablas mexicanas, a un chamaco malviviente que ni siquiera constituía parte formal de su personal de servicio; un mocillo eventual que lo frecuentaba durante los últimos meses de su vida. Se habla de brujería, bajas pasiones, demencia senil, e incluso de abuso, amenazas y tortura (tanto física como sicológica) contra el anciano divo, a fin de obligarlo a firmar tal testamento, por parte de Filemón Carmona, pretendido taquero de carnitas, o ayudante de taqueros, pues nunca estableció puesto propio, sino que al parecer ha peregrinado de puesto en puesto sin lograr permanecer ni siquiera medio año en ninguno, por su carácter montaraz y dado a la vagancia. Habría contado para ello con la complicidad del abogado y del médico personales del difunto, así como del notario público. Una atroz conjura en las tinieblas.

Los familiares, los colegas, los amigos, los compañeros del espectáculo, así como diversas instituciones religiosas, humanitarias y culturales, de las que el divo Peluso –así motejado por la tupida pelambre que exhibía en el pecho, y que le asomaba por el cuello- fue mecenas eximio, han puesto el grito en el cielo y amenazado con impugnar el testamento. Rubén M. Hernández, su chofer durante el último lustro, alcanzó a golpear con un paraguas al presunto heredero durante la propia ceremonia fúnebre, que como todo mundo recuerda se desarrolló bajo un fortísimo aguacero, pero fue contenido por “guaruras” de seguridad privada, antes de que lograra lesionarlo de gravedad.

Un abogado de apellido Andrade, auxiliado por media docena de agentes de seguridad privada, se posesionó de la residencia del divo apenas se conoció la noticia del fatal desenlace (acaecido en el Hospital Metropolitano de esta ciudad), antes incluso de los funerales, en nombre del heredero; y han impedido la entrada a los antiguos sirvientes, así como a familiares y a amigos del occiso. Existen ya denuncias de hechos ante el Ministerio Público.  El abogado Andrade se dice albacea. Seguiremos informando.

 

2

Rubén M. Hernández, el chofer, ingresó al servicio del Peluso hace cosa de seis años, con recomendación de Sebastián Figueras, el famoso Trovador del Trópico. Afirma que nadie conoció con mayor cercanía que él al divo Peluso, a quien incluso llegó a servirle como confidente y enfermero, durante ese tiempo; y que supo que las intenciones del difunto eran de repartir sus bienes entre todo el personal formal de su servicio y entre algunas instituciones de beneficencia, como un asilo para curas ancianos de Tlalpan.

           Se muestra extrañadísimo del supuesto testamento a favor de Filemón Carmona, un chamaco vago que no sabe bien cómo se introdujo a la casa del Peluso, pero a quien por lo general no se le ocupaba más que en sacar a pasear a los perros del patrón y en mandados menudos; pero que poco a poco fue invadiendo las funciones de los demás empleados durante las noches, fines de semana o momentos en que, por cualquier eventualidad, no se hallaban cerca del anciano.

           Según su dicho, Filemón era un abusivo, un tragón insaciable. Asaltaba todo el tiempo la despensa. Devoraba hasta las preciadas latas de caviar que atesoraba el divo más que cualquiera otra de sus pertenencias. Se echaba en los sillones de la sala estilo imperio, con los zapatos sucios encima de los brocados y las sedas; y consumía frente a los más vulgares programas de televisión los vinos húngaros y las botellas de champaña que el divo conservaba bajo llave. Seguramente despojaba de la llave al anciano cuando dormía. Lo tenía como dominado. El patrón no hacía caso de las denuncias de los otros sirvientes contra Filemón. Nomás se quedaba callado, adormilado, atontado: “Ya déjense de chismes y pónganse a trabajar; díganle a Filemón que me traiga mis perros”. Le toleraba todas sus majaderías. El chofer cree que lo tenían drogado o embrujado.

           También se encuentra sorprendido de que tanto el testamento como el inventario de las posesiones del Peluso resulten relativamente exiguos. Tres inmuebles (dos de ellos bajo hipoteca) y puros aparatosos trastos viejos, maltratados. Se sabe que durante sus últimos años, en los que frecuentemente se encontraba indispuesto por los achaques de sus enfermedades o por temporadas de extrema depresión, el divo malbarató diversas joyas, obras artísticas y antigüedades. Pero se antoja extraño que hasta sus famosos anillos (con los que fue enterrado) hayan resultado todos falsos, de bisutería (imitados tal vez de los originales auténticos de sus mejores años), y que en sus cuentas corrientes de banco a su nombre, en territorio nacional, apenas aparezcan unos cuantos miles de pesos, que sólo habrían alcanzado a cubrir dos o tres meses de su gasto habitual.

Se habla de que el divo pudo ir transfiriendo su capital a cuentas en el extranjero, o a cuentas ajenas o a inversiones diversas a nombre de sus presuntos estafadores;  a casas de bolsa o a cajas de seguridad. De cualquier manera, los inmuebles, si bien deteriorados y que exigirían fuertes inversiones para su reparación y mantenimiento, representan un capital nada desdeñable, por hallarse ubicados en las zonas más distinguidas del Distrito Federal y de Cuernavaca.

           Por el contrario, el abogado Andrade ha declarado que no hay nada de qué asombrarse ni en el monto ni en el destino de los bienes del Peluso. “Llevaba muchos años sin percibir ingresos significativos, expresó. Pero acaso cierta extravagancia frecuente en los ancianos enfermos lo inducía a gastos desproporcionados, a los que se refería incluso de modo irónico, pues no se le escapaba el declive de sus finanzas. Especialmente sus donativos dispendiosos al asilo de ancianos sacerdotes de Tlalpan, pues decía que ellos también habían resultado 'a su modo, grandes actores del Teatro del Absurdo, y también habían resultado timados. ¡Dios se ha burlado de todos nosotros!'”.

           Los comentarios del abogado Andrade parecen confirmarse con los del doctor Salaya: “Incluso me quedó a deber varios meses de honorarios y tuve que obsequiarle muchas medicinas, de las muestras que me envían los laboratorios, pues llegó a negarse a seguir tratamientos caros. '¡Con el precio que actualmente han llegado a alcanzar las medicinas, doctor, mejor me quedo con todas mis enfermedades! Total: ya viví todo lo que me correspondía, sobrevivo absurda, póstumamente; me gustaría haberme muerto hace mucho, en plena posesión de mi cuerpo y de mi ánimo, y no esta lentísima, interminable decadencia'. Sin embargo, nunca en modo alguno me sugirió, como se han atrevido a declarar ciertos difamadores irresponsables, ansiosos de notoriedad, que lo asistiera a anticipar su desenlace. A lo que desde luego jamás podría acceder ningún médico honorable. El Peluso murió a su modo como buen creyente cristiano. ¡Tantos jovencitos que morían en la flor de su edad en las calles, en las guerras, en los hospitales; y en cambio él ahí, decía, olvidado de Dios, aguardando su llamado desde hacía tantos años! Un buen anciano, una magnífica persona, pero un pésimo paciente. Y sospecho, por otra parte, que veía en Filemón al hijo o al nieto que no tuvo; o mejor aún, al chamaco alegre y vivaracho que él nunca se permitió ser, que nunca fue, pues desde la infancia se dejó avasallar por la ambición del arte y de la gloria en las tablas, y se pasaba las horas en ejercicios, estudios y ensayos extenuantes. 'Desperdicié toda mi vida en las tablas y las pantallas del modo más necio, doctor; si volviera vivir, me gustaría ser taquero, desordenado y feliz, parrandero, sin pensar jamás en el mañana. Ser feliz el día presente en las condiciones reales, sin sueños de humo, sin espejismos ridículos'. He de señalar, concluyó el facultativo, que al menos un gran servicio se le debe a Filemón: el de administrarle debidamente sus medicinas, pues el viejo divo dejaba de tomarlas, por simple capricho o mal humor; o se olvidaba de que las acaba de tomar y duplicaba las dosis, o tomaba unas por otras. Había ciertas cápsulas o tabletas que le repugnaban solamente por su color o su forma, e inventaba que le dejaban un sabor espantoso durante horas, lo cual era desde luego inexacto. Se le veía bastante dócil, en cambio, frente a Filemón: '¡Ya no seas payaso, abuelito, tómate de una vez la medicina, pareces niño chiquito!'  Por otra parte, su resistencia física era asombrosa. Desde hace tiempo se le complicaban muchos padecimientos juntos. Estaba enfermo de todo”. Seguiremos informando.

 

3

Custodiado todo el tiempo por “su” abogado, quien no dejó un instante de inducirle sus respuestas, ya con miradas o gestos, ya con interrupciones desconsideradas (“¡No respondas a eso!”, “Lo que mi cliente quiere decir es...”), el joven Filemón Carmona accedió finalmente a dar una conferencia de prensa en el despacho del licenciado Andrade. A nadie se le ha vuelto a permitir la entrada a las propiedades del Peluso.

           Lo único que, por el momento, Carmona desea es desmentir supuestas revelaciones de sus relaciones impropias con el divo. “Era un viejito y estaba bastante enfermo; no pensaba en cochinadas; nunca hubo nada indecente en nuestro trato; platicaba muchas cosas, hacía chistes, le gustaba que me desvelara en su cuarto con él viendo películas viejas, porque a veces no podía dormir y se angustiaba. Le gustaba leerme escenas de obras de teatro, cuando no tenía mucha tos ni se sentía mareado. Leía muy bonito. Yo no entendía mucho lo que me leía, a veces incluso me leía cosas en francés o en inglés, con muchos ademanes y aspavientos. Eran las obras que lamentaba no haber representado, porque siempre le ofrecían puros churros y tarugadas, decía; que se había visto obligado a aceptar porque se tenía que ganar la vida. Era un viejito. Un viejito muy decente y simpático. Se sentía cómodo y seguro cuando yo estaba a su lado; nos caíamos bien, eso era todo. Yo le decía que estaba súper orate, que con la edad se había vuelto súper orate. Y él se reía mucho. Me respondía que antes había sido peor de orate que ahora, que ya se había moderado un poquito; pero que yo era más orate que él a mi edad, de modo que yo también 'prometía' destacar en las marquesinas de cualquier manicomio.

           “A mí me parece natural que los viejos sean medio zafados. Mi abuelita también estaba algo chiflada y así vivió muchos años. Yo me crié con ella, y ya estaba re chiflada. Ella también pensaba que el chiflado era yo, y se preocupaba: ‘¿Qué va a ser de ti cuando me muera, mijito, con lo loco que eres?’ Mi única locura era reírme mucho con ella, seguirle la onda; me divertía el resto con sus puntadas; prefería seguir platicando con ella que salir a aburrirme con chamacos de mi edad. Siempre me sorprendía. Los viejitos hablan muy raro. Como que inventan todas las palabras y tienen todas las ideas al revés, lo que me parecía muy chistoso. Mi abuelita decía muchos disparates y se le ocurrían muchas historias sin pies ni cabeza, pero así son los viejitos. Lo mismo don Rafael. Yo le contaba que quería estudiar para ingeniero en computación, y él me decía que no fuera tonto, que siguiera de taquero. Que los tacos no cambiaban mucho y la técnica sí. Que los tacos eran una gran cosa; que cuando él reencarnara se iba a graduar de taquero”.

           El muchacho Carmona acepta desconocer casi por completo la gloriosa trayectoria histriónica de su patrón y heredador. “Nunca veíamos sus películas. Las detestaba. Aunque las pasaran por la televisión. No las soportaba. '¡Otra vez esa mierda!' Cambiaba de canal. Le habían regalado una colección de sus películas en video, pero las tenía arrumbadas. Cuando no podía dormir ponía películas extranjeras, viejas, comedias musicales con mucho baile. Siete novios para siete hermanas o Cantando bajo la lluvia. O cómicas: de Tin Tan y de Cantinflas, cuando eran jóvenes. Un tipo al que llamaba Buster Keaton, con cara de cadáver; el Gordo y el Flaco, Charles Chaplin. Le gustaban los tangos, pero sólo con Gardel; y algunos boleros viejísimos de Lecuona o de Lara, pero sólo con cantantes de la prehistoria, como Toña la Negra y una tal Imperio Argentina, creo. Otras noches veíamos, por cable, documentales sobre las pirámides de Egipto y la historia de los faraones, o Discovery Channel: se pasaba las horas nomás viendo puros changos y elefantes.

           “Una vez le pregunté si era, como se decía por ahí, medio marica. '¡Lo fui en mis buenos años, y no medio, sino muchos maricas al mismo tiempo, y de los más desatados! ¡Fui tremendo! No me explico cómo no me metieron a la cárcel. A lo mejor ya no tenían cupo para tanto marica en sus cárceles. Pero se deja de ser maricón como se deja de ser bailarín desde antes de los cuarenta años, nomás te jubilas. Aunque puedas costearte tipos chulísimos, ¿de qué te sirve si sabes que no te quieren, que no te desean, que hasta les das asco, que lo único que les interesa es tu cartera?'”.

Filemón afirma que no tiene “ningún tipo” de prejuicios contra los homosexuales, pero que eso no es “para nada” su estilo; que cuenta con novia formal “y todo”, y que se va a casar muy pronto. “Uno ve en la calle de maricas a maricas. Los hay seriecitos, que no molestan a nadie. Los hay descarados, cínicos, amujerados, pero allá ellos. Cada quien su vida”, concluyó, con cierto porte teatral de sensatez, desdén y sabiduría, sin duda heredado también del Peluso.

           Presionado por este reportero, el joven Carmona no consiguió, sin embargo, aclarar satisfactoriamente su relación con el divo. “¡Cómo lo iba yo a ver como a mi padre, si era marica, por favor! Y yo nunca tuve papá ni maldita falta que me hizo: tuve a mi abuelita. Don Rafael era como un abuelito o el tío marica de alguien más, no el mío, para nada, pero que estaba muy solo. Un cuate nomás. A lo mejor por eso le caía yo bien, porque no se sentía obligado a nada conmigo. Cuando se cansaba o se aburría nomás me pagaba mi día y me echaba. No es cierto que me pagara mucho ni que me hiciera regalos; me pagaba  'honorarios de enfermero', como decía, que de cualquier modo eran más de lo que me ganaba a veces en las taquerías. Era algo codo. Estaba siempre alerta de que alguien se quisiera pasar de lanza con él, como el chofer y la cocinera. Ellos se gastaban fortunas en el supermercado y el pobre viejo nomás quería cenar un caldito de pollo con arroz. Me odian porque les retiró el gasto de la despensa, y yo le iba a comprar tortas o caldos a una fonda, que desde luego estaban más sabrosos.

“De modo que me tenía harta confianza; y en cambio creo que les tenía mucho miedo a sus sobrinos, porque nunca quería ni recibirlos ni contestarles el teléfono. No quería recibir, ni hablar por teléfono con nadie. '¡Díganles que ya me morí, que me busquen en la Rotonda de los Hombres Ilustres, o de los Maricas Ilustres, o lo que sea!'.

           “Tampoco trataba a mucha gente de su edad. Que todos estaban amargados y que nomás querían hacerse perdonar toda su vida de maldades con puros rezos y chillidos, o inventarse ‘gloriosas trayectorias que nunca existieron’. Ni siquiera a otros famosos del espectáculo. 'Ahora ya todos sabemos que todos fuimos puros payasos, que nunca valimos ni un centavo; que las musas se burlaron de nosotros, que nunca pasamos de farsantes de rancho'. Claro que a veces sostenía largas llamadas misteriosas por celular, pero entonces se encerraba.

           “A ratos se ponía sentimental y lloriqueaba un poco recordando las obras de teatro que no había representado. Nunca le dejaron hacer Orfeo, ni Edipo, ni ¿cómo se llamaba esa otra, que se sabía de memoria? Una que decía griega, que consideraba la mejor del mundo: Filoctetes o algo así. Lloraba por las obras que no había podido representar en este 'ranchito chilapastroso'; que Cinna, que Britannicus, que El cardenal de España, que Fausto...

           “Contaba que sí había puesto el Tartufo alguna vez, en un teatro del Seguro Social; pero que sólo acudieron a verla chamaquitos de secundaria, que no ponían atención; todo el tiempo estaban echando relajo entre ellos y nunca se reían de los chistes de la obra; y en cambio se reían de su propio relajo todo el tiempo, cuando no había mayor cosa de qué reírse sobre la escena.

“De sus películas sólo recordaba las escenas que le habían cortado, que le parecían siempre las mejores, las únicas que le interesaban. 'Por ahí deben andar lo negativos en alguna parte, si no se han echado a perder. Si aparecen algún día, a lo mejor sí resulta que al menos en dos o tres de esas escenas cortadas, que nadie vio, que ni siquiera vi yo mismo, fui un actor decoroso’”. Seguiremos informando.

 

4

Sebastián Figueras, el Trovador del Trópico, se niega a hablar con los medios de comunicación: “No tengo nada que comentar, salvo que descanse en paz”.

           Se sabe, sin embargo, que en su juventud fue protegé del divo, gracias a cuya recomendación obtuvo algunos de sus primeros contratos discográficos. “¡Eran uña y mugre!”, cuenta la Tortolita, también conocida como la Emperatriz de la Cumbia. “Se lo trajo de Cuba y lo ayudó a regularizar su situación migratoria, a nacionalizarse. En aquellos tiempos nadie se atrevía a desacatar una recomendación del divo. Y luego, cuando el Trovador colocó los éxitos que conocemos, que seguimos escuchando con gran placer, cuando se alzó como la espuma, siguieron muy amigos. Hacían unos reventones de rompe y rasga en Cuernavaca, en Acapulco, en Valle de Bravo. Contrataban docenas de atletas y bailarines chulísimos para amenizar sus fiestas y agasajar a sus invitados. No lo creías de tanta gente cuerísima como te encontrabas ahí, en traje de baño, en parrilladas junto a la alberca. Pero todo muy decente, muy bohemio; se cantaba junto a una fogata, se bailaba, se platicaba muy a gusto. Todo México iba a sus fiestas. Yo conocí ahí muy buenos amigos, que sigo tratando, y grandes oportunidades de trabajo entre la gente tan importante que iba a esas fiestas. Luego se distanciaron por motivos religiosos, creo. El Trovador se convirtió a no sé que secta cristiana, muy fanática y muy proselitista, y el divo lo mandó a paseo. '¡No mames!, dicen que le gritó; ¡tú sabes muy bien quién eres, quién has sido, y que todo eso del Hombre-Nuevo-en-Cristo es pura pendejada! ¡Te cagas de miedo ante la vejez, te cagas de miedo ante la muerte, y con tanta anticipación; ni que estuvieras agonizando, carajo! Deberías cagarte más bien de vergüenza ante el ridículo que estás haciendo ante ti mismo. Un poco de decoro y de amor propio no te vendrían nada mal, aunque fuera de vez en cuando'. Por aquel entonces el Trovador se conservaba aún algo joven. Pero no le perdonó al divo sus sarcasmos en asuntos religiosos; estaba sinceramente convertido a algo, como emborrachado por sus nuevas virtudes, je. Pero fueron uña y mugre. Creo que últimamente ya  ni siquiera se llamaban por teléfono. Pero tampoco se atacaban. Jugaban nomás a ignorarse: yo a ti ni te conozco. Ambos personas magníficas, grandes artistas que quiero mucho”. Seguiremos informando.

 

5

“¡El Peluso Chávez no pasará a la historia!” Tal ha sido la condena terminante, implacable, que ha proferido un grupo de intelectuales petulantes, en la mesa redonda con que la UAM-Xochimilco coronó la “Retrospectiva de Rafael Chávez, El Peluso”. Sólo se exhibieron siete de las cuarenta y tantas películas que protagonizó. Las funciones de cine estuvieron muy concurridas; no así la mesa redonda, en la que se diría que hubo menos público que dómines y dóminas comentaristas. Se comprende tal desinterés, tal fastidio de los estudiantes.

           De un tiempo a esta parte, desde que algunos académicos ociosos inventaron la “film culture” y la “cultura popular”, los sesudos profesores pretenden estudiar las películas como si fueran tratados de Aristóteles: su “discurso”, su “ideología”, sus “subtextos”, sus “guiños intrafílmicos”, “el cine dentro del cine”, “lo meta- o paracinematográfico”, los “grafismos cinemáticos”; y claro, las películas nunca son Aristóteles, sino películas. Alguna profesorcita con cara deslavada y miope de microbióloga, denunció el machismo amplificado y autocomplaciente del Peluso en dos o tres cintas sobre narcotraficantes y sobre “jaurías de machos sobrexcitados, extraviados entre la jungla en tangas diminutas, tras cualquier diablesa salvaje, tras cualquier Rarotonga”. ¿Y cómo esperaba que se representase a los gángsters del narcotráfico?

           Un profesorcito teleque e incomprensible, seguramente poeta, pareció condenar al Peluso por el reciclamiento paródico del chulo del antiguo cine “clásico” de cabareteras en sus cintas sobre ficheras de los años setenta. ¿Y cómo pretende que se deba representar a un chulo o a un padrote, como a san Martín de Porres?

           Una abominable doctora en huipil, con larga cabellera entrecana que ya debería tuzarse o al menos teñirse color zanahoria -¿no le da vergüenza seguir en tales panchos, a su edad?- disertó sobre la “tenaz monotonía” con que se reiteran “y se rizan” al infinito los clichés sexistas en toda la filmografía del Peluso: que la Madre Abnegada, que la Jovencita Corrompida, que la Puta Cínica, que el Macho Bestial, que el Joto Jocoso, que el Galán Mesiánico “con aceitados músculos de gimnasio, igualitos a los de cualquier anuncio de productos de dieta”, etcétera.

           ¿Y los malos médicos, los devotos falsos, los valentones cobardes, los cornudos, las celestinas, las chamaconas de cascos ligeros, los reyes parricidas, las damas bobas del llamado “teatro clásico” no, a su vez, también ellos, con “tenaz monotonía”, insistieron en esos roles que les pedía el público, y “rizaron su rizo”? Por favor: que la academia regrese a escandir endecasílabos y alejandrinos y deje el cine nacional en las (igualmente enciclopédicas, je) manos de los cronistas de espectáculos, quienes al menos sabemos que el cine -sea o no cultura; sea o no arte- al menos es eso: películas.

           En consecuencia, aplaudo la sensata participación justiciera de doña Jimena de Albornoz (primerísima actriz ya retirada), partenaire del Peluso en algunos de sus éxitos, especialmente teatrales: “El Peluso tenía una gracia y un carisma excepcionales. Ustedes dicen que hacía lo mismo que todos, ¿por qué entonces sólo el Peluso abarrotaba los teatros, los cines? El público no se equivocaba. Lo quería a él, precisamente en esos papeles. Cuando intentó digamos refinarse en algunas películas raras, experimentales o 'artísticas', el público se decepcionó y las salas quedaron vacías. Esas películas raras no duraron ni dos semanas en cartelera, y nunca las pasan en televisión. No crean, muchachos, que éramos ingenuos y que pretendíamos hacer algo más de lo que se ve. Hicimos con plena conciencia exactamente lo que se ve porque era lo que pedía el público, y no hay espectáculos sin público. Claro que nos hubiera gustado hacer otras cosas: no hubo público ni industria para otra cosa.

           “¿Pero de veras se imaginan que el Peluso fracasó tanto? Muchas de las películas que ustedes ahora llaman “clásicas” -y que nomás no entiendo por qué, como las del Santo-, fueron recibidas en su momento como bodrios, como mero entretenimiento industrial para el bajo pueblo. A lo mejor al rato los nuevos 'críticos' nos convierten en 'clásico' al Peluso, y se extasían ante sus roles de seductor, criminal, chulo, encuerado fugitivo, barbudo espía o sabio satánico.

           “Yo sé que gustó en su momento. Sé que filmábamos esas películas para su momento y ya. Y que funcionaron. En el teatro serio era otra cosa, claro. Pero cada obra de teatro se acaba, se autodestruye al caer el telón. Yo sospecho que lo que no le perdonan los intelectuales al Peluso es que además de trabajar en “bodrios” de cine comercial y en telenovelas, de vez en cuando se permitiera el lujo -porque nunca fueron negocio, a veces hasta todos salíamos perdiendo mucho dinero- de alguna obra de teatro clásico. Les escandaliza que haya hecho casi al mismo tiempo a Ricardo III y al Caguamas de Venganza en Matamoros. Yo trabajé con él en ambas producciones y lo admiré por poder y saber hacer ambas cosas. Pero casi nadie quiso vernos en Ricardo III, que por otra parte no nos salió tan bien, dicho sea con todo respeto a la memoria del Peluso. Como que no nos creíamos mucho esa obra ni ese tipo de teatro, por más que nos esforzáramos. Nos sentíamos no sé, como en un regreso a nuestros tiempos escolares, cuando en la Academia de Actuación debíamos presentar, como examen trimestral, La vida es sueño o El alcade de Zalamea.

           “Lo nuestro era lo que había; lo hicimos lo mejor que pudimos, y no esperamos de ello otro reconocimiento que llenar las salas unas cuantas semanas, y luego el olvido y a otra cosa. Me duele un poco que acusen al Peluso de deshonesto o de bobo cuando lo único que hizo fue trabajar brillante y honestamente en lo que se le pedía y en lo que había. Nunca pidió la posteridad. Nunca pidió estas mesas redondas. Nunca pretendió engañar a nadie como ustedes si lo hacen, pretendiendo ofrecer como sociología o filosofía o no sé qué, puros chismes de gente incapaz de ocuparse en cosas más útiles y productivas que desentrañar por qué los bodrios son bodrios. Todos sabemos sin ustedes lo que es un bodrio. Gustan los bodrios”. Seguiremos informando.

 

6

Filemón Carmona ha ganado el juicio testamentario. Aprovechó la presencia de los periodistas para exhibir a su esposa y a su bebé, a quien ha llamado Rafael y apodado Pelusito. La herencia no resultó tan exigua, por otra parte, y ha anunciado su propósito de crear una fundación para localizar, restaurar y reincorporar a las películas famosas aquellas escenas cortadas que, a ratos, obsesionaban al divo Chávez en los insomnios de sus últimos meses.

           Pese a los severos cuestionamientos de la crítica, la televisión insiste en trasmitir una y otra vez las películas cuestionadas de narcos, chulos, fugitivos encuerados en playas y junglas, gángsters y ficheras. Los nuevos actores lo imitan en roles bastante semejantes a los que representó; de imitador descontentadizo se ha convertido, a su vez, en imitado, en ícono.

           Todos los actorcillos del “nuevo cine mexicano” -aparece otro “nuevo cine mexicano” cada semana- reelaboran, “rizan”, ya su mirada torva y oblicua; ya esa manera de rasparse los dientes con la lengua antes de proferir su famoso apotegma gangsteril de Venganza en Matamoros: “¡Aquí el que no traga sangre, traga mierda!”

           Se anuncia otra retrospectiva, ahora en Guadalajara. ¡Y otra mesa redonda!

 

 

 

 

lunes, 31 de marzo de 2025

LAS ROSAS ERAN DE OTRO MODO (EL CUENTO)

Las rosas eran de otro modo

 por José Joaquín Blanco

                                                                  A José Dimayuga

Malú se me murió a la mitad de la sopa, como si les dijera: se me atragantó. Estaba yo sentada hacia las dos de la tarde, como de costumbre, en mi mesa favorita del restorán del Hotel Bristol, frente al gran espejo que abarca todo el salón.

         Me vi como en primer plano, ancianísima, ridículamente emperifollada con mis canas artificiales (prefiero una pulcra cabellera plateada a mis cenicientas matas naturales), atragantada, a punto de vomitar la sopa sobre el periódico recién abierto, en la esquela que anunciaba la muerte de Malú Parra, mi amiga de toda la vida.

         Desde hace unos treinta años como casi siempre en el restorán del Hotel Bristol, aquí a tres cuadras, en Río Pánuco. Ha cambiado poco y ahí no se sienten tanto como en otras partes las cifras del calendario.

         Vive un tiempo artificial, como yo misma, una mezcla de épocas en la que prevalecen los años cincuenta: los muebles, la decoración, la cristalería. A cada momento parece que van a entrar, del brazo, Marga López y Arturo de Córdova. Un pianista cubano mulatón, Reynaldo, que lleva medio siglo esforzándose en vano por parecerse a Bola de Nieve, toca algo de jazz digestivo y los éxitos de Dean Martin, Sinatra y Arcaraz; a veces me da la bienvenida con mi canción favorita: “Rosas rojas para una dama triste”.

         Me dirige guiños donjuanescos y sonrisas llenas de dientes postizos cuando ataca “Muñequita de Esquire”. Todavía sirven old-fashioneds, tom collins, martinis y daikirís. No han desechado sus viejas licoreras, ni sus sifones, ni sus yedras de plástico, ni sus carteles de fuentes y monumentos romanos con exuberantes rubias estilizadas (todas, al parecer, inspiradas en Kim Novak).

         Ahí me conocen, me consideran, me apartan la mesa. Sigo siendo para el dueño y para algunos de los meseros y de los clientes habituales (entre ellos no pocos gringos jubilados), todavía, Emma Velasco, “la periodista de la vida diaria”, con algunos ribetes de escándalo; recuerdan mi columna “Día a día” y que Dolores del Río me puso pleito por difamación, cuando le exhibí su chisme con Marlene Dietrich (la propia Marlene me lo contó, ebria, en francés, cuando la entrevisté en su suite del Hotel Reforma).

         Es como detener la prisa de los años, y no me desagrada del todo su rutinario “menú continental”, que constituye mi único alimento en forma. Desayuno y ceno en casa cualquier sándwich, cualquier galleta, y así me libro de la cocina, que siempre detesté.

         Desde que se casó mi único hijo y decidí vivir sola, cancelé la estufa y el refrigerador, que tengo convertidos en archiveros de mis antiguas glorias periodísticas: recortes de periódico, revistas, cartas, fotos, diplomas y hasta alguna medalla de latón con que me condecoró a toda orquesta, en Palacio Nacional, un Presidente de la República.

         Salvo algún achaque de salud, que me sobreviene cada dos años, y que a la fecha no me ha provocado sino sustos e incomodidades pasajeras, me imagino que llevo eternidades envejeciendo indefinidamente, sin hacer nada. Claro que estar de ociosa todo el tiempo llega a resultar muy laborioso. Ya dice el refrán que nada cansa tanto como no tener nada que hacer. Surgen, como plaga, infinidad de detalles y minucias que cobran una relevancia inesperada. Pienso demasiado, me doy cuenta de demasiadas cosas.

         Sin quererlo, me he ido enterando gota a gota, por ejemplo, de la vida, carácter y milagros de todos mis vecinos, cuyos ruidos odio a veces con una pasión furiosa, que me dura varios días. Me descubro haciendo teorías y juicios increíblemente documentados y severos sobre cada uno de ellos, a pesar de que los evito por sistema y rara vez les dirijo la palabra.

         Soy la primera en descubrir manchas de humedad en el edificio, goteras, fallas en las instalaciones de plomería, electricidad y gas.

         Sé demasiadas cosas de los artistas jóvenes y de la gente nueva que aparece en la televisión, como si los frecuentara. Me descubro en plena madrugada, pálida de angustia, tratando de resolver por mí misma todos los problemas nacionales: la policía, la contaminación, el desempleo, el desorden social; redactando en el aire infinidad de iracundos artículos periodísticos para mi columna “Día a día”.

         Les concedo desproporcionada importancia a las películas, a todas, acaso sobre todo a las peores, y las desmenuzo y mejoro en mi imaginación. Leo poco: los libros son más intensos todavía, y me afectan los nervios; además, ¿para qué leer si no vas a platicar con nadie de tus lecturas? Es como sobrecargarte de electricidad, y quedarte temblando, en alto voltaje. Leer bien significa leer poco y recordar mucho lo leído, y no andar de tragona de libros.

         Con Malú platicaba de todo. Nos peleábamos como colegialas por diversas opiniones sobre el cine, los libros, la televisión; y también como colegialas, después de habernos dirigido miradas e ironías atroces, nos reconciliábamos sin decir palabra. Nos veíamos para comer, ir al cine o de compras, visitar galerías, asistir a espectáculos, cada quince días o cada mes. Estoy en la “decena trágica” que decía Pellicer: la de los setenta años.

         No me aburro. Hace siglos que dejé de aburrirme. Pero me faltan cosas que hacer. Por ejemplo: cuando era joven andaba siempre sobre la marcha, con algún amor, o criando a mi hijo, o tratando gente, o realizando mis reportajes y entrevistas de la mañana a la noche.

         Entonces, si aparecían goteras o humedad en mi departamento, casi ni me fijaba, y si se tenía que caer el techo, ¡que se cayera! No le daba importancia a eso: había cosas urgentes que me llamaban, “día a día”. Cuando buenamente se me ocurría le dejaba las llaves y algún dinero al conserje, y que él se arreglara. O me esperaba a que se me presentara un rato libre. Ahora cualquier detalle me provoca aprensión y angustia.

         Veo peligros en cualquier parte, ya sea porque me los invente yo misma, o porque sólo hasta ahora me haya vuelto verdaderamente consciente, responsable. La azotea de mi edificio, para mencionar un caso, siempre ha estado atiborrada de tanques defectuosos de gas. El olor de las fugas de gas ha caracterizado invariablemente el cubo de la escalera, sobre todo en los pisos altos; no me importaba. Sólo ahora me descubro palpitante, resollante, con miedo de que en unos minutos más estalle de pronto todo el edificio. Lo que mirado racionalmente es más que probable, pero lo mismo pudo haber ocurrido cualquier día de los últimos treinta o cuarenta años. Sólo ahora, cuando regreso a casa, a veces me sorprendo de encontrar el edificio en pie, y me digo con un poco de sorna: “¡Bueno, ahí está, no ha estallado todavía!”

         Claro que me tienen odiada los vecinos. No puedo evitar advertirles de todos esos peligros, llamar alguna noche a los bomberos, escribir cartas enérgicas a unas autoridades, con múltiples copias a otras autoridades; ponerles cara de palo durante semanas al vecino del 303, que hace resonar durante horas el mismo disco de rock, a veces en la madrugada; o a la del 401, que encierra a sus perros en el baño y se larga todo el fin de semana: los perros no dejan de aullar ni de ladrar un segundo, y nadie duerme en todo el edificio hasta que la santa señora regresa a liberarlos.

         Sé que soy una viejita maniática, y que siempre recibiré la respuesta que hace unos quince años me plantó la entonces vecina del 207, ahora ya bien podrida en su tumba: “¡Pues si no le gusta el edificio, venda su departamento y múdese a Las Lomas!”

         Le respondí: “¿Y qué tal si me voy a un edificio en Las Lomas, y ahí me encuentro a otra vecina como usted?”

         Porque en México no hay problemas concretos, sino un problema general: los mexicanos. Adondequiera que te mudes te encuentras a los mismos vecinos irresponsables, majaderos, del 207, del 303, del 401. Pero no quería decir esto: ya estoy escribiendo como en mis buenos años, cuando a mis espaldas me decían “perra” o “bruja” por ese estilo “ingeniosillo” de mis artículos. (“Chismorreos de niña rica armada de máquina de escribir”, me acusó un poeta comunista.) Y no estoy escribiendo un artículo. No quiero escribir un artículo, sino otra cosa. Platicarles de Malú Parra, de mis otras amigas, ya muertas o seniles, de cómo paso mis días eternos. Con discreción, sin intimidades, sólo conversar.

         Así platicaba cada dos o tres semanas con Malú, y de esa manera me sigo colgando horas al teléfono con tres o cuatro conocidos. Ya sólo tengo tres o cuatro. Mi libreta de teléfonos está llena de plomeros, bomberos, electricistas, Cruz Roja, radiotaxis, médicos, el banco, la televisión por cable, los departamentos de quejas de unas veinte dependencias oficiales. Pero amigos, nomás tres o cuatro, y poco cercanos: amigos de telefonazos.

*

Mi hijo me reprocha —lleva unos veinticinco años con lo mismo— que haya dejado de trabajar en los periódicos. Fue poco después de las olimpiadas. Empecé a ver que me relegaban en Últimas Noticias. Recortaban mis artículos y reportajes, que por “razones de espacio”; los mandaban a un rincón de las páginas posteriores; los postergaban, o de plano se olvidaban de ellos.

         Por primera vez en mis quince años de periodista tenía que estarme quejando todo el tiempo con el nuevo director, a quien le dio por no tomarme la llamada y esconderse tras su secretaria o un imberbe ayudante de edición que se permitía tratarme con insolencia: “Señora Velasco, lo sentimos mucho, pero tenemos tanta información prioritaria últimamente; se lo publicamos el jueves o el viernes, sin falta”.

         Alguna vez no apareció mi columna ni jueves ni viernes (ni sábado ni domingo), y el lunes siguiente fui a renunciar con una carta más que claridosa, con copias para todo mundo, periodistas y políticos, hasta para el Presidente de la República.

         Supuse que me habían puesto en la lista negra. Eran los años de la agitación estudiantil y proliferaban las listas negras. Nadie podía acusarme de agitadora ni de  comunista, desde luego, pero en tiempos graves cualquier bobera da motivos de sospecha. Mi manera de escribir ya resultaba, lo sabía, un poco anticuada: demasiados chistes, demasiadas frases ingeniosas, insultos elegantes (nuestra ventaja como damas), detalles frívolos o impertinentes; y sobre todo, llamaba a las cosas por su nombre, sabía escandalizarme y protestar; cito textualmente: “¡Pero esto es una indignidad! ¡es un escándalo! ¿Por qué el regente Uruchurtu no abandona un ratito su cómodo sillón frente al zócalo, y se va a dar una vuelta por las ciudades perdidas de la salida a Puebla?”. Así, con todas sus letras. Ese era por lo demás el dorado estilo de los años treinta y cuarenta: de Barba Jacob, de Novo, de Rosario Sansores, de Elvira Vargas, de Magdalena Mondragón.

         Tuve mucho éxito en los cincuentas. La periodista como la voz del ciudadano común, un poco más ilustrada si se quiere, pero simplemente una voz civil. En mi columna “Día a día”, por ejemplo, descubría algún asunto conocido en términos generales, pero del que nunca se hablaba como experiencia vivida; me iba yo a vivirlo, y lo narraba. Me disfracé una semana de trabajadora social para contar desde adentro la vida de un manicomio, “día a día”. Y de las ciudades perdidas en el infinito lodazal de lo que sería Ciudad Nezahualcóyotl. Alguna vez soborné secretarias y sirvientas para enterarme, “día a día”, de la vida de los famosos. López Mateos, que era gentilísimo, me contó, en exclusiva para mi columna, cómo se desarrollaba la vida diaria de un presidente. 

         Así con las prostitutas, las monjas que habían colgado los hábitos, los asesinos célebres, los niños que vendían chicles en los camellones, algún gigoló del hipódromo, mi amiga María Félix, los mariachis de Garibaldi. Yo no discriminaba entre pobres y ricos, débiles y poderosos. Donde había vidas intensas, difíciles o interesantes, ahí estaba yo con mi libreta de taquigrafía (no se usaban aún las grabadoras, de modo que era más difícil ser reportera.)

         Cosas ciertas, vividas en carne abierta, y reporteadas con sazón y emotividad. Todo esto antes de que Elenita Poniatowska (magnífica Elenita, por lo demás, si bien algo intelectualona) me hiciera la competencia desde Novedades, aunque (siempre lo he reconocido) siguiendo las enseñanzas de las “Rutas de emoción” de Rosario Sansores.

         Alguna vez estábamos Rosario y yo muy elegantes en un coctel, con nuestros sombreritos y nuestras pieles, y se acercó el pingo de Pepe Alvarado, ya más que achispado por varios “pálidos whiskies” (no los tomaba muy pálidos, por lo demás), y nos rindió una gran caravana:

         —¡Ustedes sí saben de periodismo! ¡Las teorías pasan: los chismes quedan!

         Le zampé ahí mismo una bofetada. Yo era joven todavía y no se me ocurrió que tales ironías pudieran ser una especie amistosa de homenaje. Los borrachines conocen formas curiosas de la amistad. Ahora me enorgullece que Pepe Alvarado —como me lo comentó después de enviarme a casa unas flores, cuando nos reconciliamos— no se perdiera uno solo de mis artículos.

         Y considerado con atención, él también se ocupaba a ratos en sus crónicas más sencillas, de la misma vida cotidiana que nosotras. Sabía mucho de política y de filosofía (Pepe Alvarado era una eminencia), pero también platicaba sabroso de cosas cotidianas de la ciudad, de los barrios, de las vecindades. ¿Y qué me dicen de Renato Leduc? 

         Luego me encontré con que los mismos asuntos de mis “chismes”, de mi “Día a día”, se volvían tema de estudios universitarios, pero disfrazados de teoría sociológica: la “antropología” o “cultura de la pobreza” de Oscar Lewis. En las mujeres era denostado como chisme o cursilería lo que se celebraba en los hombres como “literatura popular” o “antropología urbana”. ¿Quién se acuerda ahora, por ejemplo, de Magdalena Mondragón? ¡Era una bomba!

         Entonces llegaron los modernos, los pedantes, los profesores. Publicaban artículos como clases de universidad. Muchos conceptos intelectuales y técnicos, muchos datos, estadísticas; puras tasas de interés y Producto Interno Bruto. Para decir mu, como vacas. ¿Pero de veras leía alguien esas cosas? Hay intelectuales que se enorgullecen no sólo de que nadie los lea, sino de que nadie los pueda comprender: son ininteligibles.

         Quedé pues como una ligera, como una platicadora caduca, entre tantos profesores. Pero me seguían teniendo consideraciones en el periódico y en los medios políticos, y me llegaban todavía muchas cartas de los lectores.

         ¿Por qué de pronto casi me obligaban a irme, o me degradaban a la trastienda de las notas de relleno? Alguna inconveniencia debí haber cometido, por distracción, pensé. Releí mis artículos de dos años ¡y encontré tantas denuncias, tantas impertinencias, tantos chistes —que en otra época parecían inofensivos—, que ya no atiné a descubrir en la repentina muchedumbre de mis posibles enemigos, al que de veras pudiera estarme estorbando!

         —Pues vete a otro periódico, a una revista femenina —me recomendó Tere Burgos.

         —¡Pero, Tere, si llevo quince años cultivando a mi público ahí! ¡Llegar a hacer méritos a otra parte! ¡Volver a picar piedra otra vez!

         —Te seguirán adonde escribas.

         —Soy conocida y estimada, en efecto, Tere, pero no la Simone de Beauvoir ésa que te encuentras en cuanto papel se imprime en México. Ni la Mary McCarthy ésa que me cae como migraña.

         —Pues entonces vete a pelear a Gobernación y que te reinstalen con todos los honores.

         Un subsecretario de Gobernación era mi amigo. Me tomó la llamada de inmediato y me citó para el día siguiente. Le pedí formalmente, de plano, que indagara por ahí en los expedientes secretos del gobierno qué decían de mí, qué pecado había cometido. Me miró sonriente, caballeroso:

         —Emma, me conozco su ficha de memoria.

         —¿Sí? ¿Y qué dice?

         —“Emma Velasco: murmuradora peligrosa”.

         Soltamos ambos la carcajada. Se ofreció a conseguirme tribuna en El Nacional o El Día, los periódicos del gobierno. Nadie los leía. Sólo escribían ahí los muertos de hambre. Dignamente decidí tomarme unas merecidas vacaciones del periodismo. No necesitaba los miserables honorarios que me pagaban. Trabajaba por gusto, para mis lectores. “Ya me buscarán”, me dije. No me buscaron.

         Dejé correr la voz de que el nuevo periodismo comunistoide y economicista, sin sabor, sin gusto, sin vida cotidiana, ya no me interesaba. Me llamaron de muchas publicaciones menores, para pedirme cosillas con tema dado: “¿No podría escribirnos algo sobre el aborto o sobre el Año Internacional de la Mujer?” Me negaba. Mis quince años de rompe y rasga en Últimas Noticias, donde alegremente decía cuanto se me venía en gana sobre lo que fuera, habían terminado. Nadie me perseguía, sino el tiempo: simplemente había pasado de moda.

         Me retiré como una gran actriz, cuando ya no le ofrecen estelares; mejor el silencio que andar causando lástima con bits, papeles secundarios o de carácter. Recopilé mis mejores artículos en dos antologías, para las que fácilmente encontré editor (sí, del gobierno, ¿qué otros editores hay en México?), y se vendieron bien: Novedades y costumbres (dos ediciones), Una reportera día a día (cuatro ediciones).

         Mi hijo ya se había casado. Le compré una casita que él mismo escogió allá por el fin del mundo, cerca de la salida a Cuernavaca. (¿Vivir en la Ciudad de México para no vivir en la Ciudad de México? Nunca lo he entendido.) Cancelé mi estufa y mi refrigerador, y me aboné en el restorán del Hotel Bristol.

*       

Déjenme contarles cómo fue que resulté periodista, un oficio que nadie me sospechaba, y menos yo misma. Ocurrió a mediados de los años cincuenta. Me harté de que mi santo marido me pusiera los cuernos con cuanta chaparra, flaca o magullada se encontrara cuando andaba borracho; nos separamos y me instalé con mi hijo en este departamento.

         El edificio estaba nuevo y reluciente. Parecía destinado a gente distinguida, y no a convertirse en una vecindad vertical entre ventanales. Mi marido se vio generoso, y mis padres más todavía. Yo era enérgica, joven, hiperactiva. Me volví empresaria. En menos de un año me quemé una cuarta parte de mi fortuna en negocios fracasados.

         Entonces me dijo Mari Lacunza, mi compañera del Colegio del Sagrado Corazón:

         —¡Por favor, Emma, recupera el dinero que puedas: vende, traspasa, remátalo todo, e inviértelo en valores seguros! ¡Sobre todo no hagas nada, porque en dos o tres años, como vas, te quedas en la miseria!

         —Acepto que soy una empresaria bastante manirrota, ¡pero cómo me voy a estar sin hacer nada todo el santo día, nomás yendo a cobrar cada trimestre mis intereses al banco! ¿No has oído que nada cansa tanto como no tener nada que hacer?

         —Haz algo donde no hagas nada, donde no puedas perder el poco dinero que te queda.

         —Ah no, empleaducha de checar tarjeta, no. No dejé a mi marido, quien nomás me daba lata de vez en cuando, para someterme a un puesto en la Secretaría de Industria y Comercio donde me den lata ocho horas diarias.

         —Pues cásate de nuevo. No te faltan novios.

         —Que se queden como novios. Segundas nupcias: palizas dobles.

         —¿Hacer algo donde no se haga nada? —meditó Malú—, pues sólo la burocracia... o el periodismo.

         —¡Eso! ¡Periodista! —gritó Mari—, eres replaticadora.

         —Sabes escribir a máquina, y algo recordarás de taquigrafía —añadió Malú, con mayor sentido práctico.

         Me compré un escritorio magnífico en una tienda de antigüedades. Anuncié que por fin iba a usar lentes, decididamente, y no de manera clandestina, como lo venía haciendo.

         En una sola semana escribí tres artículos chistosos, “crónicas de color”, les decían, a la manera de los que recordaba de Barba Jacob, Novo, Mondragón y Sansores; cosas sobre la mujer y la familia, las inconveniencias y virtudes de la vida moderna, la hipocresía de la clase media mexicana, etcétera.

         Un amigo mutuo me consiguió una cita con el maestro Novo, en su restorán de La Capilla, quien me mimó y aplaudió los tres artículos.

         —Pero maestro, si yo jamás pensé en ser escritora. De no haber sido por las calaveradas de Joel...

         —Ese Joel te salió imposible, ¿verdad? —rió el maestro. 

         —Grotesco, ridículo —exclamé como toda una intelectual.

         —Los mayores talentos siempre están escondidos —declaró el maestro sabio—, y mucha gente ni siquiera los descubre en vida. Allá andan penando en el purgatorio: “¡Ah, pude ser esto; ah, pude ser lo otro!” Tienes suerte, muchacha —¡Muchacha! ¡A los treinta años y con un hijo!—; descubres tu talento ahora que de veras lo necesitas, y que gozas de la libertad para desarrollarlo. ¡Adelante! ¡Pero sé siempre tú misma, como lo eres ahora! ¡No te me vuelvas una marisabidilla, una existencialista, una latinparla, una profesora tediosa! Agarra y platica.

         Malú sí era marisabidilla, existencialista y medio universitaria. Se lo aguantábamos desde chamacas, porque era descendiente de un tal Parra, filósofo del Porfiriato, a quien ni ella misma pudo leer jamás. Familia es destino. Le dio por las amistades intelectuales, se casó con un político comunistón (quien durante toda su vida hablaba todos los días del humanismo de Romain Rolland mientras, sin continencia alguna, firmaba edictos que desplumaban a los obreros), y enviudó felizmente para dedicarse de tiempo completo a patrocinar, con la malhabida fortuna política del marido, a poetas surrealistas y pintores abstractos. Todos malísimos.

         Pero esa ya es otra historia. Lo oportuno, lo espléndido, lo increíblemente rápido, fue que me recomendó con su amigo el director de Últimas Noticias. Se trataba de un señor opaco y circunspecto que no se entusiasmó tanto con mis artículos como el maestro Novo —ni siquiera le mencioné que lo había ido a ver: Novo era el enemigo número uno de Excélsior, por su maliciosa travesura de la obra de teatro A ocho columnas, entre otras razones—, pero me los publicó de inmediato, muy destacados. Causaron furor. Sonaba mi teléfono todo el día. De la noche a la mañana me había convertido en una celebridad, en una escritora.

         Sólo Malú me llevaba siempre la contraria, por la mala influencia de sus amigos intelectuales y artistas de pacotilla.

         —¡Ponte a leer libros serios, Emma, por Dios! ¿Qué vas a hacer cuando acabes de contar todo lo que te decía tu abuelita, tus tías, tus compañeras del Colegio del Sagrado Corazón, tus comadres aristocráticas? Te vas a quedar sin temas. ¡Léete a Simone de Beauvoir!

         Yo me lanzaba a conciencia sobre las obras que Malú me recomendaba sin haberlas leído. Simplemente me repetía como perico lo que decían sus amigos intelectuales. “Ahora hay que leer a Virginia Woolf, a Proust; ahora hay que admirar a Klee, a Brancusi” Y yo como tonta, por acomplejada, corría a ponerme al día. Quince días más tarde Malú ya no se acordaba que existieran Klee ni la Woolf; ahora me despreciaba porque no conocía yo, la pobre periodista, a Pollock ni a Truman Capote. Un cuento de nunca acabar.

         Así era Malú Parra. Ahora me la ensalzan por las nubes y le confieren doctorados Honoris Causa póstumos. Hay una exposición en Bellas Artes del medio centenar de retratos que le hicieron los pintores mexicanos. ¿”Una de las mujeres más hermosas, más interesantes de las últimas décadas”, como dicen? Bueno: también la que sufrió más la chifladura de repartir dinero entre pintores principiantes, quienes en media hora embadurnaban cualquier garabato y se lo entregaban como gesto de agradecimiento:

         —¿Pero eso es tu retrato, Malú?

         Una especie de vísceras entre manchones de acrílico.

         —Mi retrato interior, y el autorretrato del artista. No seas tan realista, Emma.

*

Total, para Malú el periodismo, y sobre todo el que yo hacía, era la cosa más vulgar del mundo. Todo el tiempo andaba regañándome: “¡Y ahora te fuiste a meter entre los greñudos de La Candelaria, para descubrir que se mueren de hambre! ¡Bravo por semejante descubrimiento! ¡Ay, Emma, lo que es no tener nada qué decir! Debías tomar unas clasesitas de Historia del Arte con el maestro Justino Fernández, o lo que sea”. Así siempre, y de viejitas peor. Cuando yo recordaba algo, cualquier minucia, resultaba que no, que para nada, que todo había ocurrido de otra manera. Nos hacíamos unas escenas, unos berrinches horribles. Murió felizmente, entre sueños.

         —Cómo la envidio —me dijo Tere Burgos por teléfono—, nomás se acostó a dormir ¡y pase automático! En cambio la pobre de Chela Vallarta, ¿te acuerdas de Chela Vallarta?

         —Desde luego, Tere.

         —Pues se pasó toda la vida quebrándose el lomo y la cabeza para dejarles un patrimonio a sus hijos, y luego le vino esa enfermedad tan larga y tan latosa; que los médicos, los análisis, las medicinas, las enfermeras en su casa, las operaciones; cuando finalmente se le ocurrió morirse, había dejado sin un quinto a los pobres hijos, y endrogados de por vida. Mejor que jamás se hubiera preocupado por dejarles nada, y morirse más rápido, ¿no crees? Al menos no les habría heredado tales deudas.

         Todas mis amigas son partidarias fervientes de la eutanasia.

         —¿Supiste lo que le pasó a la pobre de Ofelia Múzquiz? —me cuenta Mari Lacunza, también por teléfono—, ¡increíble! Ves que ya andaba chiflada desde hacía tiempo, y le dio por sentirse solitaria y sentimental. Bueno: pues amadrinó a uno de los hijos de su sirvienta; lindísimo de chiquito, pero creció, claro. Para entonces Ofelia ya estaba completamente senil. Pues entre toda la familia del ahijado la secuestraron en un cuarto de la azotea; ahí le daban sus pastillas o sus inyecciones para tenerla dormida todo el tiempo, ¡y convirtieron la respetable casona de los Múzquiz en Tacubaya, ¿te acuerdas?, en un burdelazo de escándalo! Cayó la policía y ¿quién resultó la lenona? Pues Ofelia Múzquiz. Todo estaba a su nombre. Era legalmente la lenona, sin paliativo alguno.  Ahí la tienes declarando ante el Ministerio Público: loca, desnutrida, desgreñada, gritando barbaridades, medio meada en su silla de ruedas... Como ya no le quedaba familia fue toda una odisea sacarla de la cárcel. La Chata Ábrego le hizo la caridad y le contrató unos abogados, pagó unas mordidas. Ahí se está pudriendo ahora en un manicomio de beneficencia. ¡Ay no, quién pudiera morirse como Malú! Dichosa Malú allá en el cielo.

         Hace no muchos años estábamos todas en un banquete. La boda de algún nieto de alguien.

         —Pues me voy a comer este molito para no hacer el desaire, pero de seguro me da chorrillo —dijo Mari Lacunza, poniéndose sus pesados lentes para examinar, como a través de un microscopio, los gérmenes de su plato.

         —Antes, aunque fuera en un rancho, unos frijoles y ya, eran sanos, limpios; ahora todo te hace daño —añadió Tere Burgos, con un abundantísima peluca pelirroja casi indecente.

         —Ya nada es como era antes —acepté, resignándome a mi papel en el coro de las Parcas.

         —Desde luego —bromeó Malú—, ¡hasta las rosas eran de otro modo!

         Pero la broma parecía en serio. Nos quedamos mirando como obsesas el adornito de la mesa, unas rosas flotando en un tazón de agua teñida de un azul espeso. Las tocamos. Sí, eran naturales, pero como producto de algún laboratorio. O una variedad rara. No, ninguna se acordaba de semejantes rosas en nuestros buenos años.

         —Ya estamos todas más que listas para el asilo —siguió bromeando Malú, majadera y macabra.

*

Como comprenderán no pude terminarme mi sopa la tarde en que me atraganté con la noticia de su muerte. Me dio un acceso de tos. Se me bajó la presión. Y ahí estuvo lo curioso.

         Reynaldo, el pianista cubano, toda su cara llena de dientes postizos, me ofreció un coñac. Me sentó bien. Hice a un lado las recomendaciones del médico y pedí cigarrillos y más coñacs. Nunca he sido bebedora, y me emborraché enseguida.

         No recuerdo la reacción de los demás clientes frente a la viejilla ebria que cantaba desde su mesa los apolillados boleros que tocaba el decrépito pianista donjuanesco. No recuerdo sino la cara de Reynaldo, toda guiños y sonrisas, con sus dientes postizos por todas partes.

         Debí haber dado todo un espectáculo por la calle, cuando Reynaldo y un mesero me trajeron cargando a casa. Seguramente soy, hasta la fecha, la comidilla de los vecinos. ¿Cómo le hacen los hombres para hallarle gusto a la borrachera, para soportar las crudas? Misterio. Los envidio: gracias al trago, dicen, se mueren antes.

         Amanecí en el sillón de mi departamento con unas palpitaciones y unas náuseas terribles. “Ahora sí me voy a morir”, pensé. “¡Es tu culpa, Malú!”, le grité entre hipos.

         Ahí a tropezones, como Dios me dio a entender, llegué a la cama, me puse solemnemente el camisón, me cepillé un poquito el pelo y me metí entre las sábanas a morirme de inmediato. Me apenó el espectáculo que se encontraría mi hijo días más tarde, pero por nada del mundo quise avisarle por teléfono, ni que me llevaran a un hospital. Todo me pareció tan fácil: cerrar los ojos y listo.

         Pero no me morí durante toda la mañana infinita. Escuché, entre sudoraciones y pálpitos insoportables, todos los gritos de todos los niños del edificio; todas las alarmas descompuestas de todos los coches de la calle; todos los discos de moda de todos los hijos de los vecinos; los cláxones, los pelotazos, los timbrazos de teléfono, el estrépito de todas las aspiradoras del mundo, los taconazos de todas las señoritingas en los pasillos y la escalera.

         A mediodía sonó mi teléfono: era el decrépito Reynaldo, socarrón:

         —¿Cómo amaneció, Emmita? ¿No le caería bien un consomé calientito? Se lo llevo enseguida.

         —¡Nada de Emmita, bribón! ¡Señora Velasco!

         —¿Entonces qué, se lo llevo?

         —Sea por Dios.

         Llegó con un monumental traje lustroso del año de Maricastaña. Seguro se había pasado horas desmanchándolo con gasolina blanca. Sus enormes dientes postizos se veían más relucientes, como si les hubiera dado grasa, o al menos un buen trapazo. Traía un ramo de rosas, de esas rosas aterciopeladas y macizas que son de otro modo, y me hablaba con una insolente galantería, como todo un conquistador. (”¡Oh no!, pensé, suponiendo lo peor, ahora sí como en un infarto. ¡Nada más eso me faltaba!”).

         —Emmita, tengo que confesarle una cosa. Ayer, ayer, ¡le robé un beso!

         Reprimí el impulso de arrojarle la taza de consomé. Me le reí en la cara. Lo vi entristecerse con un gesto aún más ridículo que sus guiños de Don Juan. Sus dientes empequeñecieron, se opacaron. Tuve finalmente que consolarlo. Tuve que decirle que nos dejáramos, a nuestra edad, de payasadas.

         Superada la cruda, supe que me quedaba más, todavía más tiempo por vivir. Si el coñac no me había matado, ni modo de tenerle miedo a una gripe.

         Me han pedido que escriba algo sobre mis recuerdos de Malú. Lo he hecho a mi modo, personalmente: la memoria de su ausencia “Día a día”. No me toca hablar de sus méritos como mecenas ni como musa de poetas y pintores, sino de la vieja amiga que casi me arrastra consigo a la tumba.

         Les decía que dejé de escribir hace veinticinco años. Siento mis dedos torpes sobre la vieja máquina Remington de mis mejores tiempos. Así siento mi relato, torpe y tentaleante. Lo que no está mal: cada estación en la vida tiene su ritmo, su temperamento. Y no me voy a poner ahora a deshacerme en flores y halagos a Malú. Los viejos no somos sentimentales.

         Sigo yendo a comer, como siempre, al restorán del Hotel Bristol, donde el pobre pianista se esfuerza cuanto puede por hacer como que no ha pasado nada.

         ¿Los viejos no somos sentimentales? Últimamente me ha dado por pensar que, a final de cuentas, Reynaldo no toca tantas notas falsas en los boleros como se rumora. Así deben ser los boleros, un poco mal tocados; y cantados con esa especie de exageración cómica, con algo de broma en sus lamentos: el estilo de Bola de Nieve.

 





sábado, 1 de marzo de 2025

EL REPORTERO DEL DIABLO

 El reportero del diablo

Por José Joaquín Blanco

Deambulaba por los bares y fondas de la Calle Michoacán, en la colonia Condesa, un fantasmal reportero de policiales a quien todo mundo despreciaba.
Su delito era que detestaba el cine, y no existe al parecer mayor crimen en el siglo veinte que odiar las películas. Equivale a un criollo novohispano que aborreciera las misas.
Ahí se pasaba sus ratos libres, entibiando sus whiskies en el Bar Nuevo León, hasta que aparecían sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine? ¿entonces de qué diablos se platica?), después de haber asistido a alguno de sus cotidianos portentos cinematográficos. Y sin más trámite se sentaban a su mesa a comentar en sus narices, minuciosamente, todas las joyas de la pantalla.
El fantasmal reportero los escuchaba con la paciencia de un reacio al futbol que asistiera a la enumeración de todas las bíblicas alineaciones del Atlante a través de los siglos.
Un martes de noviembre del 2000 (todavía era el siglo veinte), el sabihondo cinéfilo Godínez, de la fuente de economía, se quejó con una mueca de asco digna de Robert de Niro, de la incapacidad mexicana para las tramas policiacas:
-No hay ningún thriller mexicano. ¡Sencillamente tampoco servimos para eso!
-Por ahí hablan de Distinto amanecer, de Julio Bracho, protagonizada por Pedro Armendáriz, Andrea Palma, Alberto Galán y el niño Narciso Busquets; argumento de Max Aub con diálogos de Xavier Villaurrutia –arguyó lenta, parsimoniosamente el reportero de policiales, nomás para fastidiar.
-No mames –increpó El Chiquilín Martínez, de la fuente de Presidencia, famoso por la diminuta cabeza con que exornaba sus flacos dos metros de estatura-; eso no es cine, sino literatura filmada. Los diálogos suenan estiradísimos, in-ve-ro-sí-mi-les. La fotografia de Figueroa, peor.
El reportero fantasmal se había quedado varado en la sección de policiales de un periódico desde hacía tres años. Sus primeros colegas ya habían ascendido a las direcciones de Comunicación Social de diversas dependencias burocráticas. Pero él seguía ahí, fiel al lado del crimen, para no traicionar su vocación de poeta abstracto.
Soñaba con un libro de poemas “antilogocentristas, molecularizados y átonos”. Por eso se negaba a colaborar en la sección y en el suplemento culturales, porque ahí “se contamina uno de literatura”.
Y quería despojar sus versos de todo lastre literario a fin de lograr “el accidente grafístico puro, el grafismo esencial, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes”.
“Detrás de todo poeta abstraccionista declarado, hay un vergonzante recitador de ‘El Brindis del Bohemio’”, solía apotegmatizar el odiado crítico Andueza, en el suplemento dominical del mismo periódico.
Se trataba de la historia de un rencor: Andueza había sido compañero de preparatoria del periodista fantasmal, y en aquellos años habían competido en un concurso de declamación, en el cual había triunfado el futuro reportero de policiales con “El brindis del Bohemio”, mientras que al futuro crítico literario se le había olvidado “La raza de bronce” a las primeras estrofas, y tuvo que abandonar el estrado todo confuso y en medio del abucheo estudiantil.
En efecto, antes de odiar la literatura (ya para entonces evitaba el cine), el futuro “poeta abstraccionista” había tenido sus barruntes de erudición policiaca. Y salió a relucir esa tarde:
-Si quieres un thriller, ahí esta El privado del virrey...
-¿Que qué? –exclamó Godínez, amenazante como Jack Nicholson.
-No es una película, sino una obra de teatro de Rodríguez Galván, pero también se lee; digo, porque los cinéfilos monolingües mexicanos van a leer las películas. Puros subtítulos y subtítulos. Y los “espectadores” hechos la mocha: lee y lee subtítulos. Para ese caso, que mejor lean los guiones en su casa... debidamente traducidos.
-¿Vaaaas al teaaaatro? –insistió Godínez, escandalizado como Sylvester Stallone ante un ballet clásico.
-Te digo que la leí en la prepa. Me tocó hacer una monografía sobre la Calle de Don Juan Manuel... Para los ignorantes: estoy hablando de la actual Calle de República del Uruguay, el tramo entre 5 de Febrero y Pino Suárez. Antes del thriller se llamaba simplemente Calle Nueva.
El fantasmal reportero de policiales consignó que Ignacio Rodríguez Galván había escrito El privado del virrey hacía más de siglo y medio; y que ya para entonces se consideraba viejísimo el argumento, de mediados del siglo diecisiete...
Y que lo habían retomado como veinte autores: el Conde de la Cortina, Manuel Payno, Irineo Paz, Vicente Riva Palacio, Juan de Dios Peza, Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe; que incluso había aparecido en historietas y radionovelas sobre “tradiciones y leyendas de la Colonia” durante los años sesenta.
El odiado crítico Andueza permaneció impasible frente a tal sabiduría; durante esa semana sólo se dignaba conocer de autores sudafricanos.
El reportero de policiales contó la historia de un gachupín acaudalado, originario de Burguos, que se hizo íntimo del virrey Marqués de Cadereyta.
Lo nombraban Don Juan Manuel de Solórzano. En México le llovieron favores oficiales, incluso puestos en la Real Hacienda y gestiones sobre los productos que llegaban de España en las flotas, así como la cerrada envidia pública, promovida especialmente por parte de la Audiencia y de los mayores comerciantes de la ciudad.
Resultó breve su privanza (1636) y largas las intrigas de los malquerientes, hasta que fue a dar a la cárcel (1640), acusado de malversación y fraude con el dinero del gobierno.
-¿Y a eso lo llamas un thriller? –reclamó Godínez, impasible como Michael Douglas.
-Bueno, es que Don Juan Manuel conocía muy bien a su bella esposa: Doña Mariana de Laguna, más rica incluso que él, heredera de minas en Zacatecas. Don Juan Manuel sabía que doña Mariana no podía estar muchas horas sin hombre...
-Mejora la trama...
-Sobornó entonces a las autoridades, para que le permitieran visitas conyugales, que desde luego no eran toleradas en esos tiempos. Pero sólo le concedieron una vez por semana, y doña Mariana era mujer de programa triple todos los días...
-Tres sin sacar –intervino misteriosa y embozadamente Gil Gamés.
-Además se notaba tan sosegada en sus parcas y rápidas visitas semanales que a don Juan Manuel empezaron a rondarlo unos celos feroces. Alguien andaba tranquilizando a su esposa. Sospechaba sobre todo de las mismas autoridades que lo tenían en la cárcel, especialmente del Alcalde del Crimen...
-Ya, al grano –exigió Godínez, esgrimiendo su cuba como un revólver.
No era tan fácil, explicó el reportero de policiales: las versiones variaban. Había quien afirmaba que don Juan Manuel sobornó al carcelero para que lo dejara salir, como murciélago en la oscuridad nocturna, a espiar el balcón de su propia casa. Pero no sonaba lógico: lo mismo habría podido pagarle al cancerbero para que le permitiera cumplir por triplicado con su esposa todas las noches...
Según otros autores le había vendido su alma al diablo, a cambio de escaparse a medianoche y espiar su balcón desde el zaguán de enfrente. Aunque la objeción sería la misma: igual pudo habérsela vendido para disfrutar cómoda y triplemente a doña Mariana, y hasta cenar a gusto en casa, evitándose los fríos callejeros...
Total, resumía el reportero de policiales: don Juan Manuel pintaba con carbón una especie de puerta en el muro de su celda, la abría con una llave que también dibujaba, y ya estaba afuera.
-No mames: eso es La mulata de Córdoba. ¡La acabo de ver en la tele! –gritó El Chiquilín Martínez, con una vocecita aflautada desde la exornada y módica cumbre de su roperote huesudo.
-La mulata pintaba un barco...
-O Bugs Bunny –intervino, muy camp, Andueza, olvidándose por un momento de su exclusividad semanal con los autores sudafricanos.
-Al grano, maestro –apremió Godínez expeliendo la cavernosa voz de Marlon Brando en El Padrino.
Había pasado lo de siempre, señaló el reportero de policiales con desprecio profesional ante la nota roja de cada día: don Juan Manuel llegó a su calle, miró su balcón y descubrió las sombras de doña Mariana y un galán, agasajándose.
-¡Y se equivocó de ventana, y nos estás hablando de un rocanrol de Johnny Laboriel!: “¡Oh qué confusión, el número equivoquéeee. Siluetas, siluetas, siluetas soooon!” –cantó el aborrecido crítico Andueza, ya sin idea (en caso de haberla tenido alguna vez) de dónde quedaba Sudáfrica.
-No se equivocó de ventana. Esperó a que saliera el galán y lo apuñaló.
El galán venía embozado en su capa, como si la densa oscuridad de la noche no lo cubriera bastante. Hay que recordar que no existía entonces ningún tipo de alumbrado público en la ciudad: ni fogatas, ni lámparas, ni faroles.
Entonces don Juan Manuel le preguntó a bocajarro: “Perdone su merced, ¿qué horas son?”. El embozado contestó sin descubrirse: “Las once”. (Seguramente acababa de echarle un vistazo al reloj en casa de doña Mariana.) “¡Dichoso su merced, dijo don Juan Manuel, pues sabe la hora en que muere!”
-¿Y dónde está el thriller? –increpó Godínez, retomando su mejor perfil de Michael Douglas.
En que don Juan Manuel regresó a la noche siguiente, prosiguió cansinamente el reportero de policiales; y vio y preguntó y escuchó y exclamó lo mismo, y volvió a matar al galán. Así todas las noches durante muchos meses.
Todas las madrugadas la ronda levantaba un asesinadito en la Calle Nueva. Don Juan Manuel nunca supo si siempre mataba al mismo o a galanes diferentes. Si realmente salía todas las noches o nomás lo soñaba.
Finalmente la justicia, el soborno o el diablo lo pusieron en libertad. Entonces apuñaló expedita, antidramáticamente a doña Mariana.
-¿Y por qué no la mató desde antes? –preguntó Godínez, práctico como Harrison Ford.
-A lo mejor creía que iba a tener que estarla asesinando todos los días... –rió a chillidos El Chiquilín Martínez.
El caso era, según el reportero de policiales, que ya en libertad, don Juan Manuel comprobó que no se había tratado de alucinación alguna, ni de una trampa del diablo.
Averiguó los nombres de docenas de galanes que habían sido misteriosamente asesinados, noche tras noche, frente a su puerta, a pesar de la estricta vigilancia de guardias y alguaciles.
Entre ellos figuraban nada menos que el propio Alcalde del Crimen, un tal Vélez de Pereyra; un escribano, dos oidores, varios frailes y canónigos, y hasta el pariente más querido de don Juan Manuel, su sobrino y heredero, pues no tenía hijos.
Arrojó el cadáver de su esposa por la ventana, dispuesto a todo, y se sentó a esperar al alguacil... quien nunca llegó.
La ronda se había acostumbrado al cadáver diario, aunque ahora se tratara de una mujer. Ya desde entonces las costumbres andaban a ratos al revés. Y don Juan Manuel tenía la coartada de haber estado preso todos los meses en que habían ocurrido los otros asesinatos.
-¿Y entonces? –preguntó El Chiquilín Martínez, desde la cabeza de alfiler que exornaba sus dos metros de estatura.
-Ahí tienen su thriller: resuélvanlo.
-Pues don Juan Manuel se quedó sentadito, close up y créditos finales –especuló Andueza, decidido a dejarse de tonterías y retirarse a redactar otra enjundiosa reseña de media cuartilla sobre todos los autores sudafricanos a la vez.
-Claro que no. Es drama de época. Corrió a confesarse con el cura. ¡Había matado a docenas de hombres!, aunque no estuviera seguro si soñaba o de veras lo hacía; si salía de la cárcel con su puerta y su llave de carbón o se alucinaba de celos dentro de ella...
-Eso ya es Arturo de Córdova... –apuntó, erudito, Godínez, como si dijera: “No tiene la menor importaaancia”.
El cura, según el reportero de policiales, no supo resolver el thriller. ¿El multiasesino había sido don Juan Manuel o un fantasma urdido por el diablo? ¿A quién condenar? Tuvo que invocar a los detectives celestiales, que como es sabido se toman su tiempo.
Mientras tanto mandó a don Juan Manuel que rezara tres noches seguidas el rosario a la medianoche, al pie de la horca.
La primera ocasión escuchó, con el rosario en la mano, una voz de ultratumba: “¡Rezad un padrenuestro por el alma de don Juan Manuel!”; la segunda: “¡Rezad un avemaría por el alma de don Juan Manuel!”...
-¡No mames: eso es la Llorona! –protestó, maullando, El Chiquilín Martínez, ofendido en sus más entrañables tradiciones.
-Y al tercer día amaneció colgado en la horca.
Volvieron a variar las versiones, en opinión del reportero de policiales. La leyenda popular rumoraba que los propios ángeles, escandalizados, bajaron del cielo y lo colgaron.
O las docenas de difuntos galanes rencorosos, capaces también de vender su alma al diablo, incluso en el cielo, con tal de bajar un rato y vengarse.
O la insaciable doña Mariana.
-El caso es que alguna vez hubo thrillers en México y amén –cerró el fantasmal reportero de policiales, y se puso a mascar un hielo.
-Qué bueno que en policiales se limitan a transcribir puros chismes. Como reportero no tienes nada qué hacer –le espetó sumariamente Godínez, y se retiró del Bar Nuevo León con un reposado andar stanislavskiano, digno de Al Pacino.
Pero gracias a la leyenda de don Juan Manuel, o al miedo de que “el reportero del diablo” -como se le empezó a llamar con sarcasmo por la Calle Michoacán de la Colonia Condesa- volviera a contarles algo semejante, sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine? ¿entonces de qué rayos se platica?) dejaron de hablar tanto de películas en su presencia.
Se le puede ver dos o tres tardes por semana, entibiando sus whiskies, con la mirada perdida, ensoñando con esa poesía “antilogocentrista, molecularizada y atonal” que ni vendiéndole el alma al diablo le asoma por la mente.
El odiado crítico Andueza (esta semana especializado en los aforistas de Tahití) murmura que “el reportero del diablo” no anhela tanto una poesía que exprese el “accidente grafístico puro, o el grafismo esencial, subrepticiamente rizomático, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes”, sino esos “vulgares premios y becas gubernamentales” que, sin tanto andarse por las ramas, el eficaz y aborrecido crítico Andueza recibe varias veces al año por sus reseñas semanales de media cuartilla.
Lo que yo puedo contarles es que cuando ingresé como redactor emergente al suplemento cultural no tenía la menor idea de todo este asunto. Y una noche se me ocurrió hablar en el Bar Nuevo León, taqueando chistorra con setas al ajillo, de cierta película de Billy Wilder.
Entonces el “reportero del diablo” se me quedó mirando con una sonrisa torva y oscura como callejón del crimen, y me preguntó:
-Oye, hueso –en esto del generoso y solidario oficio del periodismo nos llaman “huesos” a los novatos, y nos ocupan sobre todo para mandarnos por tortas y refrescos a la esquina-; oye, hueso, ¿sabes qué horas son?